Hace tiempo que se alerta de la adopción de lenguajes y temas de las extremas derechas por parte de algunos elementos del independentismo catalán. Periodistas como Guillem Martínez o académicos como Steven Forti llevan algunos años dando pistas de cómo y por qué está sucediendo esto y relacionándolo con el fracaso del procés y la desafección que ha dejado a su paso. Estos días ya resulta muy difícil negarlo. El clima se ha ido generando progresivamente y al calor de discursos racistas similares a los que impulsan las extremas derechas de toda Europa.
Primero nos sorprendió el patinazo de la Conselleria de Educación desviando la responsabilidad por los malos resultados del informe PISA en Cataluña a la “sobrerepresentación de migrantes en las muestras” –algo que por otra parte ya hacía Convergència hace diez años–. Ni los recortes que sufrió la educación con los sucesivos gobiernos de Convergència ni diez años de procés que han provocado la inactividad de los gobiernos catalanes tienen nada que ver: es más fácil echar la culpa de los de fuera. Por último, Junts ha entrado con toda la caballería a emprender una guerra contra los migrantes. Marta Madrenas, diputada de este partido, cuestionaba este mes el reparto de migrantes llegados a Canarias en pateras, es decir, se oponía al principio de solidaridad más básico en una situación de clara emergencia social donde solo se puede invocar a los derechos humanos. Mientras, se lamentaba de que en Cataluña hubiese más porcentaje de población migrante que en el resto del estado.
Como remate, un grupo de alcaldes de Junts del Maresme llamaron a endurecer las políticas de migración con un discurso muy parecido al de Vox o al de la ultra Sílvia Orriols –la versión de extrema derecha independentista– que gobierna en Ripoll con Alianza Catalana y que tiene bastantes probabilidades de entrar en el Parlament en las próximas autonómicas: vincular la emigración a la inseguridad y al crimen. En el punto de mira, sobre todo los migrantes marroquís. “Si no han venido a integrarse y a trabajar como hace la mayoría de la población, no tienen cabida en nuestra casa”, dijo el alcalde de Calella, Marc Buch. Las metáforas hogareñas de la patria son comunes en estas expresiones -la casa, el lugar de la familia nacional y su paz amenazada por entes externos–. La plantilla no es tan diferente a la que usa Ignacio Garriga, ahora secretario general de Vox, que denuncia la creciente “islamización” de Catalunya, la inmigración ilegal siempre responsable de la delincuencia y la inseguridad ciudadana. Supremacismos españoles o catalanes tienen más en común de lo que les gusta reconocer. Por último, Carles Puigdemont ha llegado a reclamar competencias sobre esas cuestiones, un absurdo que contradice la máxima del pujolismo que solo aspiraba a gestionar las competencias “amables”.
El periodista Miquel Ramos ha contado que siempre ha existido una extrema derecha catalanista, aunque hasta ahora había sido marginal. De hecho, aunque lo identitario siempre existió en el nacionalismo catalán dominante, la última década se había presentado como lo contrario del nacionalismo excluyente, como agente integrador y culturalmente de izquierdas, e incluso modernizante. Cataluña se ha forjado sobre la imagen de motor económico, de una sociedad avanzada que no podía progresar más por culpa de ser una nación sometida por un actor “externo y anacrónico” (el Estado español). Sobre esta imagen, el mito de un pueblo industrioso y avanzado –una Cataluña capitalista, liberal, civilizada –véase por ejemplo las tesis del historiador Vicens Vives–, el “oasis catalán” frente al atraso carpetovetónico español. Se creaba así la imagen de un nacionalismo progresista y benevolente enfrentado a uno atrasado y “facha” –y racista–. El “volem acollir” de las manifestaciones del 2017 era una manera de reforzar la identidad propia, el sentimiento de superioridad moral frente a la España racista, pero hoy el clima parece haber cambiado de signo y enseña su cara menos amable. Esta vez, los pánicos demográficos se vuelven la excusa para pedir la independencia, como expresa Sílvia Orriols: «Cautivos de un Estado que no controla sus fronteras, que permite la entrada masiva de inmigrantes ilegales, que se rinde a las exigencias de las comisiones islámicas y que es indulgente con los delincuentes y malhechores. La independencia no es una opción, ¡es una necesidad!».
