Y entonces oí, como digo, la peor noticia que podrían haberme dado allí, en la mesa de dinero.
por Daniel Pizarro
III
Unos diez años antes de esos tiempos bastante desagradables, en una época más sosegada de mi vida —cuando por un milagro del azar disponía de una oficina para mí solo—, a última hora de la tarde recibí al anexo telefónico una llamada desde la ciudad de Nueva York. Era Helmut Govinus, que podía darte esas sorpresas como si para él el tiempo y el espacio, los hemisferios, los meridianos, los paralelos, los husos horarios y también los quásares fueran obstáculos menores, insignificantes en las dimensiones de sus proyectos a otra escala. Había desembarcado en esa ciudad siguiendo a una mujer de la que muy pronto se separó. Y en Nueva York se encontró después de varios años con la actriz checa Aryna Pasarova, y en un café de Manhattan le habló con suma persuasión de su largometraje Los cielos más oscuros. Luego de beberse hasta la última palabra de Helmut, Aryna levantó sus ojos color miel y miró a través de los vidrios del café en dirección a la esquina opuesta, donde se emplazaba uno de los teatros más importantes de la llamada Gran Manzana. Lo de alzar una mirada meliflua y soñadora en dirección a la esquina opuesta me lo imaginé yo, por supuesto; Helmut no me iba a describir el encuentro con esos detalles. Pero el hecho es que con la vista en el teatro la actriz checa le propuso que le enseñara el guión de su película a Antoine von Klaveris, que por esos días estaba representado el papel protagónico en una obra que pasaban del otro lado de la calle.
A Antoine von Klaveris también lo conocía de las funciones vespertinas del cine arte Normandie, cuando aún quedaba en la Alameda a unas dos cuadras de la plaza Italia, en los tiempos en que a la salida del cine nos íbamos a tomar cervezas al Jaque Mate, a la fuente Zúrich o al Cuervo para darle una vuelta más a la película. En la pantalla Von Klaveris nos ofrecía su estampa trágica; parecía imposible arrancarle una sonrisa. Un rostro tremendamente grave y de rasgos en piedra, impermeable al tiempo, que a lo mejor había determinado su carrera artística. Lo conocimos primero por unas películas al margen del circuito más comercial, que al igual que a Aryna le valieron la etiqueta de actor de culto. Podían asignarle un papel secundario, pero sus personajes terminaban robándose la atención del espectador. La única cinta en que lo recordaba actuando con la Pasarova era una de la Segunda Guerra Mundial en que ambos, como judíos polacos, huían de los nazis a través de unos campos bombardeados. La película era terrible; por lo que recuerdo, un horror tras otro. Hacia el final, en un desfiladero muy estrecho, se encontraban ante una pasarela de piedras semiderruida por la que habrían podido cruzar hacia el otro lado y ponerse a salvo. Pero ahora la única forma de cruzar entre las ruinas era encaramándose uno sobre otro para alcanzar un tramo de la pasarela que aún seguía en pie. Quien se quedara abajo sacrificaría su posibilidad de proseguir la huida. Von Klaveris lo hacía por Aryna, y como a esa altura de la película su trama ya me traía de la jeta, yo también lo habría hecho por ella, sin titubear.
Por lo tanto sabía perfectamente quién era Antoine von Klaveris, actor de culto, y sabía además que con los años había comenzado a aparecer con mayor frecuencia en películas comerciales con las que ganaba dinero para financiar sus proyectos más personales. Von Klaveris lo había declarado en entrevistas, abiertamente. Traficaba con su talento actoral para seguir haciendo arte. De tal manera que a su modo, pero a otra escala —me decía yo—, también vivía una no-vida en la que introducía nuevos palillos para poder soportarla, lo que da cuenta del fondo enteramente prostituido de nuestro mundo, al decir de un filósofo contemporáneo que había leído por entonces.
