El rompecabezas
Los tiempos recientes de la historia de Colombia han sido marcados por acontecimientos que a primera vista pueden parecer desconectados entre sí, pero que en realidad son las piezas del rompecabezas de un país que ha sido desde hace varias décadas la punta de lanza de la contrarrevolución continental, el portaviones del imperialismo norteamericano, o el «Israel de América», como le llaman otros.
Mientras se escribe este análisis, el 17 de agosto del año en curso, se anunció la firma de un nuevo acuerdo entre Colombia y Estado Unidos. Ese acuerdo se llama «Colombia Crece». Pero en realidad es el Nuevo Plan Colombia: un paquete de ayuda económica y militar, con el supuesto de ayudar en «el combate contra el narcotráfico y el terrorismo». En el acto estuvieron presentes: Craig Faller, jefe del Comando Sur de EE.UU.; Robert O’Brien, representante del Consejo de Seguridad Nacional —NSC, por sus siglas en inglés— y Philip Goldberg, Embajador de EE.UU. en Bogotá.
Las piezas del rompecabezas
La primera pieza fue la firma de un Acuerdo de Paz en 2016 entre el Gobierno de Colombia y las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia —FARC—, en aquel momento la mayor fuerza insurgente del país, lo que condujo a su desarme y desmovilización. Este acuerdo de paz suponía una reducción en los niveles de violencia en el país, en particular de la violencia política.
La segunda pieza ha sido precisamente el aumento dramático de la violencia política, marcada por el asesinato de líderes campesinos, indígenas, afros y defensores de los derechos humanos. Desde la firma de dicho acuerdo, han sido asesinados más de 1.000 líderes y activistas sociales. Una cifra mayor a 200 excombatientes de las FARC —que fueron amnistiados— también han sido asesinados. Han retornado las masacres, una práctica que se hizo común en la década de los noventa y los inicios de los 2000, pero que había desaparecido. Solo en la semana que transcurrió entre el 8 y el 14 de agosto ocurrieron tres masacres en el país. Todas contra jóvenes y perpetradas por organizaciones paramilitares. La más reciente ocurrió en el municipio de Samaniego, Nariño, en el sur de Colombia. En lo que va de este año, se han documentado 33 masacres.
La supuesta «paz» no allanó el camino a profundas transformaciones sociales, ni eliminó la violencia como forma de hacer política por los dominantes contra los sectores populares, sino que fue un retroceso en la correlación de fuerzas que benefició a los de siempre.
La tercera pieza es un movimiento social que a finales de 2019 vivía un momento de ascenso y acumulación de fuerzas. Durante un mes, entre el 21 de noviembre y el 21 de diciembre, se dio el Paro Nacional. Este agudizó la crisis de gobernabilidad y legitimidad del Gobierno ultraderechista de Iván Duque. Los acumulados de ese paro se proyectaban hacia un paro nacional indefinido para el 2020. La pandemia de la Covid-19 postergó esos planes y el confinamiento obligó al repliegue del movimiento social y popular. Pero la derecha, las Fuerzas Armadas y el gran capital no se replegaron. El bloque dominante aprovechó la coyuntura para aumentar la violencia y los asesinatos contra líderes y comunidades, impuso además nuevas medidas neoliberales e invitó a más militares yanquis para que se desplegaran dentro del país.
La pandemia no ha sido para Colombia ese hermoso «mundo nuevo» que cierta izquierda sueña sin tener que salir a pelear.
La cuarta pieza es el papel que ha jugado Colombia, como retaguardia del imperialismo norteamericano, para desestabilizar y sabotear a la Revolución Bolivariana de Venezuela con la finalidad de imponer un régimen favorable a sus intereses. Una serie de hechos así lo demuestran:
1. La llegada a Colombia, en enero del 2020, de una unidad de élite del Ejército de Estados Unidos para realizar ejercicios con tropas de élite de Colombia. Se trató de la 82 División Aerotransportada de Fort Bragg, junto con 40 miembros del Ejército del Comando Sur de EE.UU. con aviones C17, C130J y B52. Vale notar que militares brasileños estuvieron presentes como observadores.