A partir de 2007-2008, la crisis económica en Cataluña se desarrolló como una crisis política en sentido amplio. La secuencia se estableció como un baile de posiciones, en el que el pujolismo se reinventó en procesismo y en el que el catalanismo conservador trató de cabalgar la crisis. Esta supuso el colapso de los efectos patrimoniales del floreciente ciclo 1995-2007 y se llevó por delante a unas clases medias ya muy tocadas por la precarización general, la pérdida neta de trabajos garantizados, la progresiva erosión de los servicios públicos sometidos a un modelo neoliberal-corrupto predador. El procés, que en realidad arrancó con un soberanismo “desde abajo”, acabó convertido en un experimento de sublimación de los malestares sociales de esta clase media amenazada por la crisis que fue instrumentalizado por unas élites políticas que trataban de sobrevivir a toda costa.
El procés ha sido muchas cosas, para muchos una esperanza de refundación, de que las cosas podrían ser de otra manera, una herramienta de lucha contra lo establecido, pero también un buen puñado de promesas hechas y rotas por estas élites desvergonzadas que no han tenido ningún problema en mentir para manejar tiempos electorales y desviar malestares sociales. Cuando se han evaporado las promesas incumplidas, ¿que proyectos políticos o de sociedad se han hecho presentes? Junts, como siempre nos recuerda Guillem Martínez, ha sido maestro en guerras culturales, en el uso de los entretelones de la política-fake. Si toda política hoy tiene mucho de espectáculo, el trumpismo de Junts lo lleva a su máxima expresión. El último intercambio de espejitos: los pactos de investidura, y mientras, patada para adelante constante. Porque no es solo la educación. La sanidad está descomponiéndose, Cataluña es la comunidad que más gasta en conciertos privados, casi el doble que Madrid, mientras las listas de espera son ya un problema en un sistema sanitario que ha presenciado varias huelgas de médicos y de enfermeras este año, la más reciente este mismo diciembre. La región se encuentra además enfrentada a una sequía persistente y escasamente preparada para enfrentarla, ya que en esos últimos diez años donde el foco estaba en otra parte, no se ha invertido en ninguna infraestructura que poder activar en casos graves de restricción de agua como el presente. Si la nación independiente que siempre estaba a la vuelta de la esquina iba a solucionar todos los problemas sociales de forma cuasi mágica, cuando la ilusión se difumina, estos todavía permanecen y las soluciones parecen lejanas. ¿Quiénes son los culpables?
La desafección puede ser una fuerza poderosa hacia la derechización. Después de todas las promesas incumplidas, cuando no se puede seguir desplazando los problemas a un ilusorio futuro, lo que queda es la receta que los ultraderechistas usan en todo mundo: un enemigo a quien desviar el malestar, los migrantes o los otros. Es por tanto, una consecuencia de la frustración, pero también lo que queda después de una década de hablar, de pensar, de insistir en la identidad siempre amenazada. El sentimiento de que existe una suerte de derecho al cierre –fronteras, recursos para “los nacionales”– emerge como la consecuencia lógica de la idea de que lo propio corre peligro: una lengua o nación frágil que necesita protegerse. La independencia se presentaba también como una manera de tener instrumentos de autoprotección.
Detrás queda también una fractura social que no se pretendía pero que ha resultado casi inevitable. Los catalanes que provienen de otros lugares de España, o sus hijos o incluso sus nietos han recibido insultos racistas de todo tipo: por un lado se ha resucitado el charnego –que ya tiene más de un siglo pero que el consenso social había vuelto vergonzante–, por otro, se les ha llamado colonos –que vinieron a invadir Cataluña empujados por Franco–, pero también “nyordos” –grasientos–, pueblerinos… Evidentemente esta ha sido solo una parte del independentismo, y probablemente muy pequeña, pero las vejaciones y la polarización circulan a gran velocidad por las venas de las redes sociales engrasadas precisamente para eso. Si al calor del procés, Junts llegó a pedir el cierre de los Cíes, sumando demandas sociales progresistas para intentar integrar distintos proyectos en una propuesta nacional totalizadora, hoy emerge más bien su rostro ultraconservador. Y es un signo de una población asustada donde crecen los ultras. El sueño de un nacionalismo catalán extraordinario en Europa por su carácter modernizante aparece cada vez más agrietado al tiempo que la población catalana se torna progresivamente más plural por sus orígenes diversos.