Confrontaciones crecientes en un mundo en crisis sistémica
En febrero de este año, y simultáneamente con la invasión rusa a Ucrania, el gobierno norteamericano desató una guerra informativa proclamando la inmediata derrota rusa y negando toda posibilidad de negociación del conflicto. Por estos días este relato va colocando las piezas de un rompecabezas que conduce inevitablemente hacia un enfrentamiento entre potencias nucleares.
En los últimos tiempos, altos funcionarios del gobierno norteamericano, de la OTAN y del gobierno de Ucrania han presentado a la guerra nuclear como algo posible, ignorando que la destrucción mutua inherente a esta forma de la guerra fue la premisa que hizo posible poner límites a la carrera armamentista [1]. La semana pasada se han dado pasos contundentes hacia la naturalización de la guerra nuclear y hacia la emergencia de un nuevo fenómeno: el “terrorismo nuclear”.
Pocos días atrás, el general retirado David Petraeus, exjefe de la CIA [2], advirtió que Rusia planea inminentes operaciones en Ucrania “tan viles y horrorosas” que podrían motivar una intervención rápida y directa de Estados Unidos y sus aliados en el conflicto. Esta fuerza podría actuar “no como una fuerza de la OTAN, sino como una fuerza multinacional liderada por Estados Unidos” [3]. Sería, pues, una fuerza de intervención hecha a medida del modelo utilizado en la invasión norteamericana a Irak. En paralelo, una cadena de televisión norteamericana informó que tropas de elite del Ejército norteamericano estacionadas en Rumania se adiestran a tres kilómetros de la frontera con Ucrania y esperan la orden de intervención en este país [4].
Algunos días después, el ministro de Defensa ruso se comunicó con sus pares de Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Turquía para advertirles que Ucrania preparaba un inminente ataque con una “bomba sucia” que contenía radioactividad nuclear. La acusación rusa fue considerada una operación de falsa bandera para escalar el conflicto en Ucrania. El gobierno ruso elevó entonces la denuncia al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y a los ministros de China y de la India, caracterizando al episodio de “terrorismo nuclear”, que sería respondido con toda la fuerza de Rusia. Hacia el final de la semana, Ucrania anunció la postergación por razones climáticas de su ofensiva en la zona de Kherson, donde supuestamente estallaría la bomba sucia. Otro ex jefe de las Fuerzas Armadas norteamericanas [5] analizó la situación militar y destacó la inminencia de un triunfo militar ruso en Ucrania.
En este contexto, el Ministerio de Defensa norteamericano dio a conocer su nueva Estrategia de Defensa Nacional [6]. Esta revierte la política nuclear seguida durante décadas por diferentes gobiernos norteamericanos: rechaza todo límite al empleo de armas nucleares como “primera opción” si la seguridad nacional norteamericana o la de sus aliados es amenazada y aunque el peligro en cuestión “no sea de índole nuclear”. Si bien no define a este último, se deja entrever que se asocia al uso de una tecnología no nuclear que Rusia y China poseen y que Estados Unidos aún no domina: las armas hipersónicas [7].
Así, el país que en 1945 destruyó con una bomba nuclear a un adversario que no poseía armas nucleares formula ahora una Estrategia que codifica la posibilidad del empleo de armas nucleares como primera opción en caso de guerra. Esto derriba la posibilidad de negociar los conflictos entre potencias nucleares y de controlar la carrera armamentista, al tiempo que potencia la escalada de los conflictos con resultados imposibles de prever. Paradójicamente, la Estrategia también desnuda la debilidad de una potencia nuclear desafiada por la emergencia de un nuevo orden global multipolar.
China: tecnología y escalada militar
La política hacia China contribuye a iluminar la relación entre la dinámica de las operaciones militares y una guerra económica cada vez más intensa. El objetivo último es el control de recursos estratégicos para la reproducción de un capitalismo global monopólico, que no admite fronteras soberanas y que busca concentrar el poder mundial y los recursos en muy pocas manos.
