La inteligencia colectiva es una forma de inteligencia que surge de la colaboración de diversos individuos generalmente de una misma especie, en relación a un tópico en particular. También es aquélla que desde el anonimato y siempre estando lejos del poder, del gobernar y del reinar, una serie de individuos van aportando su grano de arena empujando en contra de la inercia de las estructuras establecidas. Un ejemplo de ellos es la gigantesca y gratuita wikipedia, la cual se presenta como “la enciclopedia de contenido libre que todos pueden editar”. Implica la ruptura silenciosa con dichas estructuras y con la jerarquía e impulsan el progreso en distintas direcciones.
Pero yo ahora no me refiero a esos dos enfoques. Ahora pienso en el concepto más gaseoso de la inteligencia en general, la del grupo. Esa detectable en una comunidad de vecinos, en una sesión municipal, en una asamblea, en una comisión parlamentaria, en el encuentro de personajes políticos en un parlamento, o en la que puede distinguirse, en términos comparativos, entre colectividades completas de un mismo país o de países diferentes. Y en este aspecto aprecio en grupos o masas de individuos que, desde el punto de vista más objetivamente posible, en la suma de las inteligencias individuales preponderan unas veces las iniciativas y soluciones más lógicas, más válidas, más éticas, más equitativas, más provechosas para todos y más certeras de acuerdo al buen sentido y sensibilidad, y otras veces deciden las contrarias.
Me refiero a esa clase de inteligencia imprecisa pero que todos entendemos y reconocemos en unas masas humanas más y en otras menos, en función de su facilidad para el diálogo social, para llegar a acuerdos, para encontrar soluciones de todas clases facilitando y haciendo amable con ello la convivencia; desde los aspectos más técnicos hasta los psicológicos que de algún modo sugieren un determinado grado de inteligencia, y por qué no también, de “felicidad” colectiva. Esa inteligencia que gracias a ella nos permite viajar en coche por toda la Vieja Europa prácticamente sin tener que preguntar, mientras que en España hay peligro de perderse en cuanto uno sale de autopistas…
Desde luego puede darse por sabido que las conversaciones entre amigos y conocidos, esas charlas sociables y “sociales”, suelen plantearse y desarrollarse al nivel del o de los menos lúcidos de los presentes. De igual modo, en las deliberaciones colectivas de toda clase, raras veces no preponderan iniciativas y decisiones “interesadas” para uno o varios de los que buscan sobre todo, bien su provecho personal, el de un grupo, el de un sector o el de un segmento social más o menos amplio o reducido. Son pocos los casos en que el paso del tiempo, de mucho tiempo, no es la única esperanza de los espíritus superiores en presenciar la elevación global de la sociedad a la que pertenecen; sea en la superación de prejuicios graves, sea en la superación de tendencias ideológicas odiosas, como el fascismo o el nazismo, sea en las costumbres semi salvajes, como el espectáculo de los Toros cuyo epicentro de primitivismo se encuentra no tanto en el matar a un animal que de todos modos habrá de ser muerto, como en el hecho de concentrarse las masas para presenciar su tortura y muerte. Como, desde el punto de vista cualitativo, lo sería congregarse miles de personas en el matadero para presenciar cómo el matarife mata a una res o cualquiera mata sofisticadamente a una mosca…
La tauromaquia, como toda costumbre racional y objetivamente indeseable, se puede erradicar de dos maneras: mediante su prohibición, como se prohibió tirar a una cabra desde un campanario, o, para no causar estrago en sus cultivadores, dejándola morir, suprimiendo el Estado las ayudas públicas.
Por ejemplo, la inteligencia colectiva que se impone en el ayuntamiento de Gijón, Asturias, suprimiendo recientemente la tauromaquia en el municipio está por encima de la inteligencia del resto de municipios españoles que todavía no ha pasado el umbral de resistencia a una costumbre que ya no encaja en el siglo XXI. La tauromaquia pudo ser un bien cultural cuando el raciocinio colectivo, como en tantísimas otras cosas en todas partes, era todavía rehén de la época y de la historia. Pero ya no es un “bien”, es un lastre cultural, un peso muerto social. Los argumentos que manejan sus partidarios son asimismo insostenibles. Como lo fueron en otros casos cuando los interesados en su continuidad defendían el espectáculo de gladiadores, o, por motivos varios, más adelante se oponían a la abolición de la esclavitud.
Si la tauromaquia no es prohibida directamente por los poderes públicos para no causar demasiados estragos, y por consiguiente sigue en el territorio del Estado español, los interesados en su continuidad ¿no debieran valerse de sus propios medios y sus propios recursos? Porque la lógica del milenio es la de que en absoluto debe seguir promocionada, protegida y subvencionada con fondos públicos, y en consecuencia por la sociedad española en su conjunto. Como en el mundo es deseable el fin de la ablación del clítoris y otras prácticas ancestrales también relacionadas con culturas particulares que ahora resultan salvajes para cualquier discernimiento y sensibilidad, incluso del montón…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista