Comisiones Obreras y UGT informaron que, por impacto de la COVID-19, los despidos en el estado español durante marzo afectaron a cerca de un millón de trabajadores, la mayor parte temporales (el Gobierno señaló que ese mes se registró una caída de 833.979 afiliados a la seguridad social, sobre todo en la hostelería, la construcción, las actividades administrativas y los servicios auxiliares); además el Banco de España pronosticó que la tasa de paro podría situarse, a finales de 2020, en el 19,6% de la población activa.
Una caravana de automóviles, de 16 kilómetros, se desplazó el 28 de junio hasta Lugo en protesta por el despido de hasta 534 trabajadores de la fábrica de aluminio de San Cibrao (Cervo, Lugo), propiedad de la multinacional estadounidense Alcoa; además, la asamblea de trabajadores convocó el 1 de julio una huelga contra el ERE colectivo, a la que se adhirieron comercios de A Mariña (la empresa genera más de 2.000 empleos directos e indirectos en la comarca y representa el 30% del PIB provincial).
El pasado 28 de mayo Nissan anunció el cierre de las tres plantas automovilísticas de Barcelona, lo que afectará a 3.000 trabajadores y –de manera indirecta- a 25.000; ese día los obreros respondieron con una concentración en las instalaciones de Zona Franca, la quema de neumáticos y el corte de rutas (el 4 de mayo iniciaron una huelga indefinida). De este modo la multinacional japonesa pone fin a 40 años de presencia en la Zona Franca de Barcelona; el desembarco de Nissan se produjo en 1979, cuando adquirió el 36,5% de las acciones de Motor Ibérica, que estaban en manos de la firma canadiense Massey Fergusson.
¿Puede establecerse un hilo rojo en las luchas obreras? El 7 de agosto de 1976 los trabajadores de Motor Ibérica dieron por finalizada una huelga de más de tres meses, informó el diario El País, cuyo redactor se refería a un “conflicto masivo y abierto”, “que afectó a más de 3.500 obreros de las tres factorías que la empresa tiene en Pueblo Nuevo, Zona Franca y Moncada”; entre las principales reivindicaciones figuraba la readmisión de trabajadores despedidos en conflictos anteriores, detallaba El País. Uno de los episodios relevantes fue el encierro, durante un mes, de 300 mujeres e hijos de los huelguistas en la iglesia de Sant Andreu del Palomar (la protesta terminó con un desalojo violento por parte de la policía armada).
En el artículo Movimiento obrero y cambio político en España” (1956-1977), el historiador Xavier Domènech aporta el contexto: “La conflictividad obrera se disparó a partir de noviembre de 1975 y si durante ese año medio millón de trabajadores habían perdido 10 millones de horas de trabajo en conflicto, en 1976 esta cifra alcanzó a 3,5 millones de trabajadores, que perdieron 110 millones de horas de trabajo. España se situó a la cabeza de la conflictividad europea”.
La historiografía no era ajena a estos hechos, e indagaba en los antecedentes. En 1977 vio la luz el volumen Teoría y práctica del movimiento obrero en España (1900-1936); publicado por Fernando Torres Ed. y con edición a cargo del historiador Albert Balcells, la obra de 330 páginas se vinculaba a los trabajos del Departamento de Historia del Instituto Católico de Estudios Sociales de Barcelona, que organizó también –en el curso 1976-1977- un ciclo sobre historia del movimiento obrero en España. Según constataba Balcells, “el tratamiento riguroso y objetivo de esta temática despierta gran interés”; la compilación trataba de contribuir, además, a “esa cooperación científica que exige la historia total”.
Siete artículos integraban el libro, entre otros, Sobre la historia del pensamiento socialista entre 1930 y 1931, de Manuel Tuñón de Lara; Un análisis comparativo del movimiento obrero en España e Italia, de Edward Malefakis; El sindicalismo católico en España, de Casimir Martí; La primera etapa de la Unión General de Trabajadores (1888-1917), de Manuel Pérez Ledesma; y Nacionalisme català i reformisme social en els treballadors mercantils a Barcelona entre 1903 i 1939. El C.A.D.C.I., de Manuel Lladonosa y Joaquim Ferrer.
