Estimado señor Presidente: Le escribo como miembro de esa generación de comunicadores que volcó su juventud al esfuerzo de romper el bloqueo informativo impuesto por la dictadura de Pinochet, denunciar las graves violaciones de los derechos humanos y abogar por el advenimiento de la democracia.
Lo hago a título personal, pero confío que lo que le diga sea compartido por aquellos periodistas que ya envejecimos en la convicción de que uno de los pilares fundamentales del ideal republicano es la libertad de expresión y, muy en particular, la diversidad informativa.
Hasta septiembre de 1973, Chile se enorgullecía de la gran cantidad de medios de información que servían a una población apenas la mitad de la actual. Era sólo cuestión de acercarse a cualquier quiosco para apreciar la existencia de varios diarios de distinta orientación ideológica, como de innumerables revistas de carácter cultural, político, religioso, deportivo y otros tópicos. Así como comprobar, también, medios para los jóvenes, las mujeres, los trabajadores y los más variados grupos sociales. Constituíamos un ejemplo en América Latina y el mundo, al tiempo que celebrábamos en compromiso del Estado por impulsar la televisión universitaria y, también, la lectura con iniciativas tan loables como la Editorial Quimantú, que logró que los libros entraran hasta los hogares más modestos del País, a un precio, por supuesto, razonable.
Usted y yo sabemos lo que ocurrió con el Golpe Militar y aquel masivo cierre de medios, la persecución de los periodistas libres y la más pavorosa concentración informativa de nuestra historia. Pese a la existencia de tres o cuatro revistas, un par de emisoras y dos periódicos abiertos, además de los clandestinos, que se propusieron la tarea de poner en conocimiento público los horrores del régimen cívico militar. De esta forma es que los medios que fundamos y en que ejercimos sufrieron las más variadas formas de acoso, traducidas en constantes requerimientos judiciales, clausuras arbitrarias, cárceles, exilio y hasta un homicidio feroz, como fue el de nuestro compañero de la revista Análisis, José Carrasco Tapia.
Lo que nunca pensamos, entonces, es que cada uno de nuestros medios se verían obligados a cerrar sus páginas durante la posdictadura, después de haber sufrido tantos embates de parte del régimen castrense, los que pudieron haber sido peores de no mediar la solidaridad internacional que se nos prodigó y el enorme arraigo que ganamos entre los chilenos. Quien le escribe tiene el honor de ser uno de los periodistas nacionales más premiados por el mundo y, además, he recibido el Premio Nacional de Periodismo, en el año 2005.
Sin embargo, ya nadie puede repararnos por aquel silencio forzado que se nos impuso con la política de exterminio de nuestros medios, puesto en práctica a partir del primer gobierno de la Concertación. Persecución injusta e ingrata que tuvo autores intelectuales y materiales que hemos identificado en centenares de artículos, entrevistas y conferencias, especialmente ante los estudiantes de periodismo de todas las casas de estudio.
Para nosotros, no hubo publicidad estatal ni tampoco leyes o medidas gubernamentales o parlamentarias destinadas a consolidar la prensa democrática e independiente que representábamos. Bien se supo que una sólida contribución acordada por el gobierno holandés en favor de un diario y tres revistas fuera bloqueada por La Moneda y no pudiéramos encontrar forma de destrabar este impedimento, pese a las intensas gestiones que realizamos ante aquellos que habían sido nuestros amigos antes de arribar al Ejecutivo. La idea fue ahogarnos económicamente y hacerse de nuestros medios, con el propósito de silenciarnos definitivamente. Todo lo cual dejamos plenamente acreditado, en su momento.
Los Países Bajos y otras naciones europeas entendieron que la transición a la democracia sería muy difícil para nuestras publicaciones, por lo que desearon otorgarnos una contribución final y generosa que sirviera a nuestro sostenimiento definitivo. Sin embargo, desde La Moneda se les advirtió que cualquier apoyo a la prensa sería vista como una injerencia inaceptable en los asuntos internos de nuestro país.
Con el tiempo, se nos reconoció que la voluntad de los nuevos gobernantes era amordazar a una prensa que siguiera reclamando por justicia, profundización de la democracia y reparación a las víctimas de la represión. Se nos argumentó que era preferible emprender una “política de encantamiento” hacia los medios que habían sido pinochetistas y se mostraban renuentes al cambio. Que al condonarles las deudas y garantizarles sostenimiento podrían tenerlos “domesticados”. En el temor, por cierto, de las nuevas autoridades a una nueva intervención militar, como en razón de la irritación a las demandas o críticas de quienes habíamos ejercido el periodismo libre y gozábamos de amplia autoridad moral.
Por supuesto que toda aquella persecución a nuestros medios, como también a ese sinnúmero de organizaciones sociales, continúa en la impunidad, a no ser por el reconocimiento de muchos jueces y magistrados a nuestro legado informativo, por lo cual los tribunales pudieron avanzar en el esclarecimiento de tantos episodios en contra de la dignidad de las personas y del conjunto de la sociedad chilena. Además de que, hasta hoy, nuestros medios son valorados por su enorme contribución a las movilizaciones sociales que desestabilizarían la Dictadura.
