El feminismo ha adquirido una nueva relevancia sociopolítica y cultural, particularmente en España. Incluso se habla de otra ola feminista, la cuarta, por perfilar sus características específicas.
La reactivación feminista, con su dinámica expresiva, sus objetivos y sus procesos identificadores, en sus distintos niveles, ha cobrado una nueva dimensión los últimos años. Tiene un gran impacto en los ámbitos político-institucionales y culturales, en la transformación y legitimidad de los distintos actores, así como en la conformación de una dinámica más amplia y multidimensional de cambio de progreso frente a las tendencias machistas (o patriarcales). La acción por la igualdad y la emancipación femenina se enfrenta a la discriminación, la desigualdad y la dominación de las mujeres, así como a los factores estructurales e institucionales que las mantienen, en particular a las tendencias conservadoras, reaccionarias o autoritarias.
El feminismo como sujeto social
Los fundamentos de la subordinación femenina están claros: gravedad de las desigualdades sociales, laborales y de estatus, con desventaja para las mujeres; persistencia de la violencia y las coacciones machistas, con mayor dependencia e inseguridad para ellas; insuficiente reconocimiento de las libertades para desarrollar las distintas opciones vitales, sexuales o de género. Constituyen los tres ejes fundamentales expresados en la actual ola feminista: por la igualdad social, económico-laboral y relacional o de estatus de las mujeres; contra la presión y las agresiones machistas, y por la emancipación y la capacidad de decisión sobre sus trayectorias y preferencias personales.
Los contextos sociopolítico-cultural y económico-laboral están bien definidos. Primero, amplio y duradero descontento feminista y popular, convertido en activación cívica masiva a partir de 2018 y, especialmente, entre las mujeres jóvenes que han profundizado su identificación feminista. Todo ello como respuesta cívica y solidaria ante la incapacidad de las élites gobernantes y las principales políticas institucionales para superar esas lacras, sobre todo durante el Gobierno anterior del Partido Popular de M. Rajoy. Pero también, por las insuficiencias de la normativa, la gestión y el entramado institucional impulsados en la época anterior por el Ejecutivo socialista de R. Zapatero. Así, la Ley de igualdad y La ley contra la violencia machista, desde hace quince años, tuvieron un efecto inicial positivo de sensibilización feminista, pero han sido incapaces de garantizar un cambio real en esas condiciones de subordinación y desventaja de las mujeres, quedando en el formalismo retórico, con ausencia de políticas preventivas y sustantivas, y el punitivismo contraproducente. Sus procesos legitimadores se han agotado y exigen un nuevo impulso transformador.
Al mismo tiempo, desde el reaccionarismo ultraconservador aparecen nuevos riesgos de involución sociocultural respecto de la relativa posición social igualitaria conseguida, así como nuevas desventajas derivadas del sobreesfuerzo exigido a las mujeres en el ámbito laboral y de los cuidados. Esas reacciones se producen, precisamente, ante los amplios avances democrático-igualitarios en las relaciones interpersonales y las mentalidades, así como ante las nuevas exigencias de un cambio real y sustantivo por la igualdad y la libertad de las mujeres, reforzado por un amplio campo progresista. El choque de expectativas, principalmente entre las jóvenes, desde una cultura democrática e igualitaria y con dinámicas reales desventajosas es evidente. Es la base del malestar, la indignación y la activación feminista.
Este marco sociopolítico y de legitimidad de la acción cívica feminista, está conectado con el empeoramiento del contexto socioeconómico y la precarización del empleo esta década por las crisis socioeconómicas y las políticas de recortes sociales, laborales y servicios públicos, que han debilitado la protección social pública y el empleo decente, ahora agravados por la crisis sanitaria. Ello genera un incremento del sobreesfuerzo femenino en la gestión de los cuidados y la reproducción vital, así como mayores consecuencias negativas en el ámbito laboral-profesional, sus condiciones de vida y su estatus público, lo que ha perjudicado especialmente a las mujeres de las capas populares y, particularmente, a las jóvenes con mayor incertidumbre para sus proyectos vitales.