En el artículo La problemática de la mujer y el movimiento obrero en España, la investigadora irlandesa Mary Nash rastrea en lo que denomina “feminismo obrero”, que diferencia del “feminismo burgués” del primer tercio del siglo XX. Adopta como punto de partida los planteamientos feministas -a mediados del siglo XIX- de los seguidores de Fourier; pueden observarse, por ejemplo, en El Pensil de Iberia (1859), revista feminista gaditana clausurada -tras la publicación de seis números- por la denuncia del obispo de Cádiz al gobernador civil.
Obrera del textil, militante anarcosindicalista y cofundadora en 1891 de la Sociedad Autónoma de Mujeres de Barcelona, Teresa Claramunt (1862-1931) defendía que la mujer tenía que participar en las luchas sociales y por su propia emancipación; y era partidaria de constituir organizaciones feministas. Otra propuesta fue la de Federica Montseny, dirigente de la CNT y ministra durante la II República: “No consideró necesario la formación de una organización específicamente femenina dentro del movimiento libertario español”, subraya Nash. En abril de 1936 surgió en Madrid la organización anarcofeminista Mujeres Libres, cuya actividad se prolongó hasta el final de la guerra civil y llegó a contar con 20.000 afiliadas. Batallaron contra la “triple esclavitud”: como mujeres, por estar condenadas a la ignorancia y como productoras (también criticaban las prácticas incoherentes de los militantes libertarios respecto a la igualdad).
Autora en 1975 del libro Mujeres Libres. España (1936-1939), Mary Nash también aborda los debates, ideario y trabajo –por ejemplo, clases y conferencias- de los grupos de mujeres socialistas; y sobre todo –por ser la más influyente- de la Agrupación Femenina Socialista Madrileña, que ingresó en el PSOE en 1908. El reglamento de la agrupación, de 1910, tenía entre sus principios la educación de la mujer para ejercitar, según la doctrina socialista, sus derechos; y cooperar en la promulgación de leyes que beneficiaran el trabajo de las obreras y del niño.
En el campo teórico, la historiadora apunta la pluralidad de reflexiones. Margarita Nelken, diputada del PSOE durante la II República y afiliada al PCE en 1936, planteó que el feminismo había surgido, más que por ideales, por la necesidad de que las trabajadoras mejoraran su situación económica y por una legislación protectora (La condición social de la mujer en España, 1919); mientras que tal vez María Cambrils (1877-1939) adoptara un tono más reivindicativo en su obra Feminismo socialista (1925): “La prepotencia masculina supedita a la mujer como si fuera una cosa y no un ser humano acreedor (…) a todos los respetos y consideraciones”; una de las discrepancias más notorias se produjo respecto al derecho de voto femenino (Nelken se opuso a esta opción en 1931, ya que consideraba que las mujeres estaban muy influidas por la iglesia y los partidos derechistas). Por otra parte, en 1933 el PCE promovió la Agrupación de Mujeres Antifascistas (AMA), que durante el trienio de guerra alcanzó las 60.000 afiliadas.
José Carlos Mainer, profesor en las universidades de Barcelona y Zaragoza, colaboró en el volumen sobre teoría y práctica del movimiento obrero. En las Notas sobre la lectura obrera en España (1890-1930),el docente resaltó las colecciones populares de manuales, como las de Soler y Juan Gili en Barcelona, la “Biblioteca Popular Ilustrada” del impresor Estrada en Madrid y, principalmente, la valenciana Editorial Sempere (Darwin, Proudhon, Renan, Spencer, Schopenhauer); también las colecciones de novelas cortas –La novela de hoy (1922-1932) y La novela corta (1916-1925) entre otras muchas-, económicas y accesibles a un público muy amplio.
