I
En las primeras décadas del siglo pasado los ideales socialistas iban ganando terreno a pasos agigantados. Como corolario de ello, en 1917 se produce la primera revolución socialista de la historia en la Rusia zarista. Un año después, en 1918, se produce un movimiento revolucionario similar en Alemania, que no logra imponerse en el tiempo. Simultáneamente van surgiendo movimientos de izquierda en diversos países, e innumerables partidos comunistas se van creando en el mundo, siguiendo el ejemplo de la revolución bolchevique. La clase obrera industrial, con poderosos y combativos sindicatos, desafía abiertamente al orden capitalista. Los aires de cambio se difunden por todo el planeta. En ese mar revuelto, aparecen los planteos nazis en Alemania, con su enfermiza idea eugenésica de “raza superior”, enarbolado básicamente por la figura de Adolf Hitler, y fascistas, con Benito Mussolini, en Italia. Secundariamente, siguiendo ese clima de derechización, en España triunfa sobre el intento de revolución socialista el ultraconservador y archicatólico falangismo de Francisco Franco.
Ese fascismo/nazismo intentó disciplinar al proletariado “subversivo” en sus propios países, sometiéndolo, tratando de borrar toda referencia al socialismo, aplastando brutalmente, con sangre, todo intento de cambio social. En el singular caso de Alemania, las élites económicas buscaron, a través de ese personaje tan singular que fue Adolf Hitler -un cabo austríaco devenido comandante supremo del país germano, el Führer (¿con afecciones psicopatológicas, además de su criptorquidia, y un presunto origen judío trasformado en un visceral odio antisemita?)- recuperar el terreno cedido en la Primera Guerra Mundial, saliendo a conquistar el mundo luego de la humillación del Tratado de Versailles, donde el país perdió el 13% de su territorio y una décima parte de su población.
En Italia y en España, salvando las distancias, se dan propuestas políticas similares. El miedo visceral al socialismo en las burguesías europeas y su ánimo de destruir ese “mal ejemplo” de la Revolución Rusa, propiciaron esos movimientos de ultra derecha. Hoy, casi un siglo después, asistimos a un renacer de políticas hiper conservadoras y anticomunistas que recuerdan aquellos engendros. Un espíritu de ultraderecha, nazi-fascista (con grupos que incluso adoptan su simbología) empieza a recorrer el mundo, con proyectos ultra conservadores siempre basados en una perspectiva antipopular radical, pero, curiosamente, manejados de tal manera, que son aprobados por las grandes mayorías, y votados alegremente en elecciones libres dentro del orden democrático-burgués.
En ese clima de generalizado avance de las ultraderechas (Javier Milei, Jair Bolsonaro, Giorgia Meloni, Viktor Orbán, Marine Le Pen, Vox en España, Geert Wilders, AfD en Alemania, etc.) se inscribe la figura del electo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien asumirá su segundo mandato el 20 de enero de 2025.
II
Trump puede considerarse un neonazi por su posición ideológica, histriónicamente vociferada: supremacista blanca, profundamente racista y xenofóbica, patriarcal y defensora a ultranza del capitalismo más hiper explotador, con un marcado acento nacionalista. El gabinete con el que asume lo deja ver de forma palmaria: eligió lo más recalcitrante de su país. Acorde a sus promesas de campaña, su énfasis está puesto absolutamente en salvar el capitalismo estadounidense -que presenta un empantanamiento- y el papel hegemónico que ha venido jugando su país en todo el siglo XX, tomando el avance de China como su principal problema a resolver.
El capitalismo, sin dudas, está hecho a la medida de las empresas y no de la gran masa trabajadora. Con la monumental acumulación de riqueza que posee, la única beneficiada es la clase dominante. De todos modos, hoy, y desde hace ya más de una década, el sistema está en una crisis, iniciada en 2008, y aún no resuelta. Como respuesta a esa crisis, el discurso político, muy perversamente, busca chivos expiatorios. Para el caso -la pandemia de Covid ya no alcanza- lo busca en los migrantes indocumentados (latinoamericanos para Estados Unidos, africanos y asiáticos para Europa). No es una crisis terminal del sistema, pero definitivamente hay problemas serios; la primera economía mundial los presenta en forma severa: una decena de bancos ha quebrado en los últimos cinco años, y ahora se anuncia que otros sesenta están al borde de la bancarrota. Desde hace décadas se habla de la peligrosa “burbuja” en la que vive el país, con una intrincada mezcla de factores: una moneda sin respaldo real que comienza a ser seriamente atacada por los BRICS+ y el proceso de desdolarización en marcha, una deuda exorbitante técnicamente impagable, la extrema volatilidad de la Bolsa de Valores, un abultado déficit en la balanza comercial con los países asiáticos. Cuanto más pasa el tiempo, más se acumulan esos problemas y más aumenta la posibilidad de una implosión, es decir, la posibilidad de que la burbuja estalle. Varios Premios Nobel de Economía han advertido ese peligro.
