Agradecido con Yuri Serbolov, por inspirar ideas disruptivas.
“No eres una criatura humana en una aventura espiritual, sino una criatura espiritual en una aventura humana”. (Pierre Teilhard de Chardin).
Una de las patas de palo de las sociedades contemporáneas es la erosión sistemática de la espiritualidad. Y por espiritualidad no precisamente entendemos la vocación humana por el ejercicio de la praxis religiosa o la creencia en una deidad o ser supremo; aunque ambas se encuentran englobadas en aquella de una forma o de otra.
La espiritualidad remite a todos aquellos referentes simbólicos, éticos e intangibles que le otorgan sentido y contenido a la naturaleza humana y que solo pueden representarse a través de nociones o conceptos abstractos mediante los cuales se piensa, se siente, se fabula, se imagina, se emociona, o se despliega la capacidad intelectiva. No es una entidad opuesta a lo material o corporal, sino que se amalgama y ambos se realimentan hasta conformar un todo indivisible; más allá del paradigma cartesiano que tendió a separar a lo corporal de lo mental, a lo material de lo espiritual, a la naturaleza de la sociedad.
Justo en esta erosión sistemática de lo espiritual radica el colapso civilizatorio (https://bit.ly/3oUtPCV) que campea sin freno ante nuestros ojos, y que la misma pandemia desnuda de manera cruenta en su transcurrir. Con la crisis epidemiológica global, no solo enferma el organismo, sino que también el espíritu entra en terapia intensiva como esa dimensión abstracta del ser humano. Y es allí donde resulta preciso hacer un alto y no dar vuelta a la página de inmediato, pues estamos urgidos a pensar y repensar –más allá de toda ceremonialidad– en el carácter trivial que asume la vida en la era post-factual y de cara a la incertidumbre que asola a la humanidad.
Como lo relatamos en otros espacios, el colapso civilizatorio es, en efecto, político, económico, cultural, ambiental, teórico/filosófico, e ideológico. Pero, ante todo, es espiritual; y ello hace pender al ser humano de un hilo muy frágil que lo posiciona ante el desfiladero de su propia extinción tras privilegiar el ejercicio del individualismo hedonista, el social-conformismo y el mantra de lo monetario/material más allá de la satisfacción de las necesidades elementales.
La misma enfermedad del espíritu precedió a la pandemia y como humanidad no nos percatamos de ello. Ni asumimos que la erosión de esos referentes intangibles sitúa al ser humano en el extravío permanente y en el sendero de la autoinmolación como especie. Sin el cultivo de la espiritualidad, el ser humano sería incapaz de echar mano de la resiliencia, en tanto condición que le permite deconstruirse y rehacerse en medio de la adversidad y el desconcierto. La experiencia se nutre de crisis, pero éstas son vacías de aprendizaje si no persisten dosis espirituales. Pasan desapercibidas esas crisis y nos aplastan con su inercia y anquilosamiento.
Esta erosión de la espiritualidad es justo lo que abre paso al rayo galopante y devastador del miedo (https://bit.ly/39Adhuw) que inmoviliza y agranda la vulnerabilidad humana ante la pandemia. La debilidad del espíritu condujo a que millones de seres humanos no solo vivan presos del coronavirus SARS-CoV-2, sino a que también vivan prisioneros de este miedo que mutó de sensación a estado permanente. La gran reclusión es también eso: el miedo a sí mismos, el miedo a la incertidumbre, el miedo al futuro mediato o inmediato, el miedo al contagio, el miedo a la posibilidad de la muerte, el miedo a caer en las garras de la pobreza y la miseria, el miedo al desempleo, el miedo a la hambruna, el miedo al desconsuelo, el miedo a no despedir por última vez al familiar muerto, el miedo a no ser capaces de escapar de ese mismo miedo que nos recluye. Se trata de un miedo que se torna en psicopatologías como la angustia, la impotencia, la ansiedad, la tristeza, la depresión, entre otras. Si el sistema inmunitario de la espiritualidad tiene bajas sus defensas, entonces la propensión a enfermar de la mente y del cuerpo se desborda. De ahí que lo espiritual sea sinónimo de liberación en tiempos de asedio, dolor, sufrimiento e incertidumbre.
El inmediatismo –que va de la mano del consumismo y de la misma ignorancia tecnologizada (https://bit.ly/3hkKJXa)– eclipsa toda posibilidad de reparar en el espíritu. Es más, lo nulifica, lo diezma, lo torna en una pieza de museo y en algo obsoleto y fútil. El mismo inmediatismo conduce a pensar que la causa última de las distintas crisis que padecemos es un agente patógeno microscópico, cuando este virus –en realidad– es la manifestación aparente de algo más profundo que está en la génesis de ese colapso civilizatorio de amplias magnitudes que es invisibilizado, encubierto y silenciado por la construcción mediática del coronavirus (https://bit.ly/2VOOQSu) que hace del miedo el principal mecanismo de control social, de segregación, y de causa de muerte.
En medio del látigo de la pandemia, la lucha se despliega en torno a la “normalización de la muerte”; y la pobreza en estos tiempos atraviesa el sendero de la invisibilización. La pobreza es una enfermedad que se potencia con la pandemia, pero los efectos negativos y los principales náufragos de ésta solo se comprenden con la expansión de la pauperización social y la desigualdad. La pobreza impide el tratamiento del virus tras el contagio y, a su vez, segrega de toda posibilidad de atención y cuidados. La misma erosión del espíritu supone la indiferencia y el negacionismo en torno a una realidad donde la pobreza mata a millones de seres humanos al año como consecuencia de las hambrunas, infecciones estomacales derivadas del uso de agua no potable, gripes mal tratadas y otros padecimientos agravados por la falta de recursos y acceso a los cuidados básicos en los sistemas de salud desmantelados. Entonces el dolor y la pobreza que lo gesta se rigen por la simultaneidad y por su irradiación global. En medio de la era post-factual aflora la incredulidad y la desconfianza; y ello contribuye a una mayor expansión del virus en medio de la soledad de los individuos, así como a debilitar los lazos y la cohesión social. Entonces esta erosión de la espiritualidad entrelaza una pandemia de dolor/vulnerabilidad, una pandemia de pobreza y una pandemia por Covid-19.
Si la formación de la cultura ciudadana no se nutre de la espiritualidad, será vaciada de sustancia y deambulará en la simple apariencia. Solo esos referentes éticos profundos atenderán esas otras enfermedades que no son visibles ante nuestros ojos. La pandemia desnudó múltiples riesgos y crisis de distinta índole, pero sin el principio rector de la esperanza –del pensamiento utópico (https://bit.ly/2AAktYI), como se mencionó en otro espacio– la humanidad no solo continuará extraviada ideológicamente y mutilada en sus capacidades para imaginar el futuro, sino también vaciada de toda mínima esencia espiritual que le oriente en su pensar, sentir, actuar y proceder.
Isaac Enríquez Pérez, Investigador, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.