Cuarta entrega de la serie El «Triángulo de las Bermudas» por el que navega Cuba. Acumulación de problemas propios, doble filo del bloqueo y reflujo de la izquierda latinoamericana.
Ni Marx, ni Engels, ni Lenin concibieron que la revolución comunista ocurriera en un solo país. Cuando triunfa la Revolución de Octubre los bolcheviques creen haber roto el «eslabón más débil de la cadena» del capitalismo, tras el cual se romperían el resto de los «eslabones europeos», en especial los «eslabones más fuertes», que irían en su ayuda. La expulsión de los ejércitos nazi‑fascistas de los países de Europa Oriental ocupados durante la Segunda Guerra Mundial, unida a la inmediata colocación de los partidos comunistas en los gobiernos de la región, quebraron el encierro «en un solo país» de la «construcción del socialismo y avance hacia el comunismo» de la URSS, pero ni esos eran procesos autóctonos, excepto en Yugoeslavia, ni esos eran los países más desarrollados del Viejo Continente, ni la «matriz» injertada en ellos era buena.
La República Popular China, que a partir de su ruptura con la URSS, entre finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, asume la construcción del socialismo en un solo (y gigantesco) país, y que desde 1978 desarrolla su economía mediante una creciente apertura al capital extranjero y nacional, encontró que, al convertirse en potencia competidora aventajada del bloque imperialista, también se convirtió en blanco de una creciente guerra comercial y política.
Uno de los principales desafíos de Cuba es cómo enfrentar la «nueva carencia» de un espacio solidario de concertación política e integración económica.
Construir el socialismo en un solo país, por añadidura, en un país pequeño, pobre, con pocos recursos naturales, azotado por huracanes, subdesarrollado, bloqueado y ubicado a solo 90 millas de su agresor, el imperialismo más poderoso del planeta, que le quiere imponer un «cambio de régimen» mediante el «hard power», el «soft power» o el «smart power», es una tarea que solo se acomete si se dan tres condiciones: 1) si no hay alternativa inmediata; 2) si se vislumbra una alternativa a corto o mediano plazo; y, 3) si se elabora y ejecuta una estrategia para lograr que la alternativa se haga realidad. Es obvio que la batalla por el levantamiento del bloqueo estadounidense tiene que ser un pilar de esa estrategia, pero: ¿no faltaría otro pilar? ¿Una relación «normal» con los Estados Unidos sería suficiente para pasar de la defensa de la patria, la revolución y las conquistas del socialismo, a la edificación plena de la nueva sociedad?
En la Cuba de hoy, el corto o mediano plazo para «construir el socialismo en un solo país» no empieza a contarse «de cero»: tiene sesenta y un años de historia previa de ejercicios de prueba y error, durante los cuales ya pasó por un período (1986/1991‑2004) en el que no había otra alternativa que la defensa de las conquistas del socialismo. Luchar por el levantamiento del bloqueo es imprescindible para normalizar las relaciones económicas y comerciales con los Estados Unidos y el resto del mundo, pero insuficiente para edificar a plenitud la sociedad emancipada del futuro. En un solo país como Cuba, la tarea es salvar la patria, la revolución y el socialismo, con la convicción que, como dice un refrán: ya vendrán tiempos mejores. Los tiempos mejores no vendrán producto de la revolución proletaria mundial que el Manifiesto del Partido Comunista planteó como resultado deseable de la Revolución europea de 1848, como tampoco la sociedad emancipada llegará a ser el sueño icariano,[1] en el que Marx se inspiró para elaborar esa obra monumental, pero sí pueden venir tiempos mejores en el mundo multipolar cuya consolidación el imperialismo norteamericano se empeña en evitar a toda costa. En ese mundo multipolar, una América Latina y un Caribe con mayor capacidad, voluntad y decisión de concertar e integrarse que la demostrada en las décadas de 2000 y 2010, podría ser suficiente para que Cuba «haga la tarea», inspirada en los sueños de Martí, Marx, Engels, Lenin y Fidel.
Por el momento, de manera semejante a como lo hizo a raíz del colapso de la URSS y el CAME,
la Revolución cubana tiene que seguir defendiendo el socialismo en un solo país, pero a mediano o largo plazo necesita insertarse en un espacio solidario de concertación política e integración económica.
