“Los qom no somos libres como los blancos, ni aspiramos a esa independencia e individualidad. Nosotros estamos mutuamente imbricados unos con/en otros, cuerpo con cuerpo, humanos y animales, animales y plantas, cielo y tierra, vivos y muertos. Tenemos hilos que nos conectan por donde miremos aunque ustedes no los vean ni imaginen de qué se trata esta relacionalidad. Todos (humanos, monte, árboles, tierra, espíritus, animales) dependemos unos de otros y es eso lo que nos hace qom”.
Timoteo Francia, pensador del pueblo qom (toba) preexistente al estado argentino.
Introducción
Desde la década del ’80 del siglo pasado, más del 70 % de las infecciones emergentes han sido zoonosis, es decir, enfermedades infecciosas animales (generalmente, con varias especies implicadas) que se transmiten al ser humano. Una mirada holística de esta cuestión nos lleva a considerar que también fueron estas últimas décadas las que registran un acelerado proceso de devastación de bosques y selvas a nivel planetario para ampliar las fronteras agrícola-ganaderas. Dichos espacios, a su vez, han sido ocupados por el monocultivo de transgénicos que, como parte de los organismos genéticamente modificados (OGM), han sido elaborados en los laboratorios de un puñado (no más de seis) de las grandes trasnacionales de la industria de la alimentación (estandarizada). Paradójicamente -o no tanto- dichos cultivos, producidos junto al paquete tecnológico que los acompaña para evitar ser invadidos por malezas y plagas, han desarrollado con los años nuevas y diversas plagas que requieren para su extirpación de mayores dosis de herbicidas y fungicidas, tan solo para que al tiempo aparezcan nuevas plagas y así recrear un círculo vicioso que rompe todos los equilibrios ecológicos imaginables. El ejemplo paradigmático de ello es la soja transgénica desarrollada en la década de los noventa del siglo pasado y que al día de hoy no ha impedido el desarrollo de más de treinta nuevas plagas resistentes al paquete tecnológico que acompaña a aquella.
Junto con ello, también en los últimos cuarenta años se suceden -cada vez con mayor urgencia e intensidad- los informes relativos al cambio climático que ponen de manifiesto, entre otras cuestiones, la pérdida de los suelos congelados que al fundirse liberan no sólo gases –muchos de ellos de efecto invernadero- sino también virus. La fusión de los suelos permanentemente congelados (permafrost) viene liberando virus desconocidos para el ser humano, cuando no, reactivando otros antiguos, como así también bacterias resistentes a los antibióticos.
Todo ello, como pequeña muestra invertida de los múltiples beneficios que apareja la conservación de la biodiversidad, entre ellos, uno que por su ausencia, resalta por estos días ante la pandemia en curso: la protección de enfermedades infecciosas (y ello, porque la existencia de una gran diversidad de especies actuando como huéspedes limita la transmisión de enfermedades). De modo que, lejos de resultar sorprendente, el Covid-19 se incorpora a una lista de brotes epidémicos/pandemias que se suceden cada vez con mayor frecuencia: el Sars-Cov en 2002, la gripe aviar (H5N1) en 2003, la gripe porcina (H1N1) en 2009, el Mers-Cov en 2012, el ébola en 2013 (con rebrotes en 2016 y 2018), el Zyka (ZIKA) en 2015. Y esta lista se seguirá engrosando en lo que viene.
Por ello, quedarse en la discusión sobre si es tal o cual animal y tal o cual región, el que y desde donde, se origina la transmisión del virus, es detenerse en una mirada solamente epidemiológica de la actual pandemia. Y sin soslayar en lo más mínimo la pertinencia de dichas investigaciones que darán respuesta al Covid-19, resulta fundamental ampliar la mirada hasta alcanzar una perspectiva holística que pudiera dar cuenta de todas las determinaciones en juego: ecológicas, sociales, económicas, epistemológicas, políticas. Una tal mirada es la que nos permitirá seguir construyendo herramientas de intervención sociopolíticas que no se agoten en la respuesta al fenómeno actual sino que actúen sobre los fundamentos que originan tal fenómeno: el modo de producción capitalista.
Economía y ecología: dos caras de la misma moneda
En esa dirección, nos interesa detenernos en dos cuestiones interrelacionadas, una económica y otra ecológica, que ha originado el virus del Covid-19:
a) su propagación global hasta alcanzar el grado de pandemia ha tenido como principal vector a la cadena de valor del turismo internacional afectando directamente a las clases sociales más acomodadas (gobernantes incluidos) de los países occidentales más ricos. b) Ha logrado lo que no pudieron hasta acá las muchas, intensas y hasta trágicas luchas socioambientales: la disminución (temporaria) de gases de efecto invernadero y el restablecimiento del equilibrio ecológico en muchas regiones.
