Frente a la paz, Duque actúa como Francisco de Paula Santander, que no tenía cara sino careta. Siempre que habla del acuerdo de La Habana, lo hace empuñando bajo el poncho el puñal de la traición. Su cantilena de paz con legalidad es realmente una careta que oculta su dañada obsesión de invalidar e incumplir definitivamente lo acordado de buena fe entre las FARC-EP y el Estado colombiano.
Cuando Duque despliega su sofisma de paz con legalidad, no se está refiriendo a la subordinación debida del presidente de la República a la sentencia de la Corte que elevó el acuerdo a rango constitucional; ni tampoco a su acatamiento al fallo de esa Corte, en el sentido de que ninguno de los tres próximos gobiernos puede alterar lo convenido por las partes, no. Lo que él quiere, es demoler los escombros de lo que queda de la JEP.
Debiera el presidente hablarle al país con más franqueza y sin palabras de engaño.
Paz con legalidad es la venganza de la justicia ordinaria contra la justicia restaurativa, cimiento de la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, que hizo posible llegar a un acuerdo para poner fin al conflicto armado. A las castas oligárquicas les molesta que el proceso de paz haya generado un nuevo derecho que coloca a algunos en la incertidumbre del fin de su impunidad. El exfiscal de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, calificó a la JEP como una “obra de arte”. Ella, la original -la no desfigurada-, fue la que abrió el camino de la esperanza en Colombia para dejar atrás décadas de dolor y de injusticia.
La Jurisdicción Especial para la Paz había sido concebida para todos los involucrados en el conflicto, no solo para los guerrilleros, y tenía un sagrario de sanación de heridas, que era el ofrecimiento de verdad en torno a lo acaecido en el conflicto, y eso no les gustó, y no les gusta a los determinadores, porque están acostumbrados a flotar plácidamente en el yacuzzi de su impunidad y a que nadie se entere quién emitió las órdenes desde arriba. Esa es la legalidad que invoca Duque, la misma que tiene sus ojos negados a tanto crimen horroroso acumulado en nuestra historia triste.
Les encanta el derecho penal del enemigo porque solo manda a la cárcel a los que luchan por un nuevo orden social, y porque son ellos los que imparten, a través de sus magistrados de bolsillo, esa justicia parcializada, que no es justicia. En cambio, detestan a la JEP, porque, enmarcada en el estatuto de Roma, no ofrece ningún resquicio de escape para la impunidad. Por eso fue acuchillada y apedreada por los vándalos que desde hace 200 años detentan el poder. Esa JEP que preside con augusta autoridad y con algo de ilusión la doctora Patricia Linares, no es la que se aprobó en La Habana. A esta le cercenaron el alma y así no sirve para la paz.
El peor crimen que se ha cometido contra Colombia en toda su historia, es la burla al anhelo más grande que palpita en el corazón humano, que es el de la paz. Lo paradójico es que la Corte -que prohibió modificaciones al texto del acuerdo- sorpresivamente dio luz verde a un puñado de legisladores ignorantes, que no saben de sentido común, para que modificaran sus términos, sin contar con la opinión de los voceros de la contraparte.
Eso, exactamente es lo que ahora intenta Iván Duque para rematar la obra de la destrucción de la paz, solo para salvar a su mentor innombrable y para intentar esconder la verdad pura y limpia en lo más oscuro del eclipse que hoy vive Colombia.
Una paz con legalidad debiera ocuparse, por ejemplo, de la barbaridad de aquel presidente de la República y su ministro de defensa, Camilo Ospina, que firmó la Directiva 029 desencadenante de los falsos positivos. Ellos son los máximos responsables del asesinato de miles de jóvenes inocentes, presentados ante los medios como guerrilleros muertos en combate. Álvaro Uribe Vélez, determinador de esos crímenes de lesa humanidad, debiera ser el primero en comparecer ante los estrados judiciales a ofrecer su verdad. Tal vez eso animaría al general Montoya a no guardar silencio.
Definitivamente, simular con artificios verbales que se está con la paz, no es astucia ni agudeza; es patraña despreciable. Lo hace solo el que ya está carcomido por dentro por el cangro de la maldad. Con los más caros sentimientos de un pueblo, no se juega.
Ha transcurrido más de un año luego de la consulta anticorrupción, y Duque ha hablado y hablado, y solo ahora se le ocurre que hay que crear un grupo de búsqueda de corruptos, pero con esos ladrones se cruza todos los días en los pasillos del Estado. Hace cerca de tres años se aprobó la creación de la Unidad Especial de lucha contra el paramilitarismo, pero el Estado la saboteó, y hoy los líderes sociales y los excombatientes siguen siendo diezmados impunemente en todo el territorio nacional. Iván Duque y sus ministros Trujillo y Blum, que con hipocresía hablan de paz con el corazón en la mano, piden la extradición de los voceros de paz del ELN que aún se encuentran en la Habana, pero parecen olvidar que el gobierno de Colombia fue quien incumplió los protocolos de regreso.
Definitivamente, Colombia está patas arriba y tendremos que enderezarla. Lo primero es que no necesitamos mandatarios mentirosos y parlanchines altisonantes, sino hombres y mujeres honestos, justos; personas honradas y virtuosas que se comprometan, mediante un Gran Acuerdo Político Nacional, a trabajar por el bienestar de todos los colombianos, por la paz completa, y no solo por los intereses económicos y políticos de un puñado de empresarios egoístas.
Necesitamos una nueva legalidad, un nuevo orden social.