Arrimé al país en el 2012, el año más frío que recuerdo. Ese invierno el pueblo argentino juzgó a Videla y a otros acreedores de la muerte por apropiación de niños. Junto a un amigo del PC turco nos dirigimos a los juzgados sin siquiera prever el despliegue militante, la algarabía y la fiesta de la esperanza que se amasaba en las manos de lxs transeúntes. Fue inolvidable.
Recuerdo comprender la magnitud de los juicios tardíamente, por allá en el 2011 aun viviendo en Colombia, durante los mejores años del uribismo y por tanto, del proyecto paramilitar. Las revistas de las maestrías de Historia y Memoria de las universidades de acá llegaban a las manos de los estudiantes de humanidades de allá, donde los militares colombianos día a día practican con total impunidad la doble: unos días con las insignias del ejército, unas noches con la motosierra al hombro. Nos estaban matando, exiliando, Uribe contaba con el 75% de aprobación y en Argentina, el país de la Negra Sosa… ¡Se estaba juzgando a los militares! Era una revancha histórica magnífica, plenamente humana y humanitaria. Era creer ciegamente que todos los países nuestroamericanos, golpeados por la bota militar y la injerencia yanki, podían abrigar la esperanza de ver a esos monstruos sentados frente a la palestra de la historia, con el presente como epígrafe de una novela leída con los ojos emparchados de nuestras tierras. Algo así como la hora del pueblo.
Hace pocos días leí un artículo de Segato sobre el color de las cárceles, publicado en la revista liberal-progresista Nueva Sociedad. Cualquiera que conozca su literatura puede intuir a cabalidad de qué va el escrito. Lo realmente conmovedor fue la siguiente sentencia:
La «continuidad entre la reducción a la servidumbre y a la esclavitud del pasado y las cárceles del presente –continuidad que los insurrectos setentistas no consiguieron fracturar– hace posible la percepción naturalizada del sufrimiento y la muerte de los no blancos, algo que se presenta casi como una costumbre en las sociedades del Nuevo Mundo».
¿Viste cuando decís «qué palo al pedo»?
Bien podríamos recordarle a la investigadora el formato «de cárcel a cárcel» implementado -entre otrxs- por Alicia Eguren para comunicar a los presos de las dictaduras. O la carta a la junta militar escrita por Rodolfo Walsh. Incluso las denuncias de éste último sobre las mazmorras sionistas en territorio palestino, etc. Muchas cosas sobre las cárceles y los «setentistas» podríamos recordarle, sobre todo que la planificación de los sistemas penitenciarios en momentos de dictadura son gestionadas por proyectos represivos que hacen de cada centímetro del territorio nacional su propia cárcel, su propia tumba.
Entiendo que hay un afán por despegarse de una izquierda presumiblemente perimida y derrotada. No sé dónde estaba Segato en los 70s, pero sabemos dónde está en los 2000. Me pregunto si a pesar de la lucidez con la que escribe sobre las pedagogías violentas y patriarcales que hacen a las violaciones y femicidios, puede ella reconocer actores colectivos de las militancias en los entornos donde investiga. Lo pregunto porque leyéndola no encuentro referencia alguna sobre las organizaciones sociales que enfrentan la muerte, por ejemplo, en Ciudad Juárez, el epicentro de su famoso libro La Guerra contra las Mujeres. No lo encuentro. O soy una mala lectora (seguramente lo soy) o nos estamos acostumbrando al extractivismo intelectual de nuestras encumbradas e inapelables. No lo sé. Lo que sí sé es que los debates posibles hacen a las economías de saberes. Y en esa línea encuentro a una Jules Falquet escribir sobre las guerrilleras de El Salvador con la misma hipótesis anti militante. Y en esa, todas las académicas blancas que ven en las guerrilleras latinoamericanas algo así como la sombra de chabones con pollera, o a lo sumo las víctimas de su derrota.
Viniendo de los cafetales, la guerrilla más vieja del continente y toda la pirindonga; habiendo asumido las autocríticas de los delirios miliquetes de izquierda y de derecha, no puedo remedar, sin embargo, el enojo que me producen los abusos de poder en el falseamiento de nuestra memoria histórica. A Jules Falquet hay que ponerle en frente la memoria cierta de María Candelaria Navas, la mejor socióloga de El Salvador, que por ser de El Salvador no es best seller de la mediocridad radical (es decir, anti militante) de la Falquet. Después resolveremos si la radicalidad se basa en aislar la historia que no nos gusta para esgrimir soluciones mínimas, cómodas y sin contradicciones.
Como colombiana residente en Argentina también elijo una parte de la historia. Me quedo con el recuerdo del juicio a Videla. Y cuando digo esto quiero contarles que el recuerdo es la energía viva en las letras de un Walsh, de una Alicia Eguren, por una libertad que fue y será posible si hacemos de nuestra ética latinoamericana una fuerza digna, como digna es la búsqueda de la justicia social.
No habrá paz si los milicos asesinos no ocupan su lugar en la sociedad, o sea, un cadalso para enfriar sus pies. No habrá paz social si no subimos la autoestima y empezamos a leer a contrapelo de la desmemoria dirigida por el revanchismo límpido de la radicalidad encumbrada.
Aprender a señalar te dará tantos pappers como aplausos. Los pueblos decidirán qué y a quiénes recordar.
Mientras tanto ¡juicio y castigo A LOS RESPONSABLES!
En el blog de la autora https://historiaygeopolitica.wordpress.com/2020/05/27/juicio/