Helmut Govinus lo esperó tres horas en un banco de la acera opuesta con un resumen del guión o “tratamiento” entre las manos, soportando el frío invernal, hasta verlo asomarse por una salida secundaria del teatro con una boina ladeada que protegía su calvicie, un abrigo largo y una bufanda al cuello, otros detalles descriptivos de mi autoría, pues Helmut tampoco precisó esa vez el modo en que iba vestido el actor de culto. Tuvo que abordarlo con una impertinencia premeditada, pues se sabe que personas como Antoine von Klaveris no disponen de tiempo para distracciones, mucho menos con los desconocidos. Le contó de qué iba el asunto y puso el resumen del guión en sus manos. Von Klaveris pensó que se trataba de otro loco más que lo asaltaba con un proyecto insensato. Esto último no lo estoy imaginando, fue lo que el actor de culto le hizo saber después de leerse el resumen de The darkest skies, según la traducción, y llamarlo por teléfono para decirle que le había fascinado y que quería reunirse con él para conocer el guión.
—Antoine von Klaveris va a protagonizar Los cielos más oscuros —me dijo Helmut Govinus desde Nueva York, por si yo no había entendido bien.
Pero yo había entendido perfectamente.
IV
Hasta que una tarde —volviendo a los tiempos detestables de los que no tenía cómo escapar— recibí la peor de las noticias que podrían haberme dado en una mesa de dinero. Ocurrió al cierre de una reunión que presuntuosamente llamaban “Comité de Inversiones”. Ese comité, o lo que fuese, sesionaba cada lunes después de almuerzo dentro de la pecera y mis funciones en la sala no pasaban de tomar apuntes, oficiar de escribano para una minuta y redactar un informe que se distribuía por correo electrónico a los clientes. Dos hojitas con una predicción tendencial de los valores bursátiles en el corto, el mediano y el largo plazo. El alza o la baja. En la columna del extremo derecho debía anotar con mayúsculas la verdad revelada: COMPRAR, VENDER, MANTENER. Y acto seguido desmentirla a pie de página en una frase legal de letra enana con la que el informe se lavaba las manos por las posibles pérdidas patrimoniales de los clientes. Cada verbo lucía su respectivo color de semáforo: verde, rojo, amarillo. Si me equivocaba de verbo o de color mis testículos corrían peligro.
El informe se hacía sobre la base de otros reportes “de mercado”, otorgándole una ponderación a las apuestas ajenas según la confianza que inspiraban. Puro olfato. Por último, se calculaba un promedio ponderado. En lo que a mí toca, y sólo a mí, el ejercicio me hacía pensar en mis tardes de infancia en los hipódromos de Santiago. Nada más pisar el Club Hípico o el Hipódromo Chile mi padre compraba el programa, un librito que recogía las estadísticas de las jornadas anteriores. Se sentaba a estudiarlo para ponderar los resultados, atribuir factores que la ciencia hípica atribuía a cierta información estadística, y al final metía los datos en una licuadora algorítmica para obtener sus pronósticos, que de vez en cuando acertaban y la mayoría de las veces fallaban. A ese ejercicio se le llama “sacar línea”.
El Comité de Inversiones no iba tan lejos. Ponía en marcha una gimnasia elemental cuyo resultado me recordaba los volantes con las predicciones de la prensa especializada. Si uno era flojo o inexperto, o desconfiaba de los engorrosos cálculos para “sacar línea”, podía encomendarse a esa papilla predigerida y apostar a los caballos que contaban con la unción de los sabios… Dios guarde en su seno a los inversionistas bursátiles.
*
Desde un comienzo el gerente de inversiones se encargó de puntualizar en público que mi participación en el comité era superflua, digamos de cuarto orden. Un favor que me hacían al aceptar mi presencia en esa sala sagrada. Yo estaba para colocar puntos seguidos y puntos aparte, poner las comas en su lugar según las reglas ortográficas, diagramar el informe, elegir colores llamativos y combinables. En su cabeza, yo estaba para cumplir las tareas de una señorita o un afeminado que teje a crochet y, de hecho, mi presencia en el comité quedó en entredicho con la aparición de Javiera, a quien el gerente general invitó a participar para tenerla más cerca y poder lamerla con la mirada.