Según Antony Blinken, secretario de Estado norteamericano, la tecnología “es el punto central de nuestra política exterior (…) tenemos que ser los que (…) definen las reglas, normas y estándares que rigen el uso de las tecnologías. Si no lo somos (…) otro será el que lo haga y estas reglas serán definidas de un modo que no reflejarán nuestros valores ni nuestros intereses” [8]. El elemento central en esta guerra tecnológica es el control de la producción de los semi-conductores de alta tecnología y de los medios para producirlos. Mas del 80% de esta producción se concentra en la isla de Taiwán, que China considera desde hace décadas parte integrante de su territorio. Según la actual secretaria de Comercio norteamericana, la imposibilidad de acceder a estos chips tendrá efectos catastróficos, entre ellos, una recesión inmediata de la economía norteamericana y un riesgo para la seguridad nacional de Estados Unidos y de sus países aliados [9]. Este riesgo podría concretarse si China bloquea navalmente a Taiwán, prolegómeno a una invasión a la isla que, según el almirante Michael Gilday, jefe de operaciones navales del Comando norteamericano en el Indo-Pacífico, puede ocurrir en el transcurso de este año o del que viene [10]. Esta hipótesis de conflicto supera a todas las previas y es para Gilday consecuencia de la reacción militar del gobierno de China luego de la visita de Nancy Pelosi a Taiwán. Desde ese entonces, el continuo flujo de altos funcionarios norteamericanos a la isla y el creciente financiamiento militar a la misma han inducido un aumento de las operaciones militares de China en la región simulando una invasión. Frente a este diagnóstico, el gobierno norteamericano escaló el conflicto imponiendo recientemente severas restricciones a las exportaciones tecnológicas a China, tanto por parte de empresas norteamericanas como de corporaciones extranjeras que utilizan tecnología de Estados Unidos. El objetivo es bloquear totalmente el avance chino en la producción de inteligencia artificial, súper-computadoras y armamento de guerra. Esta medida, definida como un acto de guerra económica “sin retorno”, fue considerada por el gobierno de China como una escalada inaceptable [11].
Las nuevas restricciones a las exportaciones tecnológicas hacia China buscan complementar la estrategia de incentivar la producción de chips en territorio norteamericano, impulsada por una ley (Chips Act) recientemente aprobada por el Congreso. Uno de los principales objetivos perseguidos es atraer hacia el territorio norteamericano a las corporaciones que producen semi-conductores en Taiwán. Sin embargo, esto se contrapone con la opinión del CEO de la principal corporación taiwanesa de chips, quien advirtió al gobierno norteamericano sobre los peligros de destruir al complejo de producción de chips en Taiwán y sobre la imposibilidad de reconstruirlo en Estados Unidos [12].
Una guerra invisibilizada: finanzas y dólar
Detrás de la intolerancia de la política exterior de Estados Unidos existe su voluntad hegemónica en el contexto de una crisis sistémica en ebullición, que tiene su “núcleo duro” en un sistema financiero norteamericano peligrosamente frágil y dependiente del rol del dólar como moneda internacional de reserva. Este rol está amenazado por la emergencia de un nuevo orden global que pretende sustituir al dólar en las transacciones comerciales y financieras por monedas locales ancladas en commodities.
La economía norteamericana sufre hoy por la inflación más grande de los últimos cuarenta años. La Reserva Federal de Estados Unidos busca contenerla con restricción monetaria y aumentos de las tasas de interés. Esto empuja a la economía hacia una recesión, al tiempo que se aceleran las ventas de Letras del Tesoro norteamericano de más larga duración y se verifica una creciente falta de liquidez en este mercado, considerado como el más líquido del mundo. Tal situación fue destacada recientemente por Janet Yellen, secretaria del Tesoro norteamericano, quien expresó preocupación por la posibilidad de una ruptura en el mercado de Letras del Tesoro norteamericano y su posible pérdida de liquidez [13].
Un reciente análisis del Bank of America (BofA) concluye que el mercado de bonos es tan frágil que un shock puede provocar desajustes de consecuencias inéditas para el conjunto del sistema financiero. Según este análisis, el shock puede ser producido por liquidaciones forzadas y/o un súbito acontecimiento externo. El primer caso incluye a las ventas de fondos de inversión y fondos de pensión y al cierre masivo de posiciones con derivados y otros activos de riesgo [14]. En el segundo caso, los analistas del BofA incluyen un resultado desfavorable al gobierno en las próximas elecciones de noviembre y a las intervenciones del Banco Central japonés en el mercado financiero para sostener su moneda [15].
La liquidez en el mercado de Letras del Tesoro norteamericano es un factor decisivo para la estabilidad financiera norteamericana y global. Estos bonos son considerados como los activos financieros más seguros del mundo, atraen capitales y permiten financiar el enorme endeudamiento norteamericano. Se estima que hoy se necesitan 70 billones (trillions) de dólares de endeudamiento para mantener la economía [16] y que la brecha entre el crecimiento de la deuda y el de la economía real es cada vez mayor. Así, el aumento de las tasas de interés no sólo arriesga con implosionar la deuda: también dificulta la posibilidad de financiar la producción y el consumo con más deuda y desalienta la compra de deuda norteamericana. Asimismo, la restricción monetaria que acompaña al aumento de las tasas de interés elimina al Tesoro como comprador de su propia deuda, fenómeno que lubricó la especulación y el endeudamiento después de la crisis de 2008. Ahora, poderosos compradores de Letras del Tesoro, desde los fondos de pensión japoneses y corporaciones de seguros hasta los gobiernos extranjeros y bancos comerciales norteamericanos, desaparecen progresivamente de este mercado. Este contexto nuevo lleva a muchos a apostar por la reinstauración de la política de fluidez monetaria (QE) a tasas de interés cercanas a cero, que permitió a la Reserva capear la crisis de 2018 [17].