Junto a ello, el nivel de vida de los ciudadanos estadounidenses ha bajado en relación a décadas anteriores, cuando se vivía el auge de su economía post Segunda Guerra Mundial y los años de mayor florecimiento, en las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado. Hoy sobran los problemas domésticos: un millón de homeless, explosión de adicciones como expresión de la crisis -300 muertes diarias por sobredosis-, una economía que crece muy lentamente (alrededor del 2% para este año, en tanto en el área BRICS el crecimiento será de no menos de un 5%, quizá 6%) y una dinámica inventiva en ciencia y tecnología que ha sido superada ampliamente por China (según datos de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual -OMPI- el gigante asiático es el país que solicita la mayor cantidad de patentes por nuevos inventos, con alrededor del 50% del total mundial, tres veces más que Estados Unidos).
El retorno de Donald Trump a la Casa Blanca no augura los mejores tiempos para su clase trabajadora y sectores medios ni para los habitantes de Latinoamérica. O, quizá, augura mejoras para muy poca gente en el mundo, salvo las grandes empresas y millonarios para quien gobierna y a quienes claramente protege (siendo él mismo uno de esos grandes superpotentados, con un patrimonio de 5.500 millones de dólares). Su posición ideológica abiertamente supremacista lo sitúa como un auténtico peligro para el campo popular en cualquier parte del orbe.
Ganó las elecciones con un mensaje proselitista que cautivó al electorado: la promesa de volver a erigir a Estados Unidos como la gran potencia de sus tiempos dorados, al final de la Segunda Guerra Mundial. De todos modos, las palabras de campaña son eso: palabras, promesas, ofertas que raramente se pueden cumplir. La posibilidad de hacer retornar a suelo estadounidense todo el parque industrial que buscó lugares más propicios -dado la mano de obra más barata y beneficios como exenciones fiscales y ausencia de regulación en sus movimientos que ofrecen países del Sur global- difícilmente pueda hacerse realidad. En su primera presidencia también prometió eso, no pudiendo cumplirlo. También prometió en su campaña cerrar terminantemente el paso a nuevos migrantes irregulares terminando de construir un muro en la frontera con México, obra que haría pagar al país azteca. Obra, por cierto, que nunca se concretó. Ahora promete deportar a los 12 millones de personas indocumentadas (básicamente de origen latinoamericano y caribeño) que hoy viven en territorio estadounidense. Hay ahí un espejismo dirigido a la masa votante, apelando al supremacismo dominante, lo cual le valió el apoyo popular (intensificar el odio al extranjero es un buen expediente, fomentando una xenofobia repulsiva que sirva para insuflar el espíritu patriótico y atraer votos). Que pueda consumar esa promesa se ve difícil, cuando no imposible: además de la impresionante logística que se requeriría para deportar esa enorme cantidad de gente, ¿quién trabajaría en el agro, los servicios y la construcción entonces, todos puestos donde la clase trabajadora estadounidense no va?
III
Trump -un republicano advenedizo, que en realidad no tiene partido político, siendo un pragmático que ve el mundo con ojos de avasallador millonario impune- representa un estamento de capitales nacionalistas que adversan la globalización, propiciando una reducción drástica de los gastos militares, forzando a que sea también Europa la que financia más fuertemente la OTAN. De todos modos, el complejo militar-industrial estadounidense necesita guerras -ese es su gran negocio-, y aparentemente el nuevo mandatario no está en total sintonía con ese proyecto. Se abren tiempos complejos dentro en la dinámica interna del imperio. Lo que está claro es que su gobierno, más allá de la retórica populista que insufla esperanzas a una alicaída clase trabajadora y clase media, no está claro si podrá conseguir volver a hacer “grande de nuevo” a su país (Make America great again). Para ello parece estar proponiendo una serie de medidas y proyectos que, finalmente, sí están alineadas con lo que requiere (exige) el llamado “Estado profundo” (deep state), que no es una alucinada creación conspiracionista-paranoica, sino que existe y tiene nombre y apellido: complejo militar-industrial, Wall Street, las petroleras, las farmacéuticas y las empresas de alta tecnología digital. Jorge Altamira lo expresa acertadamente: “A diferencia de su gestión anterior, Trump ya no habla de proteger al “cordón oxidado” de las viejas industrias; ahora es el representante de los pulpos de Silicon Valley y de la economía digital, el campo de enfrentamiento con China -semiconductores, autos eléctricos, energía limpia- sin excluir, todo lo contrario, a las grandes petroleras, que son el arma de lucha contra la OPEP, Irán y Rusia, exportadoras de combustible a China”.
La gran pregunta que se le abre es si podrá reactivar la economía nacional volviéndola a poner en un primerísimo lugar, como tuvo durante buena parte del pasado siglo. Su propuesta económica articula una drástica reducción de impuestos a la renta de las grandes fortunas -de hasta un 30%- con una significativa alza de los aranceles a las importaciones, básicamente las chinas. De ese modo propone financiar el gasto público, a la vez de desmantelar en muy buena medida el aparato estatal, con una gran ola de despidos de empleados en el sector. Para ello toma un lugar preponderante en su administración el multimillonario Elon Musk, ocupando el curioso y cuestionable puesto de co-director del Departamento de Eficiencia Gubernamental, excéntrico personaje que expresa cada vez más un perfil ideológico de ultraderecha, neonazi, demostrativo de lo que él piensa, y de lo que podrá ser la administración entrante, donde Trump piensa exactamente igual. Todo eso pareciera repetir, en versión corregida y aumentada, la motosierra de Milei en Argentina, que beneficia solo a los grandes capitales (nacionales e internacionales), en detrimento del sufrido pueblo argentino, que ya no come carne, sino que debe apelar en forma creciente a comedores populares… o a tarros de basura.
En su plan de gobierno -habrá que ver si son solo las declaraciones previas al ejercicio propiamente dicho de la presidencia (pirotecnia verbal) o, por el contrario, son las perspectivas reales de ese deep state– Trump insinúa un “Nuevo Gran Estados Unidos”, con formulaciones que parecen delirios de grandeza, pero que, estudiados detalladamente, no lo son. En ese Estado profundo de la gran potencia norteamericana -que está más allá de los gobernantes de turno (lo que sucede por igual en todos los países capitalistas: ¿quién toma verdaderamente las decisiones más importantes: el presidente o las cúpulas empresariales?)- tiene una preeminencia definitoria en lo que respecta a la política del imperio hacia el mundo, el complejo militar-industrial (Lockheed Martin, Boeing, Northrop Grumman, Raytheon Technologies, General Electric, BAE Systems Inc., Ball Aerospace & Technologies, Bell Textron, Booz Allen Hamilton). Estas grandes empresas, con facturaciones astronómicas, necesitan guerras. Si Trump habla de terminar la guerra de Ucrania -que, en realidad, ya está terminada, con la humillante derrota de la OTAN, viabilizada a través de los 500,000 jóvenes ucranianos muertos- se necesitarán otras guerras: ¿esperan su turno el Medio Oriente, ya en guerra, con un aumento de los conflictos, o el Mar de China, preámbulo de la posible nueva guerra mundial en torno a Taiwán?
Al respecto, como para ejemplificar esta relación con los halcones belicistas: el presidente electo no es un pacifista precisamente. Su idea de no lanzar a Estados Unidos a nuevas guerras y parar las que hay en curso tiene la intención de no gastar recursos fuera del país, dedicándolos a sanear la economía doméstica. De todos modos, cuando asumió su primer mandato, en enero del 2017, dijo que terminaría la guerra de Afganistán; no fue así, y un par de meses después la aviación norteamericana estaba lanzando la “madre de todas las bombas” sobre suelo afgano (el artefacto más poderoso de las armas convencionales, por debajo de las bombas atómicas), y la guerra se prolongó durante todo su mandato. Ahora terminará el conflicto en Ucrania quizá -o, mejor dicho: se negociará cómo Estados Unidos se hace cargo de su reconstrucción, cobrándose el trabajo con los recursos naturales del país eslavo: gas, petróleo, tierras cultivables- pero el complejo militar-industrial necesita seguir moviendo sus inventarios. Es decir: más guerras. Ya dijo Trump que si el grupo islamista Hamás no libera a los rehenes israelíes antes de que asuma la presidencia el próximo 20 de enero, “estallará el infierno en Medio Oriente”. ¿Siguen las guerras entonces?