Por último, esta activación y concienciación feministas tiene fundamentos sólidos, aunque con distintos niveles de compromiso y pertenencia. Según diversas investigaciones (ver mi libro Identidades feministas y teoría crítica), conviene distinguir tres niveles de identificación feminista: Uno, más de la mitad de las mujeres y de la gente joven así como un tercio de varones tienen conciencia feminista y avalan sus principales objetivos igualitarios; dos, varios millones (entre tres y cuatro) de personas, mayoría mujeres, participan de alguna forma (individual y/o colectiva) en esa activación feminista, más o menos descentralizada o de conjunto, y se consideran identificadas con el movimiento feminista en sentido amplio o, bien, se muestran solidarias con las grandes movilizaciones feministas y sus objetivos (8 de marzo, 25-N o grandes campañas); tres, varios centenares de miles de activistas, incluido en los ámbitos institucional, para-institucional y de grupos y redes sociales, muy heterogéneos entre sí, con una participación más estable, comprometida e identificadora.
Esta situación de discriminación, así como la experiencia compartida de movilización cívica ha generado, está generando, una identificación individual y colectiva que conlleva el sentido de pertenencia. El movimiento feminista, como masivo y democrático movimiento social, ha conformado y fortalecido una positiva y solidaria identidad feminista, a diferenciar de la estricta identidad de género. La activación de la acción feminista estos últimos tres años ha expresado un proceso sociopolítico y cultural de identificación igualitario, emancipador, inclusivo, popular, interseccional e integrador.
La identidad feminista, como proceso relacional solidario, no se opone a una identidad o sentido de pertenencia más amplia, de ciudadanía o ser humano, es decir, con componentes universales. Depende de los lazos comunes existentes y su persistencia, así como de su diversidad de pertenencias, su combinación y la conformación de una identidad múltiple o compleja.
Esta multidimensionalidad identitaria se forma en cada sujeto real con un nuevo, específico y cambiante equilibrio entre las distintas identidades parciales con variadas combinaciones según los contextos relacionales y junto con otras identidades o valores cívicos transversales. Además, los procesos identitarios pueden ser más o menos inclusivos, densos, mixtos e interactivos, junto con otras características más universales o cívicas. Es positivo un feminismo fuerte y crítico, con sus rasgos identitarios igualitarios, emancipadores y solidarios en conexión con otras dinámicas populares por una transformación progresista de la sociedad.
Tres feminismos
En distintos análisis esquemáticos sobre las sensibilidades internas en el feminismo se establecen dos corrientes en torno a la identidad ‘mujer’: una, llamada ilustrada (esencialista, elitista, homogénea y excluyente), y otra, llamada diversa (postmoderna, popular e inclusiva). No obstante, a mi modo de ver, más allá de las etiquetas, hay una simplificación. La realidad es más compleja pero, sobre todo, el enfoque es insatisfactorio: el eje central para definir el sujeto sociopolítico debe ser la identidad ‘feminista’ no la identidad mujer como identidad de género; en ese sentido cobra una mayor importancia un enfoque relacional y sociohistórico de los procesos participativos de identificación con la causa de la igualdad y la liberación de las mujeres. Por supuesto, debe ser interseccional y en colaboración con otros procesos igualitarios y emancipadores, en particular, por ser el aliado más próximo, con los colectivos LGTBI. Además se producen situaciones mixtas, eclécticas o intermedias entre distintos espacios feministas y en el interior de estos, a veces con una alta variabilidad en diferentes contextos, personas y grupos.
La corriente ilustrada que, a veces, es llamada feminismo institucional no es solo ni principalmente la pequeña élite académica socialista que, en los últimos años ha cogido una deriva esencialista y prepotente frente al feminismo crítico y popular y el feminismo posmoderno, sino una tendencia plural defensora de los derechos y la igualdad de las mujeres. Por tanto, no conviene desacreditar todas las experiencias y fundamentos liberadores e igualitarios de la trayectoria dominante en el feminismo en estos más de dos siglos. Esa crítica de elitismo esencialista y excluyente se podría achacar a un sector determinista que utiliza retóricas contradictorias por la igualdad (formal) y por la diferencia entre los sexos, desde un enfoque mecanicista, ya sea estructuralista o biológico.