Asimismo, las recientes sanciones contra Rusia, incluyendo la incautación de sus reservas internacionales en dólares y euros, han alertado a varios países sobre la necesidad de disminuir sus tenencias de Letras del Tesoro. A esto se suma el agravamiento de conflictos con países que, como China y Arabia Saudita, cuentan con vastas reservas en Letras del Tesoro norteamericano y pueden desprenderse de ellas con rapidez, impactando así en el mercado de Letras del Tesoro y afectando al valor del dólar y a su rol como moneda internacional de reserva.
De este modo, poco a poco los acontecimientos de un mundo en crisis descascaran las capas de un relato de poder que busca imponer los intereses hegemónicos de un país que convierte al dólar en un fenómeno natural y eterno.
Argentina: un relato de poder que tiene diversas caras
Pasan los días y la impronta del FMI sobre las acciones del gobierno es cada vez más clara. Ya no se puede decir que este flota a la deriva. La brújula del ministro de Economía apunta hacia el norte, y actúa de acuerdo con ello. En la tercera semana de octubre, el gasto primario real fue 33.3% inferior respecto a igual semana del mes de septiembre y 21.9% respecto a un año atrás. Esto ocurre con una inflación desmadrada, que se estima llegará al 100% hacia fines de año. Estamos, pues, ante un Ajuste fenomenal que deja contento al FMI y crea la ilusión de un posicionamiento ante los “factores de poder”. Estos, supuestamente descorazonados ante las hordas macristas cada vez más decididas a incendiar al país lo más rápidamente posible, estarían disponibles a probar suerte. Así, relatos aparentemente distintos van confluyendo hacia un determinado proyecto de poder. El costo social y político es, sin embargo, enorme.
Habiendo cosechado los “dólares soja”, que entraron por una ventana y salieron por la otra, los más vulnerables entre los pobres del país todavía aguardan el “bono soja”. Mientras tanto, el “refuerzo” de alimentos que el gobierno prometió enviar en octubre a los comedores y merenderos para paliar la escasez todavía no se ha concretado y dos de cada tres familias que asisten a los mismos tienen ingresos por debajo de la indigencia [18]. La tarjeta Alimentar, que asiste un hogar con dos niños, asciende hoy a 13.000 pesos. Si mantuviese el poder de compra perdido desde que se creó, sería de 20.700 pesos. Estos simples indicadores muestran la enorme deuda social invisible para la sociedad y para un gobierno que prometió en la campaña electoral que “los últimos serían los primeros”. Este olvido no es sólo hambre para muchos: es también un daño al tejido social y a la credibilidad de la dirigencia política. Más aun, esto no contribuye a la estabilidad social que supuestamente se necesita para llegar a las próximas elecciones, ni elimina la posibilidad de una corrida cambiaria. Esta acecha agazapada y se saliva esperando el momento oportuno para desencadenarse.
En los días que corren también flota la esperanza de un aumento de fin de año para compensar el deterioro de los ingresos de los asalariados formales. Sin embargo, desde esferas oficiales se lo bastardea y se discute si será un bono por una sola vez o un aumento a ser incorporado al salario. Mientras tanto, algunas paritarias cierran en torno a niveles próximos a compensar el deterioro salarial y algún dirigente, satisfecho con la labor cumplida, sostiene que “hay que reconocer que más allá de las dificultades económicas, el gobierno deja que las paritarias sean libres”. ¿Sería esto último inaudito de parte de un gobierno que llegó al poder con el voto popular?
Por su parte, la violencia creciente del discurso macrista busca confundir y bloquear el razonamiento con impulsos irracionales, miedo y pérdida de esperanza. No obstante, estamos lejos de haber llegado a ese punto. Hoy existen condiciones internacionales para el desarrollo de un proyecto nacional y hay que reflexionar para romper la fragmentación actual y constituir una plataforma en la que confluyan distintos sectores sociales capaces de impulsar a este proyecto de inclusión e integración nacional.
Los “factores de poder” priorizan las exportaciones e imponen el extractivismo y la dependencia tecnológica tanto del campo como de la industria. Este modelo fracciona en mil pedazos al mercado de trabajo y potencia el trabajo precario y la informalidad y tiene como otra cara la concentración del poder económico y político.
Un proyecto de desarrollo nacional no puede ser absorbido por un modelo semejante, que cada vez se asienta más en el clientelismo, la mafia institucional y las burocracias en sindicatos y partidos políticos. Hoy las elecciones no deberían ser un fin en sí mismo. Son un incidente más en un proceso de cambio que requiere reflexión y decisión para confrontar, cuando sea necesario, algo que no parece abundar por estos días.
Notas: