Hace ya décadas que la lucha de clases se transformó en el bendito diálogo social, un concepto muy querido por los sindicatos de gestión procapitalistas para erradicar, al menos semánticamente, el conflicto entre patronal y trabajadores de la esfera pública. Y de las mentes calenturientas de revolucionarios pasados de moda por los eufemismos estado de bienestar y economía social de mercado de las socialdemocracias pactistas de dimes por aquí y diretes por allá.
Hubo un tiempo en que algunos sindicatos fuertes se autocalificaron de clase y sociopolíticos. Además de combatir las injusticias laborales cotidianas miraban más allá de la coyuntura: se pretendía superar el régimen capitalista e implantar una sociedad más social, que pusiera en común la mayor parte de la riqueza estratégica e incluso que alumbrara comunidades cooperativas o autogestionadas.
Esos sindicatos otrora anticapitalistas son ahora muy minoritarios, no solo en España también en Europa y en el resto del mundo, y los que todavía en sus estatutos recogen menciones expresas a ese futuro, digamos de corte socialista, no hacen honor a ellas: forman parte del sistema con todas sus consecuencias.
Estamos viendo hoy en España como las contradictorias declaraciones para derogar las reformas laborales del PP y el PSOE (fueron promulgadas por separaddo) crean un clima de confusión pública con salteados de crasas mentiras que obnubilan la mente de la gente del común, a lo que ayudan sobremanera los principales medios de comunicación, también RTVE.
Las reformas que una parte pequeña del PSOE y Unidas Podemos quieren derogar, sin entrar en su casuística al detalle, conforman la realidad laboral actual: precariedad máxima, derechos mínimos e indemnizaciones por despido a la baja. La inmensa mayoría de trabajadores y trabajadoras saben perfectamente de su sitiación contractual, algo que desconocen en propia carne los tecnócratas sindicales que se sientan en las mesas de díalogo con la patronal.
Por mor del sacrosanto tótem, y también tabú, diálogo social las luchas por abajo se han quedado en nada, salvo honrosas excepciones como la plantilla de Coca Cola, los trabajadores de varios servicios de limpieza viaria municipal y las kellys de los hoteles. Pocos casos más y muy puntuales en los últimos años.
La palabra huelga se ha quedado obsoleta: para ser un trabajador moderno hay que joderse y aguantarse, callarse, abrir la boca lo mínimo y encomendarse a las cúpulas sindicales y sus asesorías técnicas para firmar acuerdos por arriba y a lo grande que no solucionan casi nada al trabajador en su fábrica u oficina, menos aún si es una pyme. Las secciones sindicales brillan por su ausencia y los comités llevan una vida lánguida e inoperante.
Con esas actitudes conciliadoras la mayoría de los sindicatos, tal vez por inercia política de subsistencia autárquica, son meras comparsas que hacen el juego al neoliberalismo y a la patronal, sancionando con el boato de su presencia y su firma el mundo laboral que en estos momentos padecemos.
Cierto es que desde hace décadas se han recrudecido las campañas antisindicales generando un caldo de cultivo propicio para actuar a la defensiva. Sin embargo, tampoco se han observado gestos valientes e inequívocos por parte de sus líderes que conectaran con las profundas heridas que estaba causando el neoliberalismo en el cuerpo maltrecho de la clase trabajadora. Esa sangre no alcanzaba las moquetas de los despachos de más alto rango sindical.
Hay que decirlo palmariamente: la precariedad laboral no está representada sindicalmente de manera directa, solo de un modo testimonial y fragmentario. Hay un alejamiento entre la forma de pensar de las cúpulas y de las bases (sindicadas o no) muy acusado. Hoy en día, si formas parte de sectores precarizados, el carné sindical únicamente sirve para recurrir al abogado en caso de despido. Para poco más: algún servicio de turismo y de consumo preferente. Es como formar parte de un club más o menos selecto. Se necesita mucha conciencia de clase para permanecer en la trinchera contra viento y marea.