A mi modo de ver el gerente general se desenvolvía en un ánimo bastante más relajado que el gerente de inversiones. Este último insistía en lucirse con su desempeño para trepar más alto. El primero, en cambio, había alcanzado la cima de la organización, estaba cerca de jubilar y a esta altura le interesaban por sobre todo las cumbres de Los Andes y cualquier asunto que oliera a hormonas femeninas. Cada fin de semana subía cerros y montañas del valle central. Se había caído y se había machucado. Hasta se había fracturado varios huesos. Nos enteramos de que un paso en falso lo hizo rodar ladera abajo por un tobogán de hielo de unos trescientos metros hasta el fondo de una quebrada que frenó el descalabro y lo salvó de una muerte segura. Más de un mes en el hospital, un politraumatismo, seis meses de licencia médica. A pesar del accidente siguió atacando las montañas con una pasión suicida, e insistía en que los traders lo acompañaran en sus aventuras con crampones y piolet. Premiaba con aumentos de sueldo y ascensos por mérito a quienes lo secundaran con mayor fidelidad en las aventuras de sábado o domingo que partían en su domicilio a las siete de la mañana. Tenía el pelo blanco y la piel de pergamino, pero se mantenía en forma, delgado, atlético, y a cada oportunidad hacía ostentación de su vigor juvenil. “Cómo te ves ahí”, me repetía al oído, apuntando con los labios hacia el culo de Javiera. Yo me veía bien, qué duda cabe, pero uno no sabe qué responder a un gerente general en estos casos. Había entrado en una edad en que la vejez ya despunta en el horizonte y las reservas de juventud aún conservada se atesoran más que nunca. A fin de cuentas era humano, bastante más que el gerente de inversiones, que se gozaba en ningunearme. Quizás podía darse el lujo de ser humano; de seguro había sido suficientemente inhumano durante demasiados años, hasta alcanzar el temple de lo humano. ¿No es rara la vida? Venía de abajo y se le notaba, cargaba con un complejo de inferioridad social que combatía con viajes a destinos turísticos solo para ricos, autos deportivos y una compulsión por todo lo que oliera a exclusividad. Delante de los traders describía a sus parientes pobres como un manojo de bocas succionadoras, sedientas de migajas, a quienes debía nutrir como una súper teta. En el Comité de Inversiones, ya se dijo, yo oía sus cuitas como un fugitivo del presente.
Sin embargo, me apreciaba. Todavía me pregunto por qué. Por bicho raro tal vez. Por hallarme tan fuera de lugar como un insulto en una iglesia, y tan a disgusto y tan necesitado de ingresos para el mantenimiento de mi no-vida, el pago del arriendo a don Eugenio y el colegio de mis hijos, entre otras tantas sangrías en el país de los milagros económicos. Esta no-vida parecía venirle como anillo al dedo al gerente general. Una forma de vida perfecta para quienes perciben remuneraciones atómicas. El mundo de las operaciones financieras y cócteles en hoteles del barrio alto, los campeonatos de golf amateur y las subidas a centros de esquí exclusivos se contoneaba como una odalisca en tules ante sus ojos extasiados. Este hombre de esfuerzo, como dice el eufemismo, se había sobrepuesto a la sensación, dolorosa como una llaga, de que la no-vida era un entarimado de castigo y absurdo sobre el cual la vida debía retrepar como una enredadera exhausta, siempre a duras penas, siempre a punto de secarse, para echar al aire algunos frutos, los frutos de cada cual.
*
Mil perdones por este sudor de figuras retóricas, pero es que el Comité de Inversiones dentro de la pecera me las inspiraba a granel. Aquí venía a hablarse de acciones bursátiles y sus veleidades, pero cuando el comité era presidido por el gerente general la reunión tomaba el aspecto de un club de amigos o más bien de amigotes, antes de que Javiera y sus vestidos pegados al cuerpo viniesen a templar el tono de las conversaciones.