Las revistas libertarias (Natura y La Revista Blanca, a la que se vinculaba La Novela Ideal) publicaron trabajos de divulgación científica y literaria. A estas fórmulas se sumaron los calendarios y almanaques, sobre todo ligados a revistas y periódicos pero en otros casos independientes; “había socialistas, republicanos, federales, carlistas, católicos y hasta ‘independientes’”, subraya Mainer, que menciona el Calendario del Obrero para 1909, con el recuerdo de efemérides (el 1 de enero de 1820 la sublevación liberal de Riego), frases de Marx, Pablo Iglesias, Anselmo Lorenzo y Kropotkin o la reproducción de la Ley de Accidentes de Trabajo.
Otra aproximación posible a las lecturas obreras son los libros que ofrecían los periódicos en las campañas de suscripción. El catedrático e historiador de la literatura expone el caso de El Socialista, que en 1923 ofrecía a los lectores –con el fin de lanzar su editorial- 124 libros, de Marx, Kautsky, Lafargue, Jaurés, Kropotkin (Las palabras de un rebelde y Las prisiones), Pi y Margall, Pablo Iglesias o Julián Besteiro (en el apartado literario destacaban Víctor Hugo, Gorki y el socialista Juan Almela Meliá); además la publicación vendía retratos e himnos, como La Internacional y La Marsellesa.
En el campo anarquista, La Revista Blanca presentó en 1924 a los suscriptores 167 obras, de las que 85 eran de divulgación, filosofía y ciencia: del astrónomo Camille Flammarion; El hombre y la tierra, de Réclus; La demostración de la inexistencia de Dios, de Julio Carret; Dios y el Estado, de Bakunin; Hacia la unión libre, de Alfred Naquet; o La educación sexual, de Jean Marestan. Asimismo Mainer utiliza como fuente los catálogos de bibliotecas, como la del Ateneo Obrero de Gijón, que en 1917 incluía 2.283 títulos, la mayor parte de creación literaria. No sólo contaba con una muestra importante del regeneracionismo español (Joaquín Costa), también de los clásicos Cicerón y Plutarco; de Zola, Balzac, Tolstoi, Galdós, Clarín, Blasco Ibáñez, Baroja, Valle-Inclán y Unamuno; ocho obras de Schopenhauer y Renan, seis de Nietzsche y Kropotkin, y cinco de Marx.
Tras la destrucción de documentación en los años de la guerra y la imposibilidad de consultar –durante décadas- en los registros públicos, “desde marzo de 1976 la prensa cotidiana y las revistas del gran público recogen informaciones, editan entrevistas con supervivientes del movimiento confederal de la II República, o dan cuenta de actos vinculados con una suerte de resurrección libertaria”, explicaba el profesor de las universidades de Montevideo y Barcelona, Carlos M. Rama; fue el autor –en el libro de la editorial Torres- del artículo Estado actual de los estudios sobre el anarquismo español del siglo XX.
El año en que se publicó el texto (junio de 1976) vio la luz el volumen La ideología política del anarquismo español, 1868-1910, de José Álvarez Junco; o Las escuelas racionalistas en Cataluña (1909-1939), de Pere Solà; en 1973 Albert Balcells había publicado El arraigo del anarquismo en Cataluña; en 1974, Ariel editó la versión en castellano de Anarquismo y revolución en España (1930-1937), de John Brademas; Cuadernos de Ruedo Ibérico dedicó un suplemento al movimiento libertario español (348 páginas), con colaboraciones de Chomsky y James Stuart Christie; y se imprimió El año de la victoria, del periodista Eduardo de Guzmán.
En la España de los 70, concluye Carlos M. Rama, también fue posible la reedición de autores y militantes anarquistas como Anselmo Lorenzo, Federico Urales, Proudhon, Stirner, Archinof, Domela o Bakunin, en editoriales de Madrid (Ayuso, Alianza o ZYX) y Barcelona (Labor, Tusquets y Laia); a esto se agregaron las investigaciones universitarias –de carácter local o regional- a partir de periódicos y archivos personales.