De la primera cuestión se deriva la importancia y gravedad adjudicada al Covid-19 por el establishment político y mediático occidental (aunque con ritmos diferentes según los países) que no se condice con la letalidad del virus que es muy inferior al de la malaria o el ébola[1], por citar dos enfermedades que causan más muertes anuales que el coronavirus. De esto no se sigue, ni mucho menos, menoscabar ni dejar de prestar atención y cuidados por el Covid-19 ya que su importancia radica, justamente, en el alto grado de propagación por personas portadoras sin que éstas se sientan afectadas y la ausencia de vacuna a la fecha. Esta situación ha llevado a decidir el aislamiento social de las poblaciones hasta alcanzar hoy a 3.000 millones de personas con la consecuente paralización de las principales actividades económicas y la subsecuente no producción ni realización de plusvalía.
Ahora, es esta misma imposibilidad temporal de realización de la plusvalía, la que sienta las bases para que la reactivación económica que sucederá a la pandemia –y aún con ella en curso- priorice la reactivación industrial y comercial en sus diferentes escalas por sobre las demandas laborales en general y salariales en particular. Demandas que a su vez serán llamadas a morigerarse cuando no, a postergarse en el tiempo, para dar lugar a la reactivación de la acumulación capitalista. Desde luego que esto va a reconocer disímiles puntos de concreción según sean las correlaciones de fuerzas sociales en los distintos espacios nacionales y los grados de organización y fortaleza no sólo de los trabajadores organizados sindicalmente sino también de los colectivos que pugnan por poner en la agenda pública las problemáticas ambiental, del desempleo, la salud y la educación públicas, entre otras.
¿Y cuál será el motor de ese despegue económico: la inversión privada o la intervención estatal? Una vez más, será el Estado el que acuda a salvaguardar al Capital mediante el desarrollo de políticas keynesianas tendientes a restaurar el ciclo económico. Políticas keynesianas que en los países centrales no han estado ausentes ni mucho menos en estos últimos cuarenta años pero que ahora retornan y se generalizan como políticas públicas para el conjunto de los países en tanto estadíos nacionales del capitalismo mundializado.
Es decir, está a la orden del día, como una de las salidas más probables a la decadencia del orden neoliberal, el despliegue económico estatal que procure retomar una senda de producción-empleo-consumo-crédito-inversión. Claro está, que ello será siempre en los marcos epistemológicos de una economía política que, en sus distintas vertientes ideológicas, sigue conceptuando que el desarrollo y el progreso solo se conciben en términos de una producción material de riqueza que es infinita (ahí está la obsolescencia programada como ejemplo cúlmine de ello); una economía política que ha convertido a la economía capitalista en la economía, y convirtiendo dentro de ella a la agricultura (ahora industrializada) en una economía de la muerte por destrucción ecológica; una economía política que se despliega como una disciplina imperial aplicando la lógica del análisis económico a todas las actividades humanas. Una economía política, en fin, que como parte integrante de un Norte político-epistémico universalizó un único modo de vida como estación terminal de la humanidad: el capitalismo, ya sea en su versión neoliberal o en su versión keynesiana (o neokeynesiana si se prefiere).
Y es que en última instancia, y acá entra en juego la cuestión ecológica señalada arriba, la reactivación económica del Capital mediante políticas keynesianas se encontrará –y será más temprano que tarde- con los límites socio-ambientales-sanitarios de la minería a cielo abierto, la deforestación y los cultivos transgénicos, el extractivismo y la producción de combustibles convencionales y no convencionales, la producción de aves y animales industrializados, la concentración urbana en megalópolis (que vuelve a decirnos de la ciudad como lugares frágiles ecológicamente hablando), entre otros. Límites ecológicos cada vez menos nacionales y más mundializados, como prueba el Covid-19. Y el capitalismo, que ha creado la ficción de la economía como un sistema cerrado y autosuficiente ignorando los límites del crecimiento aún en su versión keynesiana, no puede detenerse ante los límites biofísicos que le señala el planeta, por imperio de su propia lógica de funcionamiento que concibe a la naturaleza como un gran e infinito reservorio de “recursos naturales” (también en los últimos años al concepto de desarrollo se le han agregado adjetivos del tipo “participativo”, “sustentable” que en ningún caso ponen en cuestión el paradigma del crecimiento sin fin).