Por complejo que en la actualidad sea el panorama continental, América Latina y el Caribe es la única región del mundo con la que Cuba puede forjar una nueva familia solidaria. Por eso el futuro de Cuba dependerá de la emancipación del subcontinente, tanto como la emancipación del subcontinente dependerá del futuro de Cuba. Este ha de ser el principio cardinal de la política exterior y las relaciones exteriores de Cuba, porque es el único modo de crear:
1. un mapa político continental que compulse a los Estados Unidos a desarrollar y a concluir un proceso de normalización de las relaciones entre ambas naciones, que conduzca al levantamiento total y efectivo del bloqueo, y que también sea un potente elemento disuasivo contra las estrategias posbloqueo de «cambio de régimen» mediante el «soft power», el «smart power» o el «hard power»;
2. una nueva familia solidaria entre cuyos miembros se afiance una relación fraternal de concertación política, integración económica, colaboración y cooperación en las más diversas esferas, y de defensa de los intereses individuales y colectivos de los pueblos frente a cualquier amenaza u acción hostil de poderes extra regionales; y,
3. un espacio de intercambio franco y respetuoso en el que Cuba socialice sus experiencias sobre la relación entre gobierno y poder, y sobre la necesidad de que el poder sea resiliente a toda prueba, y las fuerzas populares de América Latina y el Caribe socialicen con ella las suyas sobre cómo convertir la diversidad social y política en fuerza social y política, cómo construir colectivamente nuevos conocimientos y posicionamientos políticos, y cómo conducir procesos participativos de concertación, construcción y renovación de la unidad social y nacional.
Requisito indispensable es que las relaciones de Cuba sean con gobiernos populares que triunfen por sus propios medios, con sus propios métodos y con sus propias fuerzas. El desarrollo de las relaciones de la Revolución cubana con las fuerzas populares del mundo en general, y las de América Latina y el Caribe en particular, es y seguirá siendo sin injerencia alguna en los asuntos internos de otras naciones, aunque algunas naciones no cesan su injerencia en los asuntos internos de Cuba. Sin injerencia es y seguirá siendo, a menos que, por ejemplo, se considere «injerencia» que una mujer cubana, a título personal o en nombre de la Federación de Mujeres Cubanas, reclame en un evento internacional el cese la impunidad de los asesinos de Berta Cáceres. ¿Es esto una injerencia? ¿Es una injerencia del Estado cubano?
No tiene sentido hablar de «injerencia», ni hay posibilidad válida de «injerencia» de Cuba en los asuntos internos de otras naciones de América Latina y el Caribe, ni en los asuntos internos de los movimientos sociales populares y/o de las fuerzas políticas de izquierda y progresistas de la región. Hace más de tres décadas que ni la forma de lucha mediante la cual la Revolución cubana conquistó el poder, ni el sistema político de partido único que estableció para ejercer el poder son viables en otros países, ni referente de sector alguno de las fuerzas populares latinoamericanas y caribeñas. Durante esas tres décadas, en la actualidad y en el futuro previsible, las formas de lucha predominantes son la lucha social, la lucha política y la lucha electoral, con el fin de realizar, o una reforma social progresista, o una transformación social revolucionaria. Con otras palabras, la forma de lucha acorde a los tiempos es la guerra gramsciana de posiciones, de la cual Cuba carece de know-how y de recursos materiales o inmateriales que aportar porque ese no es su sistema político.
Sería absurdo concebir una injerencia de Cuba mediante financiamiento o manipulación de campañas y/o procesos electorales en otros países. Cuba no dispone de recursos ni de medios para ello. Son los enemigos de Cuba y de las fuerzas populares del continente, los que controlan Internet, las redes sociales, los bancos, los mecanismos para transferir fondos, evadir impuestos, lavar dinero y financiar la desestabilización, la guerra mediática, la guerra jurídica, la guerra parlamentaria y otras guerras. Son ellos quienes monopolizan los medios y los recursos para cometer todo tipo de injerencia en los asuntos internos de las naciones, y bien conocido es que los emplean de manera grosera y constante.
Y si bien Cuba no puede cometer, ni debe cometer, ni comete injerencia alguna para que los pueblos latinoamericanos y caribeños ocupen el gobierno y/o ejerzan el poder en sus respectivos países, sí existe un inmenso espacio para la lucha común, la solidaridad y el internacionalismo recíprocos, en campos como el análisis y la reflexión sobre los grandes problemas internacionales y regionales que amenazan a la supervivencia de los pueblos, y como la denuncia y el combate contra la ilegal, inmoral e injerencista desestabilización transnacional de espectro completo, que mediante el bloqueo y la guerra mediática agrede al pueblo cubano, y mediante la guerra mediática, jurídica, y otras guerras, agrede a los demás pueblos de América Latina y el Caribe.
La posibilidad de Cuba de forjar una nueva familia con los pueblos latinoamericanos y caribeños está viva gracias a que la Revolución construyó, cultivó, regó y abonó el jardín de la solidaridad y el internacionalismo durante la etapa 1959‑1989/1991, con los contenidos y en las formas en que había que hacerlo en las condiciones existentes en aquella etapa, y gracias a que lo volvió a construir, lo volvió a cultivar, lo volvió a regar y lo volvió a abonar, con los contenidos y en las formas en que hay que hacerlo en las condiciones existentes en la etapa abierta a partir de 1989/1991. Esa construcción, cultivo, abono y regadío fueron, son y siempre serán imprescindibles. El apoyo y la solidaridad de las fuerzas populares de otros países con la Revolución cubana no puede considerarse como eternamente merecido o eternamente garantizado: la Revolución cubana tiene que ganárselo y volvérselo a ganar, una y otra vez, dando ella apoyo y solidaridad a quienes también lo necesitan y lo merecen.