No obstante, otro sector histórico y actual participa de una tradición por la igualdad real y es popular e inclusivo. Además, acepta la diversidad en forma de pluralidad real, sobre todo, respecto de la clase social, la raza y la opción sexual; se trata del grueso del feminismo crítico e igualitario, dominante en el feminismo popular y de base en España desde la Transición o el feminismo interseccional del 99% como lo denominan personalidades como la anticapitalista y crítica Nancy Fraser. El énfasis en lo nuevo no debe desconsiderar las mejores tradiciones democrático-emancipadoras del feminismo, aún con sus insuficiencias y límites, según sus contextos históricos, sociales y culturales.
Lo más problemático de ambos esquematismos valorativos, determinista y posestructuralista, es que desconsideran la tradición igualitaria y transformadora. Para la actual élite esencialista, que mejor defino como socioliberal por su limitado impacto transformador, no existe un feminismo crítico, popular, igualitario y emancipador, es decir, de cambio relacional y cultural por la igualdad y la libertad reales de las mujeres. Se quedan en algo de la retórica que han utilizado, apropiándose del discurso de la igualdad, quedándose en lo formalista.
Para las élites posmodernas, más heterogéneas entre sí, una vez tergiversada esa experiencia ilustrada, al tomar una parte por el todo, es más fácil contraponer su discurso de la diferencia y/o posestructuralista, con peso en la tercera ola de los años noventa. Así, bajo el paraguas de la descalificación del feminismo de la igualdad, al que asocia con la razón o el determinismo biologicista, anula las aportaciones igualitarias y transformadoras, con sus fundamentos sociales y su subjetividad, cuya representación queda invisibilizada.
Se produce una convergencia, coincidiendo ambos tipos de élites, socioliberales y posmodernas, en la infravaloración de la realidad desventajosa de las mujeres y la acción cívica transformadora de las relaciones sociales desiguales y dominadoras. Sin embargo, la amplia tendencia realista, social, transformadora y crítica supera a las demás corrientes: liberales o deterministas y posestructuralistas.
La tradición transformadora progresista del feminismo
La realidad histórica nos dice que existe un feminismo crítico e igualitario desde la primera ola (desde mitad del siglo XVIII, el siglo XIX y primeros del XX) y la segunda ola (años sesenta y setenta), más o menos conocido como tendencia igualitaria y emancipadora. Incluso en esas primeras olas los cambios de los derechos formales o legislativos (igual que el liberalismo político progresista) tenían un componente transformador de las relaciones desiguales (patriarcales) civiles, familiares, de acceso educativo y por la participación y representación sociales y políticas, como la paridad representativa de ahora. No era solo un feminismo liberal o ilustrado en el sentido actual de retórico, formalista y elitista, sino que ese igualitarismo era fundamental y sustantivo, combinado con corrientes de izquierda transformadora (socialistas, anarquistas y marxistas), con un compromiso activista solidario y en confrontación unitaria frente al machismo y conservadurismo imperante y hegemónico.
Dicho de otra forma, el feminismo liberal de las dos primeras olas, con su igualitarismo normativo, era bastante radical y transformador, dado el gran peso conservador y patriarcal y la gran opresión y discriminación femenina y su impacto en normas y costumbres. Es importante considerar a todo ese feminismo histórico de la igualdad (liberal y de izquierdas), sin confundirlo con el pretexto de los límites del feminismo socioliberal actual de las elites feministas socialistas de estas décadas pasadas o el feminismo neoliberal seudo progresista (aunque contenga componentes posmodernos).
Incluso las aportaciones del feminismo institucional socialista, con su posibilismo reformista, también contribuyeron al cambio de mentalidades y a algunas reformas (limitadas) antedichas, aunque con sus elementos contraproducentes, particularmente dos. Por un lado, su ventajismo o prepotencia institucional frente al conglomerado del movimiento feminista de base de la tercera y, sobre todo, el de cuarta ola actual. Por otro lado, su posibilismo político-cultural que tiende a consensos con las derechas, por ejemplo, con su tendencia hacia el punitivismo y la inacción transformadora real.