Lo antedicho no pretende, ni mucho menos, igualar keynesianismo a neoliberalismo. Lejos estamos de obviar lo que en el pasado han logrado las luchas obreras y populares como expresión del equilibrio alcanzado con (y contra) el Capital: el desarrollo de medidas económicas keynesianas y su expresión política en los Estados de Bienestar. Y con ello, la adquisición generalizada de derechos laborales, seguridad social, educación y salud públicas y el acceso de amplias franjas de la población a servicios básicos, por mencionar solo algunas pocas de las conquistas alcanzadas por el movimiento obrero. De modo que, saludando todas y cada una de las conquistas logradas por los trabajadores –y por las cuales lucharemos una y otra vez-, lo que intentamos observar holísticamente es que el modo de producción capitalista como tal ha colocado a la humanidad en una encrucijada de alcances civilizatorios: el conflicto Capital:Trabajo ha devenido en el conflicto Capital:Vida. Lo que intentamos señalar entonces, es que los problemas que ha creado el sistema-mundo patriarcal, capitalista y colonial occidental no podrán solucionarse pensando al interior de los paradigmas civilizatorios que han creado esos problemas.
Crear uno, dos, tres … muchos Sures político-epistémicos
Aunque no el único, un buen punto de partida para pensar y actuar colectivamente en la dirección contraria a la seguida por la modernidad-capitalista-colonial son las experiencias sociales de imaginar modalidades de vida colectiva no ligadas por la lógica de la mercancía. Allí encontramos a comunidades campesinas organizadas en la Vía Campesina aunando cultura y economía para concebir a la agricultura en su multifuncionalidad: ambiente, cultura, seguridad alimentaria; a los Pueblos preexistentes al Estado-nación recuperando, renovando y resignificando prácticas ancestrales de concebirse como parte integrante de la naturaleza y no separados; a los colectivos de ecofeministas y feminismos populares interseccionando las distintas opresiones de género, clase y color impidiendo su jerarquización (práctica habitual en las militancias políticas) para que las luchas se dirijan, a un mismo tiempo, contra el patriarcado, el capitalismo y el racismo; a los colectivos ciudadanos que se organizan alrededor de la lucha por una Renta Básica de los Iguales que inaugure formas de convivencia social fundadas más acá, y más allá, del trabajo asalariado; las tierras y fábricas autogestionadas por sus propias trabajadoras y trabajadores que recuperan viejas y libertarias formas de producción, distribución y consumos comunitarios; a las comunidades indígenas que en Oaxaca (Méjico) organizan una red de telecomunicaciones comunitarias para prestar el servicio de telefonía gracias al hardware y el software libres desarrollados por una comunidad internacional vinculada a las redes libres, en claro desafío a la lógica de las corporaciones trasnacionales. Y la bella y heroica experiencia que está teniendo lugar en Rojava –con un protagonismo decisivo de las mujeres- mediante el rechazo a la existencia del Estado y la organización comunal que democratiza las relaciones de género, económicas, ambientales, étnicas, en una perspectiva internacionalista. Y la lista podría seguir de aquellas experiencias moleculares que están teniendo lugar, aquí y ahora, preanunciando en sus prácticas cotidianas no sólo la necesidad y la posibilidad de otros mundos sino, en lo que resulta fundamental, el deseo de construir esos otros mundos. Son las mencionadas experiencias, y muchas más, construcciones de Sures político-epistémicos que quiebran con la hegemonía epistemológica que valida una única forma de conocimiento: la razón eurocéntrica. Sures que proceden a una reconstrucción epistemológica como parte de un proyecto político que desmonta todo el sistema de conocimientos que sostiene y justifica un orden social injusto y genocida. Sures, no meramente geográficos, sino político-epistémicos que aportan una mirada pluriversal de la organización de los pueblos y las sociedades. Sures que, sin negar la existencia de una realidad biofísica y pre-social, con estructuras y procesos propios, afirman el carácter constitutivamente histórico-político de la naturaleza. Sures que conciben el territorio como indisociable de las culturas constituyendo así una unidad ecológica. Sures que ya no hablan de recursos naturales sino de lo que siempre fueron: bienes comunes, lo que implica compartir, cuidar y producir en común, sin temor a apropiarse de las tecnologías a partir de otras racionalidades. Sures que procuran el bienestar humano compatible con los límites biofísicos del planeta, en lo que algunos pueblos preexistentes llaman Suma Kawsay o Buenos Convivires. Sures que ya no reclaman la pertinencia o no del sujeto colectivo privilegiado para las luchas emancipatorias y decoloniales, sino que admiten la articulación política de sujetos colectivos diversos; porque en definitiva, estos Sures no buscan cambiar los términos de la conversación, sino la conversación misma.
Sures político-epistémicos diseminados en los llamados países centrales y países periféricos y a los cuales la actual pandemia –como síntoma de la enfermedad llamada capitalismo- exige de su articulación y generalización a escala planetaria como respuesta civilizatoria, ya no al síntoma, sino a la enfermedad.
[1] Enfermedades que han asolado recientemente al continente africano (países como Zaire y el Congo principal aunque no únicamente) y que, por ello mismo, no reciben el mismo tratamiento que cuando ello sucede en Occidente.