Unos y otros, censores y censurados, pueden responder a intereses, calcular oportunidades, tomar riesgos, padecer recelos, e incluso cometer torpezas, pero difícilmente sufran de inocencia.
Parafraseando al poeta Víctor Casaus, la censura es tan antigua como la vida misma. Familias, comunidades, escuelas, iglesias, asociaciones, organizaciones; para no hablar de tribunales de justicia, estructuras de gobierno, corporaciones y medios de comunicación públicos y privados; instituciones todas que se arrogan, en algún momento, la facultad de restringir, desaprobar, prohibir o condenar lo que se puede hacer público, ejercen censura.
Se trata de sujetos distintos, como padres (y madres) de familia, maestros, babalawos, jueces, personas con alguna responsabilidad (también elegidas por voto popular), con diversas motivaciones, gustos o valores; opuestos a la aceptación o difusión de determinadas ideas, conductas públicas, informaciones, expresiones artísticas; desde consideraciones morales, religiosas, cívicas, militares; e invocando las reglas de lo justo, lo correcto, lo que debe ser.
Ningún gobierno de la época moderna podría competir con las iglesias en su ejercicio milenario de la censura. Pasados los tiempos en que para publicar un libro se requería un sello eclesiástico de imprimatur, no son tan remotos los juicios religiosos sobre las películas que los buenos creyentes podían ver sin pecar. Desde luego que ya las iglesias no son las que pueden controlar la difusión. Algunas incluso se quejan por no disponer de sus propios medios, que ya no son hojas parroquiales, homilías, lecciones de catequesis, sino publicaciones de temas políticos, derechos ciudadanos, con campañas contra la «ideología de género» o los matrimonios del mismo sexo, mediante emisoras electrónicas, editoriales, colegios privados, y todo lo que pueda servir a la circulación de (ciertas) palabras divinas.
Cuando hoy se habla de censura, sin embargo, los encartados no suelen ser iglesias y organizaciones religiosas trasnacionales, ni tampoco corporaciones, cadenas en cuyo imperio nunca se pone el sol, conglomerados informativos, megamercados culturales, u otras entidades con vastos poderes para controlar o restringir el alcance de las obras de arte, los libros, el cine, los programas de televisión. Casi siempre se alude a la acción de determinadas autoridades estatales o gubernamentales dirigida a dictar lo que se publica o no.
No todas las censuras oficiales se meten en el mismo saco. Depende de sus móviles, que pueden ser muy diversos: seguridad nacional, diplomacia, propiedad intelectual, defensa, legítima protección a un individuo o grupo para no quedar expuesto a la vindicta pública; y también de sus mecanismos de aplicación.
No son precisamente los casos de censura dictados por una corte de justicia o una institución legislativa, por razones de defensa o seguridad, los que resultan particularmente virulentos. Ni los que se ejercen en nombre de una fe religiosa, un criterio moral, o de algún actor de la sociedad civil, por reaccionarios que estos puedan ser. La censura virulenta resulta ser la que aplica una instancia gubernamental o estatal cuya atribución es vigilar el contenido, la oportunidad y conveniencia de un artículo de prensa, una publicación u obra artística, desde el punto de vista ideológico.