2. La Operación Gedeón, en mayo del 2020, lanzada desde el norte de Colombia —La Guajira— es una operación mercenaria de EE.UU. y Colombia contra Venezuela. Los mercenarios fueron entrenados por la SilverCorp USA, una empresa mercenaria estadounidense.
3. La llegada, a inicios de julio del 2020, de 800 militares estadounidenses de una fuerza de élite —llamada Fuerza de Asistencia en Seguridad (SFAB, por sus siglas en inglés)— provenientes de operaciones especiales en Afganistán. Su misión en Colombia es ayudar a entrenar a las FF.AA. de Colombia y «colaborar en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo».
El contexto geopolítico
Para comprender cómo encajan las piezas y su relación entre ellas, hay que ubicar a Colombia en el contexto geopolítico y en un momento histórico marcado por una ofensiva del imperialismo, junto con las derechas latinoamericanas, en contra de los gobiernos de izquierda —de los que quedan muy pocos— y de cualquier opción de cambio o transformación presente o futura.
América Latina es, como ha sido en su historia, el espacio vital de recomposición de hegemonía de un imperio norteamericano en decadencia. No es el Medio Oriente, ni el Mar Meridional de China. Ha sido así desde su nacimiento. Alexander Hamilton, uno de los «padres fundadores», planteó que de la unión de las 13 colonias tendría que emerger un sistema capaz de controlar el Atlántico, para poder dominar las relaciones de poder entre el viejo y el nuevo mundo. En 1823, la Doctrina Monroe del Presidente James Monroe, consagraría esta idea con la frase infame: «América para los americanos». Desde entonces, el control del «patio trasero» ha representado la clave geopolítica cardinal de los planes de expansión y dominación imperialista de los EE.UU. Dicho de otra manera, los estrategas del imperialismo yanqui saben que no pueden contemplar el dominio mundial si no logran controlar su propia casa. En marzo del 2019, John Bolton —entonces asesor de Seguridad Nacional de la Administración Trump— dijo lo siguiente en referencia a Venezuela: «En esta administración no tenemos miedo de usar la frase `Doctrina Monroe´ […] este es un país de nuestro hemisferio».
Durante 18 años, desde la elección en Venezuela de Hugo Chávez —1998— hasta el Golpe Parlamentario contra Dilma Roussef en Brasil —2016—, América Latina y el Caribe vivieron un periodo histórico donde la mayoría de los países contaban con gobiernos progresistas o de izquierda. Durante este periodo se crearon nuevas arquitecturas regionales y continentales como el ALBA —2004—, PetroCaribe —2005—, UNASUR —2008— y CELAC —2010—; espacios de protagonismo político, económico y social sin la presencia de Estados Unidos o Canadá. El «Ministerio de Colonias» —la Organización de Estados Americanos— parecía perder fuerza y relevancia. El continente avanzó hacia una mayor independencia y soberanía, y la correlación de fuerzas se volvió marcadamente desfavorable para el imperialismo yanqui.
Empantanado en guerras sin fin e «inganables» en Afganistán e Iraq desde inicios de los 2000, habiendo iniciado una nueva aventura guerrerista en Siria —2011—, perdiendo hegemonía mundial ante el ascenso económico-militar de China y Rusia; la necesidad de recuperar el control y dominio del «patio trasero» se volvió una tarea estratégica de primer orden para los EE.UU.
Fue en ese contexto que el imperialismo determinó que era tiempo para una contraofensiva. La inauguró en 1999 con el Plan Colombia.
Plan Colombia: un plan contrainsurgente continental
Ya mencionamos que hace pocos días el Gobierno de Colombia y el de EE.UU. firmaron un acuerdo por un «Nuevo Plan Colombia». Por la mala fama que recibió el Plan Colombia original, le cambiaron el nombre a «Colombia Crece». Vale recordar que el Plan Colombia original, firmado entre los entonces presidentes Bill Clinton y Andrés Pastrana en 1999, fue presentado como «un plan para combatir al narcotráfico y promover alternativas de desarrollo en el país», pero que en realidad fue un paquete de ayuda militar contrainsurgente por un total de 10 billones de dólares, que duró 15 años.
El Plan Colombia se dio en paralelo con una ofensiva paramilitar por todo el país. Para ese momento, el paramilitarismo se había centralizado en un proyecto político-militar contrainsurgente bajo un mando único, adoptando el nombre Autodefensas Unidas de Colombia —AUC—. El Plan Colombia, en concierto con la ofensiva paramilitar, desataron horror y muerte con una intensidad pocas veces conocida en la historia de Colombia. Eran tiempos de tierra arrasada, masacres, asesinatos selectivos y violencia indiscriminada. Hubo un desplazamiento masivo de más de siete millones de campesinos y la concentración de 10 millones de hectáreas de tierras en manos de la oligarquía terrateniente.
Que el Plan Colombia surgiera el mismo año de la toma de posesión de Hugo Chávez no es casual. El senador republicano Paul Coverdale, uno de los principales autores intelectuales detrás del Plan Colombia, dijo lo siguiente en el año 2000: «Para proteger los intereses de EE.UU. en Venezuela, es necesario intervenir militarmente en Colombia». El propósito estratégico era claro: constituir a Colombia como una inmensa base, un portaviones gigantesco, desde el cual podría desplegarse la estrategia contrainsurgente continental.
El Plan Colombia logró una reingeniería de las FF.AA. colombianas, que habían sufrido grandes reveses a manos de la insurgencia en la década de los noventa. Se crearon nuevas unidades de combate contraguerrilla, fuerzas de tarea, fuerzas de despliegue rápido, batallones de alta montaña. Se compraron helicópteros y aviones de guerra, como los Huey-30, Blackhawk, MIG-17 rusos y los bombarderos Super Tucanos brasileños. Pero el salto más significativo fue el crecimiento del pie de fuerza del Ejército colombiano, que pasó de 300.000 en 2001 a más de 480.000 hombres en 2018. Es decir, Colombia, un país con 50 millones de habitantes y una extensión de 1.140.000 kilómetros cuadrados, cuenta con un ejército de casi medio millón de soldados. Para poner esta cifra en sus justas dimensiones, Brasil, con una población de 210 millones de habitantes y una extensión de 8.500.000 kilómetros cuadrados, tiene un ejército de 334.000 soldados. Es decir, Colombia, que cabe un poco más de siete veces dentro de Brasil y tiene una cuarta parte de su población, cuenta con un Ejército más grande.
La pregunta inevitable es: ¿Cuál es el propósito de un ejército de medio millón de soldados? ¿Solo combatir a las guerrillas, cuando una de ellas, hace cuatro años, entregó las armas y se desmovilizó?
Un ejército de medio millón de soldados no tiene el propósito exclusivo de combatir a la insurgencia armada, ya que en los mejores momentos los ejércitos guerrilleros combinados del ELN y las FARC no sumaban más de 30.000 hombres y mujeres. Es claro que el propósito de aquel enorme ejército va más allá de las fronteras de Colombia.
«Nuestro socio estratégico más importante en la región»
Diez años después del inicio del Plan Colombia se firmó entre Colombia y EE.UU. —Álvaro Uribe y Barack Obama como presidentes— un acuerdo que permitía el establecimiento de siete bases militares norteamericanas en territorio colombiano: Palanquero, Apiay, Bahía Málaga, Tolemaida, Malambo, Larandia y Cartagena. Pero el acuerdo también estipulaba que los militares estadounidenses podrían disponer de cualquier infraestructura de transporte y logística del país —como aeropuertos civiles— para realizar sus operaciones. La base de Palanquero —ubicada en el centro del país—, alberga una pista de aterrizaje adaptada para los aviones de carga militar que permite la proyección de estos aviones más allá de las fronteras de Colombia. La posición muy estratégica de esta base permite que el avión militar Boeing C-17 llegue a la mitad del continente sin tener que detenerse para abastecerse de combustible, lo que revela el objetivo real del tratado. En otras palabras, el país entero podría ser usado como base, como «un inmenso portaviones».
En 2018 el almirante Kurt W. Tidd, entonces comandante del Comando Sur, visitó Colombia. En esa ocasión afirmó que Colombia era «nuestro socio estratégico más importante en la región».
Cabeza de playa: una posición geoestratégica privilegiada
Para el imperialismo norteamericano Colombia reúne ventajas geoestratégicas —para fungir como la plataforma de control sobre Meso y Suramérica— que ningún otro país del continente posee: 1) tiene acceso a los dos océanos, 2) es una puerta al Gran Caribe y tiene proximidad al canal de Panamá, 3) posee una frontera compartida con Venezuela, 4) es una puerta de entrada a la gran Amazonía, y 5) es el país bisagra entre Centroamérica y América del Sur. Los anteriores son factores que han sido determinantes para constituir Colombia como el espacio idóneo desde el cual se puede lanzar la contrainsurgencia continental.
Violencia hacia adentro, agresión hacia fuera
Lo que conecta el aumento de la violencia política interna con las agresiones militares hacia fuera es la estrategia norteamericana de dominación continental. La posibilidad de que Colombia sirva de base contrainsurgente continental depende, en gran medida, de la capacidad del bloque dominante colombiano de contener y neutralizar —léase exterminar— a las resistencias internas y la oposición política. Quien no tiene su propia casa bajo control, no puede aspirar a controlar casas ajenas.
Esto explica la persistente guerra contra las resistencias comunitarias, contra los indígenas y afrocolombianos que se oponen a megaproyectos extractivistas o imposición de plantaciones de coca y amapola por parte de las mafias y los paramilitares.
También explica, en parte, el interés del régimen en negociar primero con las FARC y ahora con el ELN. El bloque dominante aspira a conseguir por vía de la mesa de negociaciones lo que no ha podido por medio de las balas: el desarme y la desmovilización de las insurgencias más antiguas y duraderas de Nuestra América.
Para el régimen dominante, la negociación de la paz, es una extensión de la guerra.
El imperialismo sabía bien que, ante cualquier agresión militar en contra de la Revolución bolivariana, unidades guerrilleras de las FARC y el ELN por su vocación internacionalista y bolivariana, cruzarían la frontera y entrarían a Venezuela a combatir al imperialismo junto a su pueblo.
Hay que comprender que la guerra en Colombia antecede a la existencia de las guerrillas. Para la clase dominante, la guerra ha sido desde hace más de 100 años la forma predilecta para lograr tres objetivos: 1) control territorial y de poblaciones, 2) acumular poder, y 3) acumular y concentrar riqueza. Es decir, la guerra es una parte estructural del proyecto de dominación del bloque dominante.
A sangre y fuego Colombia se convirtió en el país con más desplazados internos del mundo y se convirtió en el país más desigual de América Latina en distribución de la tierra. Hoy, el 1 por ciento de las fincas del país poseen el 81 por ciento de la tierra. Héctor Mondragón, economista colombiano y analista sobre asuntos del campesinado y la tierra lo explicó así: «En Colombia no hay desplazados porque hay guerra, hay guerra para que haya desplazados».
La guerra es el método de dominación y acumulación de riqueza del bloque dominante.
