El llamado “barrio alto” de la capital chilena, de donde surge la elite gobernante, no acata las normas a pesar de los 9 mil muertos del conteo “paralelo” que se hace en el país.
La cuarentena total en que está sumergida la región Metropolitana de Santiago desde el 16 de mayo es casi una ficción. A pesar de las multas por transitar sin permisos o las insistentes imágenes en TV de carabineros devolviendo a sus casas a quienes no los poseen, en la práctica no son demasiado respetadas. Las filas para regularizar deudas en los bancos y comprar en los supermercados siguen siendo enormes, tanto como la cantidad de autos circulando inclusive bajo toque de queda. Porque en el Chile de Piñera, la economía es la prioridad y los certificados para circular para los trabajadores de las empresas han sido excepcionalmente generosos.
En las comunas más ricas de la capital chilena como Las Condes y Vitacura este relajo ante las normas es muy parecida a la del gobierno chileno, donde el propio presidente no respetó las medidas sanitarias ni de distancia social en el funeral de su tío sacerdote, Bernardino Piñera fallecido por covid-19 la semana pasada y con una investigación abierta por abuso sexual en el Vaticano. Incluso, cuando la noticia estalló, se intentó ocultar la causa de fallecimiento y se negó que hubieran más de 20 personas porque los músicos, que interpretaban a Bach, “no se cuentan”. Buena parte de los chilenos asumen como natural esta red de complicidades y ocultamientos: prácticamente la totalidad de la elite gobernante proviene de los mismos colegios católicos, universidades y barrios.
Sin embargo, el pasado lunes sucedió un pequeño hito: fue declarada admisible la primera querella contra Piñera y el exministro de salud Jaime Mañalich por cuasidelito de homicidio, presentada por el alcalde de la comuna de Recoleta, Daniel Jadue (PC) y justificada por las notorias negligencias en el manejo de la pandemia y que afectaron directamente a vecinos de la comuna, donde reside un gran número de inmigrantes y personas golpeadas por la cesantía.
Delivery y camiones a toda velocidad
Nada de esto, por supuesto, altera a la elite y su vida diaria. Aunque existen pequeños gestos como no cobrar por los estacionamientos de supermercados como el Jumbo del sector Lo Castillo (a un costo de unos 1300 pesos argentinos la hora aproximadamente) y tomar la temperatura al momento de ingresar; otros como el cercano Banco Estado ni siquiera solicita salvoconductos a sus clientes, ni menos refuerza la necesaria distancia social. En avenidas que conectan estos barrios como VI Centenario o Tobalaba se ven restaurantes y pizzerías abiertos, aunque reinventados en delivery con la ya clásica postal de decenas de motocicletas de reparto esperando por los pedidos. Y en Providencia, a nadie le sorprende demasiado que haya indigentes durmiendo y sin mascarilla.
Si en Santiago Centro, las calles son angostas y llenas de semáforos, en el sector alto, por su misma estructura de grandes avenidas y autopistas con tag —modelo californiano consolidado durante la dictadura— hacen que los conductores se envalentonen y superen los 160 kilómetros como sucedió durante los primeros días de la pandemia con carreras clandestinas que los carabineros no se atrevieron a fiscalizar. Ahora en cambio, a pesar de un auto volcado en plena rotonda Lo Curro, lo que más se ven son camiones que distribuyen desde alimento a materiales industriales porque la producción en la realidad no ha parado, al punto que el gobierno ha sido especialmente generoso en emitir salvoconductos a empresas que los trabajadores ocupan también para salir a comprar en la feria.
Los porfiados son los pobres
Mientras los voceros del gobierno o los conductores de televisión —que han tomado un activo rol como “eco” de las decisiones de Piñera— insisten en acusar de “porfiadas” a las personas, la verdad es que el comportamiento de los ricos en Chile deja mucho que desear.
Si en Semana Santa hubo al menos dos empresarios que junto a sus parejas violaron los “cordones sanitarios” para viajar a la costa; recientemente se reveló que el Club de Golf Lomas de La Dehesa, obliga a sus trabajadores a seguir manteniendo sus prados bajo una triquiñuela legal: un permiso para actividades agrícolas.
También está el caso de Fruna, gran fábrica de helados y confites de perfil popular (célebre por hacer versiones más baratas de galletas o chocolates) que tenía un jardín infantil funcionando ilegalmente y con permisos falsos, sólo para que sus trabajadoras pudieran seguir sirviendo a la empresa, lo que se suma a las denuncias de dirigentes sindicales sobre un brote de contagios en la empresa.
Un anti-cuarentena que da trabajo a adultos mayores
Una de las figuras de la elite que ejemplifican estos acomodamientos con la realidad es Juan Sutil, presidente de la CPC (Confederación de la Producción y el Comercio) y famoso opositor a subir impuestos a los súper ricos. Si a principios de la pandemia rechazaba la cuarentena argumentando que “si paralizamos todo nos convertiremos en el país más pobre de Latinoamérica”, ahora inesperadamente se pone del lado de los trabajadores. Pero bajo las condiciones del neoliberalismo chileno: la semana pasada se le ofreció trabajo públicamente en TV a un sereno (“Don Ricado”, 74 años) con hijo y esposa enfermo, recalcando que será después de la pandemia. Porque para la elite chilena, el modelo económico que tiene a mayores de setenta trabajando no es el problema.
Es que los ricos de Santiago —que en las encuestas prefieren autodefinirse como “clase media”— celebran su solidaridad, como es el caso del colegio Saint George que habilitó su gimnasio para albergar a unos 80 ciudadanos peruanos que, tras perder el trabajo, estaban durmiendo en frente al consulado de su país para presionar a su gobierno el envío de un avión. El mismo colegio, por cierto, donde se registró uno de los primeros brotes de covid-19 y todo indica que no hubo, al menos en un principio, acciones inmediatas de trazabilidad ni transparencia.
Porque en Chile la pandemia fue importada por una elite de vacaciones que sorteó los débiles protocolos del aeropuerto e incluso siguieron viajando, yendo al gimnasio o comprando en los numerosos malls de la ciudad, casos que provocaron la indignación pública y que, al gobierno, que confiaba tal como en Inglaterra de la “inmunidad de rebaño”, tenía sin cuidado.
Los efectos de esta cadena de irresponsabilidades como hemos visto son devastadores. Todo esto mientras el gobierno aún no se pone de acuerdo con el número de muertos: según el reporte oficial de este domingo son 5.509 fallecidos. Sin embargo, en el informe paralelo elaborado por el DEIS (Departamento de Estadísticas e Información de Salud) y que se entrega a la OMS y sólo es informado a los chilenos los fines de semana, el total de decesos desde principios de la pandemia y que incluye los casos sospechosos, pero sin confirmación de laboratorio, la cifra es de 8935 fallecidos. Una forma extremadamente enredada y poco transparente del gobierno para decir que Chile se acerca a los 9 mil muertos.