Nadie crea que el acople, la conexión, la relación de la Revolución cubana con las fuerzas de izquierda y progresistas que emergieron a contracorriente del derrumbe del bloque euroasiático de posguerra fueron automáticos, naturales, fáciles o predeterminados por méritos históricos anteriores. Nadie debe pasar la vista con displicencia o con demasiada premura por las páginas de la historia de las relaciones internacionales no estatales o no gubernamentales de Cuba en las décadas de 1980, 1990 y 2000.
Nadie crea que por haber hecho una revolución a 90 millas de los Estados Unidos, haber derrotado al imperialismo en Playa Girón, haber realizado una campaña de alfabetización, haber desarrollado la salud, la educación y demás esferas sociales, haber protagonizado gestas internacionalistas en Angola, Etiopía y otros países, y por tantos otros méritos que indiscutiblemente posee, Cuba tiene o tendrá garantizados la solidaridad y el apoyo eterno de las fuerzas de izquierda y progresistas del mundo, incluidas las latinoamericanas y caribeñas.
Desaparecidas las condiciones para la conquista del poder mediante la lucha armada y para el ejercicio del poder mediante un sistema de partido único o hegemónico, sumidos el marxismo y el leninismo en una crisis de credibilidad motivada por el colapso del marxismo‑leninismo soviético ante el embate de la perestroika y la glasnost, y cuestionados el antiimperialismo y el anticapitalismo por una autoproclamada «nueva izquierda» que rechazaba el prefijo «anti», los pilares sobre los cuales la Revolución cubana se había convertido en referente de amplios sectores del movimiento popular y la izquierda latinoamericana y caribeña sufrían un intenso ataque. Esto repercutió tanto en un alejamiento entre las concepciones y posiciones políticas de Cuba, y las de amplios sectores de la izquierda y el progresismo que estaban en fase de reestructuración organizativa, redefinición político‑programática y reconstrucción de alianzas, como en la crítica y el distanciamiento con Cuba de una parte de esos sectores.
En la vorágine del cierre de una etapa de luchas y la apertura de otra, se hablaba de una «ruptura epistemológica» con la historia anterior de la humanidad, de un «borrón y cuenta nueva» con la historia de la dominación y las luchas emancipadoras. Pujaba fuerte la noción de que ya no había clases sociales, y si las había no importaban, como tampoco importaban las ideologías o los partidos políticos que fuesen algo más que pragmáticos aparatos electorales. Se acuñó el término «democracia sin apellidos», es decir, sin los apellidos burguesa, socialista, participativa, comunitaria o popular. La consigna de la autoproclamada «nueva izquierda», que hegemonizaba a los partidos, organizaciones, frentes y coaliciones multitendencias que por entonces se formaban, era «democratizar la democracia», entendida como sistema político y electoral imparcial e impoluto, no sometido a la presión y la injerencia de los centros de poder mundial, ni de los poderes fácticos de cada país, ni de la burocracia incrustada en los órganos del Estado, defensora de los intereses de la clase dominante. Supuestamente, el «triunfo electoral» llevaría a la «nueva izquierda» a «ejercer el poder»: los opresores reconocerían civilizadamente su derrota; con civismo le permitirían gobernar; y se limitarían a cumplir la comedida función opositora característica de la alternancia entre partidos burgueses. Mientras unas corrientes de ese vector hablaban de revertir la restructuración neoliberal cuando ocuparan «el poder», otras se planteaban crear un «neoliberalismo de izquierda», dado que la avalancha universal de esa doctrina los convenció de que el neoliberalismo era la única política posible.
Tan brutal era el impacto negativo del derrumbe del socialismo real para las ideas revolucionarias y socialistas, y tan abrumadora, amenazante y agresiva era la avalancha política e ideológica reaccionaria, que gran parte de los partidos, organizaciones y corrientes de identidades socialistas no se atrevía siquiera a cuestionar el mito de la democracia «sin apellidos». No solo para evadir la nueva «cacería de brujas», sino también, dado que el panorama era oscuro y confuso, los partidos, organizaciones y corrientes de trayectoria revolucionaria, enfatizaban su distanciamiento de los errores y las desviaciones en que incurrió la URSS, y afirmaban que el socialismo latinoamericano sería democrático, descentralizado, participativo, eficiente, sustentable, con enfoque de género, respetuoso de todas las diversidades, pero no hallaban una consigna menos ambigua, o a la inversa, más precisa, que la «búsqueda de alternativas al neoliberalismo», infaltable en los discursos, declaraciones y documentos de aquellos años.