Pero, desgraciadamente, muchos de los más valiosos redactores y reporteros del pasado se vieron obligados a cambiar de actividad, aunque algunos hemos logrado, hasta hoy, seguir expresándonos a través de la comunicación digital, algunos medios radiales y mediante numerosos blogs personales. Tarea que ha sido ardua pero, posiblemente, tan gratificante como la ejercida bajo dictadura.
Pienso, estimado Presidente, que la diversidad informativa no es tarea sólo de los periodistas y comunicadores sociales. Es cuestión de observar como en Alemania, Francia, Estados Unidos y otras naciones se legisla para prohibir la concentración mediática, derogar aquellas normas lesivas como el IVA a los libros y definir líneas de créditos blandos para quienes quieran emprender medios informativos y culturales. De esta forma, en algunos de estos países, hasta hoy, se subvenciona el papel de imprenta, y los gobiernos salen, directamente, al rescate de publicaciones en riesgo de desaparecer por su precariedad económica. Es decir, se hace lo en Chile también se ha consumado, pero en sentido inverso. Esto es, mediante la arbitraria asignación de la publicidad estatal a las grandes y poderosas empresas editoras, el financiamiento crónico y dispendioso de la Televisión Nacional y otras formas que, más bien, se inscriben dentro de las prácticas del cohecho que tanto trastorno ocasiona a la política.
Por lo anterior, ya no podemos sino deducir que lo que les ha convenido a los gobiernos de la posdictadura es la desinformación ciudadana y la farandulización mediática. Es trágico comprobar los altos sesgos y desinformación de los chilenos, por ejemplo, respecto de lo que realmente sucede en la Tierra. Así como la forma en que se intenta convertir a los compatriotas en meros consumidores, convenciendo hasta a los más pobres y marginados de que vivir en Chile es un privilegio en relación al caos imperante más allá de nuestras fronteras. Aunque, después de varias décadas, felizmente, vino el Estallido Social y hoy existen indicios de que el régimen neoliberal podría estar próximo a su desmoronamiento. Por largos años, nuestra clase política se valió del sistema electoral binominal y de la desinformación para aferrarse a los cargos público y sus prebendas.
Debe hacerse imperativo, en las autoridades, un compromiso activo en favor de la diversidad informativa. No bastará con que la nueva Constitución redefina todo el ámbito de nuestros derechos y obligaciones. Se debe asignar recursos fiscales y tomar iniciativas concretas desde el Estado, tales como estimular la fundación de nuevos medios, la recuperación de una editorial pública para promover la creación artística y literaria, junto con estimular la lectura, especialmente entre los pobres y los jóvenes.
“Informar es educar”. Especialmente en un mundo como el de hoy: un esfuerzo que se logra con periodismo de calidad con la idónea e integral formación de los comunicadores. Esto es, con personas que sean capaces no sólo de difundir noticias, sino de descubrir en ellas los verdaderos acontecimientos, cuanto ser capaces de interpretarlos y ‘traducirlos’ a sus destinatarios.
Es indiscutible que las redes sociales representan un gran avance, pero también severos perjuicios a la libertad y al conocimiento. Si, bien, es saludable como inevitable la especialización, los periodistas debemos asumirnos como “los historiadores del presente”. Para lo que debemos estar bien premunidos de los aportes de las ciencias, el arte, la cultura, la política, la economía y las relaciones internacionales. Porque, en realidad, nunca han existido noticias asépticas que no se expliquen en un conjunto de factores, causas y efectos. En una selección que debe ser razonada y responsable.
Se sabe, también, que la proliferación de escuelas de periodismo y universidades sin buenos estándares educacionales más bien ha significado el egreso de miles de profesionales incultos y hasta limitados en el uso de las nuevas tecnologías de la información. Ello fue tema recurrente, por lo demás, en el Senado de la Universidad de Chile, entidad de la que usted y yo formamos parte. Tiempo en que hicimos ver, también, la precaria formación ética, no sólo de los nuevos comunicadores, sino de los egresados universitarios en general.
Créame que al escribirle estas rápidas líneas me anima la esperanza de comprobar su sensibilidad frente a un tema tan crucial como el de la diversidad informativa. Confío en que la nueva generación que accede a las tareas del Estado sirva, por fin, a este propósito tan despreciado, hasta aquí, por los simples detentadores del poder y la política meramente competitiva.
A mis años, sólo me anima a cumplir hasta el final con mi vocación y práctica de mi libertad e independencia. Lo que implica ser “un acucioso observador de la realidad” y vigía del comportamiento de las autoridades. Por ello es que, amistosamente, lo estaremos observando y, si se hace necesario, fustigarlo o incomodarlo. Tal como lo exigen, además, nuestra deontología profesional y convicciones éticas.
Le deseo, sinceramente, el mejor de los gobiernos y lo saludo afectuosamente.
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