Además, el feminismo popular o de base tiene dos tendencias: la posmoderna o de la diferencia, y la transformadora o igualitaria; esta última, que denomino feminismo crítico es la que mayoritariamente se ha expresado en los últimos procesos identificadores feministas y, seguramente, en el activismo organizado que ha promovido las grandes movilizaciones de estos últimos tres años.
Discrepancias y tensiones en el feminismo
El conflicto interno en el feminismo se produce entre las tres principales corrientes feministas (y en el interior de ellas), particularmente entre sus diversas representaciones: el feminismo socioliberal, formalista, elitista, esencialista; el postmoderno o cultural, que llega a cierta difuminación del sujeto feminista como actor sociopolítico relevante contra la desigualdad real y la dominación y sustituido por un conglomerado postfeminista o postfundacional, y el crítico, popular y transformador, plural y unitario por la igualdad y la libertad… de las mujeres, con especial preocupación por algunos colectivos de especial discriminación y en alianza con los colectivos LGTBI.
El feminismo llamado ilustrado, en esta época, se puede asimilar al feminismo socioliberal, retórico y culturalista, es decir, que no ha avanzado realmente en la igualdad y la emancipación de las mujeres concretas. Se expresa con mucho artefacto racionalista desde sus posiciones académicas, pero ello no debe llevar a infravalorar la razón, la teoría feminista o la reflexión crítica. El conflicto también se realiza en ese plano teórico y de legitimidad cultural y de ideas; se debe hacer una crítica de su gestión hegemónica en lo institucional y académico, en particular, los límites de las leyes contra la violencia machista y por la igualdad y su deriva punitivista, puritana y formalista.
Uno de sus objetivos fundamentales es conservar sus privilegios de poder institucional e ideológico, académico y mediático, escondiendo sus responsabilidades en la raquítica gestión de ‘su’ feminismo, incapaz de aportar avances sustantivos para las mujeres. Su pugna de fondo es contra la exigencia y el sentido de las movilizaciones feministas y su reactivación cívica, así como frente a las agrupaciones transformadoras e igualitarias y sus procesos identificadores por el cambio feminista real. Su interés es frenar la tendencia variada a la recomposición de las élites y discursos feministas que están desplazando su posición hegemonista y sus correspondientes privilegios.
Además, el foco mediático lo agrandan considerando el apoyo político que le proporciona el consenso de las derechas para diluir una dinámica auténticamente transformadora. Por un lado, con su punitivismo distorsionan la acción frente a las violencias machistas relegando las mejoras preventivas, educativas y estructurales en la igualdad relacional. Por otro lado, con su puritanismo y rigidez normativa frenan los avances por la libertad sexual y de género.
En este contexto del movimiento feminista desaparecen los puntos comunes de combatir el patriarcado y el autoritarismo reaccionario, todavía muy importante en las derechas y las estructuras de poder, que impiden el avance de la situación y los derechos de las mujeres. El feminismo socioliberal y determinista pone el acento en combatir las tendencias igualitarias y emancipadoras, supuestamente izquierdistas o pasionales, instrumentalizando la aparente autoridad de erigirse en las auténticas representantes de las mujeres. Esa es la explicación de su deriva esencialista y prepotente: una reacción sectaria y corporativa ante su pérdida de credibilidad, influencia y posiciones de privilegio.
Por otro lado, desde el campo postmoderno, la crispada pugna por el liderazgo, solo se suele producir a través de una oposición hacia un aspecto cultural parcial del feminismo institucional o socioliberal: su concepción esencialista de mujer, sin valorar su posición sustantiva de fondo, la antedicha de no defender de forma contundente el avance real de las mujeres. Se fija en lo instrumental y discursivo: su ofensiva mediática o guerra cultural, contra aspectos defendidos por ese feminismo postmoderno (y más sectores feministas críticos), legítimos, como la defensa de los derechos de prostitutas y personas trans, pero que constituyen una parte de las problemáticas feministas que afectan al conjunto de mujeres y colectivos LGTBI.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid (Autor del libro Identidades feministas y teoría crítica)
@antonioantonUAM