La negociación con las FARC
Las dos guerrillashistóricas, el Ejército de Liberación Nacional y las FARC, nacieron ambas en 1964. Durante más de 50 años, en Colombia existió lo que podría llamarse un «equilibrio estratégico». Ante el bloque oligárquico de poder se opuso lo que podría dominarse el «bloque insurgente-popular». Ninguno de los dos le ganaba la guerra al otro, pero la presencia de la insurgencia — que llegó a controlar más del 45 por ciento del territorio nacional— mantenía al país, desde una lógica de lucha de clases, en una situación de equilibrio estratégico. En el territorio controlado por la insurgencia armada no entraban las multinacionales extractivistas, se bloqueaba la presencia de paramilitarismo y tampoco entraban los militares yanquis.
El desarme y desmovilización de las FARC modificó de manera radical este panorama. La correlación de fuerzas entre el bloque oligárquico y el bloque insurgente-popular se inclinó marcadamente a favor del primero. La clase dominante, habiendo neutralizado uno de sus principales enemigos y sin el contrapeso de antes, se siente con la vía libre para hacer todo aquello que desea. Las FARC entregaron sus armas y cumplieron lo que pactaron. Pero el Estado no ha cumplido ni el 15 por ciento. Luego, aumentaron los asesinatos de los líderes y lideresas de la resistencia y la rebeldía comunitaria y social, al igual que los asesinatos de los excombatientes de las FARC. Los territorios históricos que ocupaban las FARC ahora han sido ocupados por el Ejército, por paramilitares y, más importante, por empresas multinacionales mineras y de agronegocios. Las FARC decidieron acabar su guerra contra el Estado, pero el Estado decidió continuar su guerra contra las FARC. Y contra todo el que se le oponía.
De los elementos del Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las FARC, tal vez el más importante era la Restitución de Tierras. Aquellos 10 millones de hectáreas que le fueron arrancadas al campesinado a sangre y fuego. El Gobierno no reconoció los 10 millones de hectáreas y al final se pactó una reforma agraria de restitución de tres millones y la formalización de títulos de propiedad de otros siete millones. Sobra decir que nada de esto se ha cumplido.
Resulta que, en Colombia, 30 años después del fin de la Guerra Fría aún se mantiene la doctrina militar de «Seguridad Nacional», de combatir al «enemigo interno». Durante las negociaciones tanto las FARC como el ELN insistieron en que habría que transformar la doctrina militar. El Gobierno colombiano respondió que la doctrina era intocable y se mantendría del mismo modo. Para el Estado colombiano y la clase dominante la guerra continúa, con o sin guerrilla.
La pandemia, la lucha de clases y la correlación de fuerzas
La pandemia de la Covid-19 y el confinamiento social le han servido al Terrorismo de Estado —utilizando sus herramientas paramilitares como las Águilas Negras, Autodefensas Gaitanistas de Colombia, Rastrojos, Clan del Golfo, etcétera— para intensificar su campaña de exterminio de líderes sociales y comunitarios y excombatientes de las FARC.
El Gobierno colombiano ha aprovechado el confinamiento y la inmovilidad social para gobernar por decreto. Los resultados más visibles son: el aumento de la militarización de la vida social, el aumento de la violencia política y la represión, la imposición de paquetazos neoliberales, la intensificación del extractivismo y explotación de recursos de la naturaleza, y una mayor precarización del trabajo y erosión de todos los derechos laborales.
Para la clase popular de Colombia hay más miedo de morir de hambre que morir de la enfermedad provocada por el coronavirus.
«Resistir no es aguantar»
El movimiento afrocolombiano del Cauca —suroccidente de Colombia— acuñó esa consigna hace unos años. De hecho, fue una mujer afrocolombiana, Francia Márquez —dirigente nacional del Proceso de Comunidades Negras, PCN—, una de las más fuertes organizaciones de Negros y Negras de toda Nuestra América quien la dijo. La frase cristaliza el sentimiento del conjunto del movimiento popular, los campesinos, indígenas y trabajador@s.
Resistir es una cosa, aguantar la ignominia es otra.