Si el «fetichismo de la democracia»era un extremo, el otro extremo era el «fetichismo de la revolución», culto en el que incurrimos quienes seguíamos librando la cruzada contra el «electoralismo» y el «reformismo» en los términos que se utilizaban cuando en América Latina la conquista del poder parecía alcanzable mediante la lucha armada. Esa posición pasaba por alto que no existía una situación revolucionaria y que las fuerzas socialistas tendrían que adecuar su estrategia y su táctica a esa realidad. Se estaba produciendo un vuelco en las condiciones y características de las luchas populares que obligaba a las y los marxistas latinoamericanos a releer y repensar a Marx, Engels, Lenin, Rosa, Gramsci, Lukács y a todas y todos aquellos que contribuyeron a actualizar y desarrollar la teoría de la revolución social de fundamento marxista y leninista. Renovada vigencia adquirían dos ideas de la Rosa Roja: «La reforma legal y la revolución no son […] diversos métodos del progreso histórico que a placer podemos elegir en la despensa de la Historia, sino momentos distintos del desenvolvimiento de la sociedad de clases, los cuales mutuamente se condicionan o complementan, pero al mismo tiempo se excluyen».[2]
El histórico debate sobre si la solución a las contradicciones de la sociedad capitalista era la reforma o la revolución, que tuvo sus primeras manifestaciones en la década de 1860 y alcanzó la plenitud en la Segunda Internacional (1889‑1914), reabierto en América Latina a raíz del triunfo de la Revolución cubana, demandaba una nueva contextualización, que no sería pausada, metódica, expedita, ni complaciente.
Entre las décadas de 1980 y 2000 se desarrolla una aún inconclusa batalla política e ideológica, una batalla férrea, intensa, agotadora y desgastante, una batalla que era, a un mismo tiempo, destructiva y constructiva, una batalla que solo encontraría un punto de equilibrio, acercamiento, concertación y acción unitaria cuando se demostró — como si hubiese sido necesario demostrarlo, una vez más — que ni el imperialismo ni las oligarquías criollas discriminan entre las revolucionarias y los revolucionarios que en las nuevas condiciones devinieron transformadoras y transformadores, y las reformistas y los reformistas que en las nuevas condiciones devinieron reformadoras y reformadores.
Unos y otros constituyen obstáculos intolerables para el grado de concentración de la riqueza y masificación de la exclusión social requerido por la reproducción del capital. Por eso el capital recurre al autoritarismo‑neoliberal de Macri, Áñez, Bolsonaro, Piñera, Duque y otros.
La solidaridad con la Revolución cubana nunca estuvo en duda, pero por esos años surgió la noción de «defensa del derecho de Cuba de construir su propio proyecto», como fórmula ambigua que permitía tanto mantener una postura solidaria con Cuba frente a la hostilidad imperialista, como tomar distancia del proyecto cubano de construcción del socialismo. Las críticas al sistema de partido único y la percepción de que «tenía los días contados» sentaron las bases de un distanciamiento de la «nueva izquierda», destinado a «afianzar sus credenciales democráticas», mientras la izquierda crítica del «paradigma soviético» decía que el sistema político cubano requería «ajustes», como la alternancia en el gobierno entre partidos de identidades socialistas diversas o la creación de corrientes internas en el PCC, que aún dentro del unipartidismo garantizaran el debate y la escogencia entre diversos puntos de vista, propuestas y candidaturas.
Además del rechazo a los errores cometidos por la URSS y de las opiniones de cada partido y/o movimiento político sobre el socialismo cubano, esa era una de las tantas maneras mediante las cuales la izquierda y el progresismo emergentes afirmaban que sus programas no tendrían influencia del «paradigma soviético». Tres factores le permitieron a la Revolución cubana reconstruir y consolidar, de nuevo, su relación con las fuerzas populares latinoamericanas y caribeñas: 1) la capacidad de resistencia demostrada por Cuba, que solo podía explicarse por el carácter autóctono de su revolución, con independencia de cualquier copia acrítica que pudiera haber hecho de experiencias soviéticas; 2) la comprensión de que se abría una nueva etapa de lucha en la que sería imposible recrear una revolución similar a la cubana, incluso si alguien quisiera intentarlo, lo cual hizo languidecer la «necesidad» de «distanciarse» de Cuba; y, 3) la amplitud de mente, la visión estratégica, la paciencia, el tesón y el apego a los valores y principios revolucionarios con los que, bajo la conducción personal de Fidel, el Partido Comunista de Cuba, las organizaciones de masas y sociales, y las organizaciones no gubernamentales cubanas, lograron zanjar las discrepancias y relanzar las relaciones con los sectores críticos del «paradigma soviético».