A pesar de lo expuesto, causa gran extrañeza que ante las noticias recientes de que el Gobierno y Bildu han alcanzado un acuerdo para derogar la reforma laboral vigente, los sindicatos mayoritarios hayan dicho que lo suyo sería llevarlo a cabo en la mesa del diálogo social. Demasiado buenismo y protocolo cuando lo que se precisa con urgencia es aunar voluntades para mandar a hacer puñetas una reforma tan lesiva para la gente que trabaja. Y, encima, va Pedro Sánchez y le hace la pelota al presidente de la patronal Garamendi llámándole patriota. ¿De verdad cree que con eso calmará las iras del tigre empresarial? Suena a burla o a tontería colosal.
No olvidemos tampoco que las reformas del PP y del PSOE no se consensuaron con nadie. Se hicieron por cojones y, por cierto, hubo una huelga contra ellas y la patronal se sintió encantado con sendas disposiciones legales (eran tan golosas que les supieron a poco). Que se muerda la boca ahora y si hay voluntad de derogar la norma, hágase. Y que los sindicatos apoyen con entusiasmo la iniciativa. Movilicen con argumentos de peso: los tienen, úsenlos.
Recordemos que cuando vemos estrecharse la mano a los dos secretarios generales de CCOO y UGT con el presidente de la CEOE la paridad entre ambos es ficticia, detrás de sus figuras no hay la misma multitud aunque esa es la imagen que se pretende trasladar: la patronal, como mucho, puede llegar a representar a 3,4 millones de empresas (¿los autónomos y los pequeños comercios y talleres tienen algo que ver con Amancio Ortega, El Corte Inglés o Seat?); por su parte, los sindicatos hablan por 24 millones de personas trabajadoras incluidas las que están actualmente en paro. No contabilizamos aquí a las jubiladas ni pensionistas por diferentes razones (¿dónde las incluiría usted?). La CEOE representa el dinero, las acciones, la propiedad de los medios de producción, la jerarquía explotadora, el mango de la sartén.
Si los trabajadores y las trabajadoras no empujan desde abajo a sus propios sindicatos viviremos en el capitalismo sine die. Y ese sistema, bien lo sabemos, es el régimen de la explotación: en Occidente un poquito menos, en las periferias de la riqueza muchísmo más. Nunca habrá igualdad si seguimos en el neoliberalismo. Siempre compitiendo, siempre pensando en salvarse de la quema, del despido, del desahucio, de caer en la pobreza. ¿Seremos capaces de pensar algo diferente a las estructuras económicas y culturales en las que ahora habitamos? Sin los de abajo, los de verdad, la gente en precario, los sin techo, las mujeres maltratadas, los inmigrantes, la juventud sin futuro, las personas dependientes y los mayores con pensiones de subsistencia, el futuro continuarán escribiéndolo por cuenta ajena las clases medias ilustradas y los tecnócratas de la economía y las ciencias sociales. ¿Llegará el día en que todos y todas…?
En suma, el diálogo social no puede ser jamás un fin en sí mismo, solo un instrumento para metas mayores y más ambiciosas. Por mucho que pronunciemos diálogo el conflicto social y la lucha de clases no decrecen ni un ápice. El que seamos incapaces de verlo no significa que no estén ahí. Como el coronavirus, nadie lo ha visto a simple vista pero matar mata. De eso no cabe duda.
Otrosí: cuando algo le viene mal a la CEOE muy probablemente le venga bastante bien a la inmensa mayoría. Pongamos todo nuestro empeño en tirar al cementerio de la Historia las reformas laborales del bipartidismo PP-PSOE. Contra Bruselas, contra la CEOE, contra el PP y Vox. Y contra Calviño. Y que no hablen los sindicatos con lengua calculada de serpiente: que hablen con claridad y que hablen a la inteligencia. Ya es hora de dejar atrás las palabras falsas de la tecnocracia. Que se vayan para siempre.