En esa sala de vidrio fui testigo de un relato sobre Varadero, Cuba, donde el gerente general, en sus palabras, había batido el récord mundial de mojitos en un solo día: veintinueve o treinta y nueve vasos. Ya no retengo la cifra exacta, lo siento. Tendido en la playa como una escalopa de arena, un interminable desfile de negros pasaba ofreciéndole mojitos a destajo. Al cuarto o al quinto vaso la garganta ya no distinguía entre agua dulce y alcohol, la sangre los había asimilado, el calor y la humedad sofocante favorecían la exudación y lo incitaban a seguir bebiendo hasta diluirse en la dulzura más íntima del mundo. Todo su sistema orgánico, la vitalidad misma la vida, digamos, daba la bienvenida a los mojitos en su cuerpo al sol. Más adelante, en algún momento bastante confuso, se encontraba entre unas mulatas arriba de un jeep recorriendo las playas y sirviéndose más mojitos en uno de los días más extraordinarios de su existencia, por lo que podía desprenderse de su entusiasmo en una sesión del Comité de Inversiones.
Nada de lo que estaba oyendo en esos momentos le parecía muy adecuado al gerente de inversiones, para quien perdíamos el norte hablando de mojitos en vez de discutir sobre los precios de las acciones bursátiles. Pero disimulaba su desagrado con el tema; a ninguno de los presentes se le ocurriría desinflar la historia de Varadero y el récord mundial de ingesta alcohólica en un solo día. Sin embargo, aprovechó la ocasión de denostar a aquel país “convertido en un burdel”, como si de verdad lo lamentara, como si de verdad le quitaran el sueño y le dolieran el destino de Cuba y los cubanos. Hablar pestes de Cuba y comprar boletos a la isla eran deportes cotidianos en la mesa de dinero. Para el gerente de inversiones la medida del fracaso de un país era la tasa de emigración, y la medida de su éxito el volumen de inmigración.
Oyéndolo, me vinieron a la mente todas las migraciones de ese animal trashumante llamado ser humano, pero no dije nada. En cambio, volví a pensar en la fiesta o recepción que nos había dado en su casa de La Dehesa a instancias del gerente general, para mejorar el clima de trabajo, adonde logré llegar con ayuda de un mapa fotocopiado, preguntando y volviendo a preguntar. Allí nos recibió con su cara de Thunderbird, esas perturbadoras marionetas de la TV manejadas con hilos que se movían con pasos lunares, con una sonrisa fija que no dejaba de traslucir desprecio por cada uno de nosotros e infinita soberbia por el tamaño de su casa, por su ubicación en un barrio de ricos, y también por sus adornos, entre los cuales habría que inventariar a su mujer, y que además delataba los deseos de que nos largáramos cuanto antes y nunca más volviésemos por esos lados.
Digo que hablaban de Cuba, y entonces el Mierda, que se encontraba un peldaño más arriba que yo en la jerarquía del comité, se sintió autorizado a despotricar contra el desastre del comunismo cubano, a inferir de esa anécdota playera la prueba fehaciente de su derrota total, absoluta y también erotizante. Se expresó con una pasión rabiosa, con un odio que no dejaba de sorprenderme aun cuando no debería, pues la amenaza de una realidad fantasmagórica, latente, siempre despierta odios violentos, parecidos a las persecuciones de infieles por parte de quienes rinden culto a unos dioses también inexistentes. Hasta pensé en decirle: “Paz y amor, hermano, no te agites, no botes espumarajos, no convulsiones por este mal de ojo, vete a dormir tranquilo, trata de ser feliz en este mundo, ya tú sabes, cada oferta crea su demanda y viceversa, ya sabes de qué va nuestra no-vida, ¿o todavía no quieres enterarte?”.
—Tengo una muy, pero muy buena noticia… –anunció entonces el gerente general para poner fin a la reunión.
Y entonces oí, como digo, la peor noticia que podrían haberme dado allí, en la mesa de dinero.