A raíz del derrumbe del bloque socialista euroasiático de posguerra, lejos de quedar anclada en el pasado, la Revolución cubana participa de manera activa en la ampliación del horizonte de lucha de los pueblos. Antes que alguien pudiera imaginar que en 1985 Mijaíl Gorbachov sería electo secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, y que emprendería una reforma cuyos ejes serían la perestroika, la glasnost y la «nueva mentalidad», desde el estallido de la crisis de la deuda externa, en 1982, bajo el liderazgo de Fidel, la Revolución Cubana había asumido un papel principal en las grandes batallas de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, libradas por novedosas y combativas redes y campañas internacionales y continentales de fuerzas políticas, sociales y social‑políticas. Su punto de partida fue la campaña de educación y movilización desarrollada mediante la celebración en La Habana de una serie de eventos internacionales, temáticos y sectoriales, sobre el no pago de la deuda externa.
A inicios de la siguiente década, por iniciativa de Fidel y Lula, en julio de 1990 se efectuó el Encuentro de Partidos y Organizaciones Políticas de Izquierda de América Latina y el Caribe, luego rebautizado con el nombre Foro de São Paulo, espacio que ha jugado un papel crucial en el proceso de reestructuraciones y redefiniciones programáticas de las fuerzas populares del subcontinente. Una labor constructiva similar realiza el PCC en la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina y el Caribe (COPPPAL) — a la que apoyaba desde su fundación en 1979 y a la que se incorpora en 2001 — , en el Seminario Internacional «Los partidos y una nueva sociedad» — que desde 1997 se efectúa anualmente en México — , y otros espacios partidistas de debate, concertación y apoyo mutuo, mientras que las organizaciones de masas y sociales, y las organizaciones no gubernamentales cubanas y/o con sede en Cuba (como la desaparecida OSPAAAL) fueron protagonistas del Foro Social Mundial nacido en Porto Alegre en 2001, y de todas las redes y campañas latinoamericanas y caribeñas, entre ellas, la Asamblea de los Pueblos del Caribe, la campaña por los 500 años de resistencia indígena, negra y popular, los movimientos contra la guerra, la militarización y las bases militares, y en los eventos internacionales sobre globalización y problemas del desarrollo que anualmente se realizaban en La Habana.
En 1990 hubiese sido imposible convocar a una reunión en La Habana como aquella en que nació el Foro de São Paulo. Esa es una de las razones por las que Fidel y Lula decidieron que se realizara en Brasil. Tampoco había condiciones para que los encuentros del Foro de 1991 o 1992 se efectuaran en Cuba. Sin embargo, en relativamente poco tiempo Cuba logró, no solo crear condiciones para un Encuentro del Foro de São Paulo en La Habana, sino también para que ese Encuentro fuese fundamental en la consolidación de un espacio de convergencia de la izquierda y el progresismo que corría el peligro de estallar en pedazos por el cúmulo y la magnitud de las contradicciones existentes entre ellas.
No es casual que las discrepancias sobre su composición, objetivos y correlación de fuerzas empezaran a aquejar al Foro tan pronto como se decidió institucionalizarlo, es decir, cuando había que pasar «del dicho al hecho» en la construcción de un espacio concreto de unidad en la diversidad. Fue entonces cuando vino la peor parte de la odisea, incluido el rechazo al nombre original, Encuentro de Partidos y Organizaciones Políticas de Izquierda de América Latina y el Caribe, por parte de una corriente que proponía rebautizarlo como Encuentro de Partidos y Organizaciones Políticas Democráticas de América Latina y el Caribe, con el argumento de que ninguna fuerza política latinoamericana o caribeña podía aspirar a ser electa al gobierno con una identidad de izquierda. De esa divergencia de fondo es que surge el nombre Foro de São Paulo en la convocatoria al II Encuentro, como fórmula de compromiso entre quienes defendían y quienes objetaban la identidad de izquierda. Incluso, lograr que prevaleciera esa fórmula de compromiso requirió no una, sino muchas «batallas campales» porque quienes rechazaban la identidad de izquierda la consideraban alusiva a la Declaración de São Paulo, que había sido de orientación socialista, y no perdían oportunidad de rechazarla, sabotearla y boicotearla, pese haber sido aprobada por amplia mayoría.
El II Encuentro de lo que hoy conocemos como Foro de São Paulo se efectuó en la Ciudad de México, del 12 al 15 de junio de 1991. En aquel evento fue necesario apelar a la autoridad política y moral de Lula como fundador y de Cuauhtémoc Cárdenas como anfitrión, para que acuñaran este nombre y, al hacerlo, dieran por finalizada la tenaz resistencia de quienes insistían en caracterizar al Foro «solo» como «democrático». Insisto en que la batalla en torno al nombre y la identidad del agrupamiento político que se estaba construyendo fue la punta del iceberg de las contradicciones que amenazaban con hacerlo estallar en las primeras etapas del proceso de convergencia de tan heterogéneo espectro político. Hoy, cuando partidos y movimientos latinoamericanos y caribeños orgullosos de sus respectivas identidades, incluidas identidades socialistas diversas, han ocupado espacios sociales, políticos y político‑institucionales sin precedentes, que abarcan el control de gobiernos nacionales, estaduales y locales, y la elección de bancadas parlamentarias, quizás sea un shock para las nuevas generaciones saber que, no hace tanto tiempo, afirmar la identidad de izquierda y la identidad antiimperialista y antineoliberal del Foro de São Paulo fue un logro extraordinario en una batalla «cuesta arriba».
Solo el prestigio de la Revolución cubana, cuya resistencia se convertía en prueba de que la globalización neoliberal no era un destino inexorable, explica la participación cuantitativa y cualitativa que hubo en el IV Encuentro del Foro, efectuado en La Habana, los días 21 al 24 de julio de 1993, con la asistencia de 112 partidos y movimientos políticos miembros, 31 de los cuales ingresaron allí, de 25 observadores de América Latina y el Caribe, y de otros 44 observadores de otras regiones, para un total de 181 fuerzas políticas de todo el mundo. En ese sentido, la Declaración de La Habana dice:
La elección durante el III Encuentro, celebrado en Managua, Nicaragua, de la Ciudad de La Habana como sede de este encuentro se transformó en una decisión trascendente. Logró la incorporación de 31 fuerzas políticas, entre las que se incluyen 21 partidos y movimientos anticolonialistas, populares y democráticos del Caribe, que fortalecen este esfuerzo unitario. Permitió tomar contacto con la difícil situación que atraviesa el hermano pueblo de Cuba y constatar los graves efectos del bloqueo y de la política sistemática de agresión que lleva adelante el gobierno de los Estados Unidos. Igualmente, testimonió la firmeza y voluntad de lucha cotidiana que los cubanos despliegan para salvaguardar las conquistas económicas y sociales alcanzadas.
Cuando más de 180 millones de latinoamericanos y caribeños viven en la pobreza y 88 millones soportan la extrema pobreza o la indigencia, esos logros revolucionarios resultan aún más significativos. Por ello el IV Encuentro reafirmó su resuelta condena al inmoral bloqueo imperialista contra Cuba y asumió el compromiso de profundizar las acciones políticas tendentes a su levantamiento, así como su integración plena e incondicional a la comunidad continental de la que forma parte indivisible.
La celebración del IV Encuentro del Foro de São Paulo en Cuba fue un gran éxito, pero la batalla no terminó ahí, ni ha terminado aún. Muestra de ello es que la Revolución Bolivariana de Venezuela también tuvo que pelear duro para que se le reconociera su derecho a recibir apoyo y solidaridad. Influyó en ello la trayectoria de Hugo Chávez como militar protagonista de un golpe de Estado, un anatema para las fuerzas populares de los países de la región que sufrieron las brutales violaciones a los derechos humanos, sociales y políticos cometidos por las dictaduras militares de «seguridad nacional», que no tenían idea de quién era Chávez y ni de quién llegaría a ser. A eso se añade que Chávez no se comprometía con una democracia «sin apellidos», sino con una transformación social revolucionaria. Por ello, en el VII Encuentro del Foro, efectuado en Porto Alegre, del 1 al 3 de agosto de 1997, no hubo consenso para aprobar una resolución de apoyo a su candidatura presidencial. Otro fue el caso en la Declaración Final del IX Encuentro del Foro, efectuado en Nicaragua, donde sí se menciona su triunfo en la elección presidencial de 1998, pero no con toda la relevancia que merecía. El texto allí aprobado era positivo pero calificaba al proceso político venezolano de singular y le atribuía una significación nacional, cuando su importancia era extraordinaria y mundial, porque la elección de Chávez era el primer triunfo de un candidato presidencial de izquierda ocurrido en la nueva etapa de luchas abierta en América Latina.
En los años siguientes, el desempeño de la Revolución Bolivariana como proceso transformador de la sociedad venezolana y como impulsora de una nueva integración de América Latina y el Caribe, todo ello unido a su capacidad de resistencia frente a los crecientes ataques internos y externos, la hicieron acreedora del apoyo y la solidaridad de quienes en sus albores se abstuvieron de dárselos. No obstante, siguió habiendo cierto sentido de «competencia» con ella hasta que los golpes de Estado «de nuevo tipo» contra Manuel Zelaya en Honduras (2009), Fernando Lugo en Paraguay (2012) y, sobre todo, contra Dilma Rousseff en Brasil (2016), demostraron que la única democracia que los Estados Unidos y las oligarquías latinoamericanas «toleran» es la democracia cuyo primer apellido es burguesa y su segundo apellido es neoliberal. Entre los años 2009 y 2016, en el transcurso de la primera, la segunda y la tercera fases de desacumulación de fuerzas de la izquierda y el progresismo, es que desaparecen de escena los recelos con la Revolución cubana, la Revolución Bolivariana y el resto de los partidos y movimientos cuyo horizonte sigue siendo la transformación social revolucionaria.
Gracias a la solidaridad internacionalista de Fidel, Cuba superó la prueba del tiempo, la prueba del «cambio de época», y se hizo plenamente acreedora del apoyo y la solidaridad de fuerzas sociales y políticas provenientes de otros árboles genealógicos. Fue una gran obra de ingeniería política y cultural, combinación armónica de valores y principios solidarios e internacionalistas con la pedagogía del tesón, la constancia, la paciencia y la convicción de que, más temprano que tarde, el propio sistema de dominación capitalista se encargaría de difuminar el espejismo de la democracia «sin apellidos», que la izquierda y el progresismo latinoamericanos formarían vectores que harían sus propios ejercicios de prueba y error en función de la reforma y/o la transformación revolucionaria de la sociedad, y con la comprensión de que, para Cuba, con «campo socialista» y mucho más aún sin «campo socialista», cobijarse en un bloque latinoamericano y caribeño en el que los pueblos emancipados gobiernen, cobijarse en un bloque de concertación política, integración económica, cooperación y colaboración en todas las esferas, es la garantía del florecimiento a mediano y largo plazo del socialismo cubano.
Representar a Cuba en el Foro de São Paulo desde 1990 hasta 2010, y en otros espacios en volcánica ebullición desde la segunda mitad de la década de 1980, fue un gran reto, un gran honor y una gran satisfacción. Éramos los albañiles en la construcción de un gigantesco edificio de convergencia, concertación, unidad y solidaridad mutua, entre un gran abanico de fuerzas sociales y políticas revolucionarias, de izquierda, progresistas y democráticas, que unidas, o como mínimo en comunicación fluida, con respeto y armonía, y en condiciones aún no totalmente esclarecidas, tendrían que realizar nuevos ejercicios de prueba y error en pos de la emancipación de América Latina y el Caribe. Fue duro, intenso, difícil y hasta desgarrador. En cada encuentro del Foro, reunión del grupo de trabajo, seminario‑taller, intercambio con fuerzas sociales o políticas de otras regiones y demás actividades, había que librar duras batallas políticas e ideológicas: había choque, enfrentamiento, disgusto, tensión, desgaste. Había que defender a Cuba, rechazar que el capitalismo se hubiese democratizado, demostrar que las fuerzas populares eran quienes habían conquistado espacios democráticos, y convencer de que América Latina pasaba de una etapa de la «guerra de movimientos» a una etapa de «guerra de posiciones», en la que cada cual tenía que ocupar un lugar acorde con su situación y su correlación nacional de fuerzas.
En mi experiencia personal, en las primeras dos décadas del Foro de São Paulo, cada día final de cualquiera de sus actividades, en especial de sus encuentros anuales, era un día de total agotamiento físico y mental, era un día de evadir a los demás porque el cansancio era tal que, no solo entablar una conversación o contestar una pregunta, sino incluso responder un saludo, requería esfuerzo: tal era el desgaste, la fatiga. Todo ello valió la pena con creces. Se hizo lo que había que hacer y se obtuvieron los resultados que el arquitecto‑ingeniero Fidel se propuso.
Al cabo de veinte años, las posiciones de todas y todos, incluidas las nuestras, las posiciones de las y los cubanos habían evolucionado en una dirección convergente.
No en una dirección de renuncia a la identidad de cada cual, sino de entendimiento de la situación política y la correlación de fuerzas existente en cada nación y, en particular, dentro de las fuerzas de izquierda y progresistas de cada nación. No se podía pedir a Chávez que hiciera lo que Lula, ni a Lula que hiciera lo que Chávez. Hoy este es un razonamiento elemental: en 1990 no lo era, ni para quien escribe estas líneas.
Cuando esos hombres y esas mujeres a quienes tanto les costó entenderse, converger y unirse, llegaron a sumar diez gobiernos de izquierda y progresistas en América Latina, y varios más en el Caribe, aquellos difíciles años iniciales del Foro de São Paulo fructificaron en el ALBA‑TCP, en el MERCOSUR hegemonizado por la izquierda, en el nacimiento de la UNASUR y la CELAC, y en el caso concreto de Cuba, en la inserción en nueva familia que mucho la ayudó a remontar lo peor del período especial y que creó una correlación continental de fuerzas que compulsó a los Estados Unidos a realizar un segundo proceso de normalización de las relaciones bilaterales. Todo ello había sido previamente concebido y concertado en el Foro de São Paulo y en otros espacios de debate y acción conjunta:
1. cuando en 2004 se funda el ALBA, hacía 14 años que en el Foro de São Paulo, y luego en los Seminarios Internacionales «Los partidos y una nueva sociedad», en la Asamblea de los Pueblos del Caribe, en el Foro Social Mundial y otros espacios de fuerzas sociales populares y fuerzas políticas de izquierda y progresistas, se venían elaborando ideas y realizando acciones que en ese hecho se concretaron;
2. cuando en 2008 Cuba ingresa a un renovado Grupo de Río, hacía 18 años que en el Foro de São Paulo, y luego en otros espacios, se venían elaborando ideas y realizando acciones que en ese hecho se concretaron;
3. cuando en 2009 la OEA se vio obligada a levantar las sanciones contra Cuba impuestas en 1962, hacía 19 años que en el Foro de São Paulo, y luego en otros espacios, se venían elaborando ideas y realizando acciones que en ese hecho se concretaron;
4. cuando en 2012 Cuba fue uno de los miembros fundadores de la CELAC, hacía 22 años que en el Foro de São Paulo, y luego en otros espacios, se venían elaborando ideas y realizando acciones que en ese hecho se concretaron;
5. cuando en 2013 el general de Ejército Raúl Castro Ruz, como presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de Cuba, asumió la presidencia pro tempore de la CELAC, hacía 23 años que en el Foro de São Paulo, y luego en otros espacios, se venían elaborando ideas y realizando acciones que en ese hecho se concretaron;
6. cuando en 2014 el gobierno de los Estados Unidos decide restablecer las relaciones diplomáticas con Cuba, y darle curso a un proceso de normalización de los vínculos bilaterales, hacía 24 años que en el Foro de São Paulo, y luego en otros espacios, se venían elaborando ideas y realizando acciones para que ello ocurriera.
La concertación política, la integración económica, la colaboración y la cooperación entre naciones serían imposibles sin gobiernos, sin relaciones entre gobiernos, sin estrategias, planes y acuerdos intergubernamentales. Sin embargo, un entramado solidario como el que se construyó y funcionó en América Latina y el Caribe entre 2004 y 2015, no se logra con cualquier tipo de gobiernos, ni solo con gobiernos. Es un edificio construido sobre cimientos fundados mediante una larga y difícil forja de unidad en la diversidad de un vasto espectro de fuerzas sociales y políticas:
La unidad en la diversidad:
1. no puede ser tratada como consigna o comodín discursivo;
2. no nació de manera espontánea, y no es inmutable, ni indestructible, ni eterna;
3. es una difícil, delicada y voluble construcción cultural, social y política, específica de cada país, cada momento y cada correlación de fuerzas, que necesita actualización, adecuación, reforzamiento e, incluso, reconstrucción permanentes; y,
4. no es lo mismo unidad en la diversidad desde la oposición —en la lucha contra gobiernos neoliberales que todos los movimientos populares y todas las fuerzas políticas de izquierda y progresistas están de acuerdo en derrotar—, que unidad en la diversidad en el gobierno —cuando gobierna un partido multitendencias, frente o coalición dentro de los cuales cohabitan y luchan entre sí diferentes visiones sobre objetivos, programa, estrategia y táctica, y sobre cómo enfrentar la desestabilización de espectro completo, con sus guerras mediática, jurídica, parlamentaria y otras.
Las nuevas generaciones que asumen la conducción de la política y las relaciones de la Revolución cubana con las fuerzas populares del mundo en general, y de América Latina y el Caribe en particular, cuando defiendan y promuevan la unidad en la diversidad, si al hacerlo mencionan la experiencia cubana de construcción unitaria, como en efecto puede hacerse, han de hacerlo con orgullo, pero también con modestia y ponderación, dado que:
1. la situación de Cuba en la década de 1960 no es comparable con la de la América Latina y el Caribe de las últimas décadas del siglo XX y las primeras del siglo XXI;
2. la construcción de la unidad en Cuba también debió sortear escollos en los años iniciales del proceso revolucionario;
3. Cuba también necesita construir unidad en la diversidad, y para ello se beneficia de las experiencias positivas y negativas de las fuerzas populares del subcontinente.
Notas:
[1] La metáfora alude al libro de ficción Viaje a Icaria, de Étienne Cabet (1788–1856), a cuyo experimento de crear comunas basadas en la tenencia de cosas en común y en la propiedad común se le considera como fuente de inspiración del término «comunismo», que empezó a utilizarse en Francia con posterioridad a la revolución de 1830. Según Cole, la palabra comunista fue: «deliberadamente elegida por el grupo para el cual Marx y Engels prepararon el Manifiesto Comunista, porque implicaba más que la palabra “socialista” la idea de la lucha revolucionaria y tenía al mismo tiempo una conexión más clara con la idea de propiedad y goces comunes. Era, según ha explicado Engels, menos “utópica”: se prestaba mejor a ser asociada con la idea de la lucha de clases y con la concepción materialista de la historia». G. D. H. Cole: Historia del Pensamiento Socialista I: Los precursores, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, pp. 14‑15.
[2] Rosa Luxemburgo: Reforma o Revolución y otros escritos contra los revisionistas, Fontamara, México, 1989, pp. 118‑119.
Roberto Regalado. Politólogo, doctor en Ciencias Filosóficas, profesor adjunto de Ciencias Políticas, licenciado en Periodismo y profesor de Inglés. Miembro de la Sección de Literatura Histórica y Social de la Asociación de Escritores, de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba.
Fuente: https://medium.com/la-tiza/reflujo-de-la-izquierda-latinoamericana-ii-15e9bfad0426