IV
Con una retórica que podría llamarse neonazi -no habla de “raza superior”, como lo hacía Hitler, pero habla de “países de mierda” de donde provienen las masas de inmigrantes irregulares-, con una verborragia supremacista que pone todo el acento en la grandeza de Estados Unidos, su plan de gobierno -siempre en sintonía con los grandes factores de poder- apunta a contener el ascenso de China.
En ese “Nuevo Gran Estados Unidos” que Trump parece dibujar, ese supremacismo neonazi no es tanto un intento de disciplinar a la clase trabajadora nacional -como lo fueron en su momento los fascismos europeos, porque el proletariado estadounidense hace tiempo que ya fue disciplinado- sino una búsqueda de no perder el sitial de honor en el nuevo mundo que se está abriendo, con China a la vanguardia y un grupo de países BRICS+ (hoy día 19, con tendencia a crecer) que buscan desmarcarse del dólar. Y, por tanto, de la supremacía de Washington.
Las propuestas mencionadas por el futuro nuevo mandatario incluyen varios componentes, siempre pensando en el entorpecimiento de China como polo de poder, apuntando a la renovación de la economía local con un criterio nacionalista, centrada en los grandes capitales ante todo y no en el ciudadano de a pie (¿qué pasará con la ola de despedidos por la motosierra de Elon Musk?), pero fuertemente influenciado por los globalistas, que siguen marcando el paso en la gran potencia. De esa cuenta tenemos: 1) Canadá como estado número 51 de la Unión Americana, con la absorción de su enorme riqueza minera, acuífera y petrolera; 2) recuperación del Canal de Panamá (¿futura nueva intervención militar?); 3) anexión de Groenlandia (actualmente territorio autónomo del reino de Dinamarca, que no está en venta); 4) caracterización de los carteles de la droga mexicanos como “terroristas”, lo que daría lugar a una probable intervención militar en suelo azteca. A ello se agrega la promesa de “incendiar” Medio Oriente, y bravuconadas de matón como el cambio de nombre al Golfo de México por el de Golfo de América.
Todo esto, independientemente que sea cierto, o más aún: que sea efectivamente realizable, habla de la imperiosa necesidad del imperio de recuperar terreno perdido en la geoestrategia global, fundamentalmente ante China: la presencia del gigante asiático es cada vez más un desafío para la hegemonía estadounidense, de ahí que se hace vital la recuperación/anexión de estos territorios para lógica de Washington (llenos de invaluables recursos naturales: gas, petróleo, minerales estratégicos, además de su posición fundamental en el escenario militar). Quizá esto no pueda concretarse nunca en términos bélicos, pero es una forma de marcar territorio ante la presencia china, lo cual indica el ansia no solo del nuevo presidente, sino del Estado profundo, de no perder el que, hasta ahora, fuera su indiscutible hegemonía global, hoy comenzando a esfumarse.
Trump no es Hitler -aunque sus estilos histriónicos y avasalladores los acerquen, igual que a Javier Milei-, pero tiene un aire de matón de barrio que lo evidencia como un indiscutible peligro para la humanidad: ¿qué otro mandatario se refiere a otros Estados como “países de mierda”? El 10 de enero asumió la presidencia de Venezuela Nicolás Maduro, a quien Estados Unidos puso 25 millones de dólares de recompensa por su captura, siendo condenado por la potencia americana como “dictador”, y tras esa declaración de la Casa Blanca, un coro interminable de países -¡hasta aquellos donde gobiernan proyectos de centro-izquierda!- que muestran su obsecuencia servil ante Washington. Diez días después Donald Trump asume tranquilamente en la “cuna de la libertad, la democracia y los derechos humanos” (¿no es hora de reaccionar ante esa infame tomadura de pelo?), condenado y sentenciado por distintos ilícitos, incluyendo dos delitos federales muy graves: intento de golpe de Estado en 2021 y manejo ilegal de documentos oficiales secretos de seguridad nacional. ¿No es que en Estados Unidos la ley es lo más importante y nadie puede estar sobre ella? Él no habla de “raza superior”, pero su comportamiento deja ver que esa es su más profunda creencia (¿estará por encima de la ley entonces? ¿No se llama impunidad eso?). ¿Quién se atrevería a poner precio por su cabeza?
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