Mientras la sociedad obedecía las orientaciones del confinamiento, el Ejército, los paramilitares y el gran capital hicieron lo contrario. Las matanzas de afrocolombianos, indígenas, campesinos y líderes comunitarios aumentaban hasta alcanzar niveles insoportables. La ignominia superó la presión del confinamiento y, en el mes de junio del 2020, el movimiento social, étnico y popular dijo ¡BASTA! y tomó la decisión de movilizarse y marchar hacia la capital. Primero los indígenas y los afrocolombianos convocaron a una marcha desde el sur de Colombia —ciudad de Popayán— hasta Bogotá, un recorrido de más de 600 kilómetros, atravesando dos cordilleras. Luego se sumaron el movimiento social Congreso de los Pueblos y el nuevo partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común —FARC—. A la Marcha de la Dignidad se sumaron otras dos marchas: una, que partió desde la ciudad de Barrancabermeja en el centro-norte del país y se bautizó Marcha Comunera. La otra, que partió desde Gibraltar, en el norte de Santander —cerca de la frontera con Venezuela—, llamada Marcha Libertador. Las tres marchas coincidieron en Bogotá.
Las marchas no fueron grandes movilizaciones de masas, como fue el Paro Nacional del 2019 o como lo que se esperaba para el Paro Nacional Indefinido del 2020. Pero tuvieron su impacto en la subjetividad de la sociedad. Fueron actos de gran valentía en condiciones desfavorables y despejaron camino para los procesos de lucha venideros.
Los tiempos que vienen
En Colombia, como en el resto de Nuestra América, nos esperan tiempos en los que es necesaria la acumulación de fuerzas suficientes para modificar la correlación actual y confrontar al bloque de la oligarquía—con su Ejército de medio millón, sus paramilitares y sus soldados yanquis — .
La situación actual solo podrá ser revertida por la acción organizada del pueblo, con un proyecto y un horizonte estratégico de confluencia entre todos los sectores: urbanos y rurales, afros e indígenas. Lograrlo no es tarea fácil pues para ello habrá que superar sectarismos, prejuicios y hegemonismos. Para enfrentar el desafío, nos remitimos a las sabias palabras del padre y revolucionario colombiano Camilo Torres: «Hay que insistir en todo lo que nos une, y prescindir de todo lo que nos divide».
Pero también habrá que buscar formas creativas de superar la inmovilidad impuesta por el confinamiento de la pandemia.
El encierro sanitario no puede convertirse en un encierro político, porque —como ya se ha dicho— las fuerzas de la reacción y el imperialismo no han obedecido al confinamiento.
Es preciso superar la situación defensiva de repliegue en la que se encuentra el movimiento social y popular de Nuestra América y volver a recuperar la iniciativa política. Para ello, el trabajo por delante necesariamente debe ser de carácter internacionalista. Nadie en la región va a resolver por sí solo los grandes problemas que enfrentamos.
Ningún movimiento, organización o partido será capaz de superar la situación defensiva y reactiva en la que nos encontramos sin juntarse con otras y otros.
El trabajo coordinado del continente tendrá que ganar eficacia, superar la costumbre de solo tener encuentros, hacer pronunciamientos y denuncias. Tendrá que haber unidad en la acción, dentro de una visión estratégica que nos permita saber cuándo, cómo y dónde debemos concentrar nuestras fuerzas contra un enemigo común. Tendremos que aprender a mirar más allá de nuestras fronteras —tal como lo hace el imperialismo— y asumir que la victoria de cualquiera de nosotros que debilite a las oligarquías y al imperialismo es una victoria de todos.
El Che Guevara estando en Argelia en 1965 expuso la esencia de nuestra filosofía internacionalista:
«Y cada vez que un país se desgaja del árbol imperialista, se está ganando no solamente una batalla parcial contra el enemigo fundamental, sino también contribuyendo a su real debilitamiento y dando un paso hacia la victoria definitiva».
En palabras del padre Camilo Torres: «La lucha es larga, comencemos ya».
Bernardo Marín, militante social colombiano
Fuente: https://medium.com/la-tiza/colombia-en-el-rompecabezas-de-la-dominaci%C3%B3n-57b0778ee918