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Esbozo de una teoría del caos aplicable a la política

Fuentes: Rebelión

«En el caos no hay error.» (Radio Futura: A cara o cruz)

Lo reconozco: vivo en el caos. Hace un mes un albañil que trabajaba reformando el ático de mi bloque dejó caer un trozo de mármol por el sumidero del lavabo de tal suerte que fue a romper la bajante que pasaba justo por encima de mi salón. Se me inundó el piso de aguas residuales con los consiguientes daños colaterales en objetos y enseres. Desde entonces ando bregando con el seguro de la comunidad de vecinos; una pesadilla sin fin. Un par de semanas después, me levanto una mañana y me encuentro con un charco de agua en la cocina. Tras casi una hora aturullado por la perplejidad, dudas e incertidumbre, constaté que el lavavajillas se me había roto. Tratando de moverlo para ver qué le pasaba (qué tontería si no entiendo una papa de lavavajillas), en ese mismo momento, se rompió una de las piezas que sujetan el mueble de la cocina. Por seguir con la racha, al cabo de unos días, al salir por la puerta del patio tropecé sin querer con tan mala pata que rompí la llave que –vaya usted a saber por qué– se encontraba inserta en la cerradura, lo que la ha dejado definitivamente inoperativa. Lo dicho: vivo en el caos. La analogía con lo que pasa en nuestro país es clara y evidente, de acuerdo con la doctrina del Partido Popular y adláteres. De forma equivalente a lo sucedido en mi casa, al gran apagón sin precedente le ha sucedido en poco tiempo el desastre ferroviario provocado por el robo de cobre en las instalaciones ferroviarias de Toledo. Y Pedro Sánchez –al final todos los palos van a dar al mismo tentetieso–, sobrepasado.

La palabra  “caos” es una palabra maldita asociada al descontrol, al desgobierno, a la falta de orden y dirección en los acontecimientos. En castellano tenemos la casi olvidada expresión “sindiós”, que por cierto me extraña que no haya sido empleada por ninguno de los portavoces del sector político conservador, tan aficionado a palabras de rancio abolengo tales como “felón”, enfáticamente asociada –cómo no– a nuestro presidente del gobierno. Un sindiós es un sinentido, un despropósito, algo que carece de pies y cabeza y ofende al sentido común. Cuando el furibundo ateo Friedrich Nietzsche declaró la muerte de Dios a finales del siglo XIX, ganándose la inquina de la comunidad teologal, quiso justamente reivindicar el caos dionisíaco que es la vida, al que él, sacrílegamente, otorgaba valor en sí mismo, sin necesidad de demandar un sentido trascendente, que es justamente el que representa Dios. No obstante, el filósofo alemán fue muy consciente de que la muerte de Dios implica una ineludible pérdida de sentido que supone un desafío existencial para el ser humano, como demuestran estas sugerentes palabras suyas respecto de la fúnebre declaración extraídas del parágrafo 125 de La gaya ciencia: «¿Vamos hacia adelante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita?».

También en la teogonía pagana, cuyo canon en la antigüedad clásica se atribuye por escrito a Hesíodo, el caos tiene mala prensa. Representa esa oscura era cronológicamente indefinida y de naturaleza inefable de la que parte el universo antes del nacimiento del orden, del “cosmos” en griego. Este es el instante alfa, pues solo mediante la apariencia fenoménica del orden los humanos podemos reconciliarnos con la realidad; o dicho de otra forma: podemos pensarla. De esta poética manera lo describe el enigmático aedo: «En primer lugar existió el Caos. Después Gea, la de amplio pecho, sede siempre segura de todos los inmortales que habitan la nevada cumbre el Olimpo. En el fondo de la tierra de anchos caminos existió el tenebroso Tártaro». Ya tenemos un orden, aunque sea siquiera de índole mítica; podemos empezar a tranquilizarnos. Porque es lo que pasa con el caos –como apuntó Nietzsche con la muerte de Dios–, que inquieta, desazona, genera incertidumbre y angustia ante lo que no sabemos que va a pasar: si vamos a tener luz y conexión a internet, o vamos a poder coger ese tren que a diario nos lleva a nuestro rutinario quehacer, o vamos a abrir la puerta de nuestra casa y nos vamos encontrar con la calle de siempre. Fue el filósofo español José Ortega y Gasset quien demostró que el caos no forma parte de nuestras creencias, que pertenece al tenebroso dominio de lo impensable. Para ello se sirvió de un desconcertante experimento mental en el que se proponía el absurdo de cuestionar la confianza que todos tenemos en que al salir por la puerta de nuestra casa nos encontraremos con la calle de toda la vida. «No se negará que para resolverse a salir a la calle es de cierta importancia que la calle exista. En rigor, es lo más importante de todo, el supuesto de todo lo demás. Sin embargo, precisamente de este tema tan importante no se ha hecho cuestión el lector, no ha pensado en ello ni para negarlo ni para afirmarlo ni para ponerlo en duda», escribe el filósofo en su ensayo Creer y pensar. Que al salir por la puerta de su casa uno pudiera encontrarse con que no hay calles es un sindiós, y representa aquí el caos; es impensable.

Cuando el caos pasa a ser objeto de pensamiento y se convierte en ingrediente de una teoría es al poco de echar a andar la filosofía y se empieza a gestar el embrión de la ciencia hace dos mil quinientos años. Entonces se propone la primera versión del atomismo –y, por ende, del materialismo– por parte de Demócrito de Abdera. En su ontología (o teoría de lo que es la realidad) el caos es parte esencial de la realidad, no un opaco estado de cosas que queda definitivamente anulado en el momento fundacional del cosmos según establece el relato mítico. El caos es el movimiento y combinación aleatoria de los átomos. Estos, según Demócrito, se mueven en el vacío, chocando y combinándose de forma azarosa para formar los diferentes cuerpos y mundos. De aquí surge la diversidad y el continuo cambio del universo, que por cierto carece de propósito o causa final. En otras palabras, todo cuanto ocurre, según esta premisa ontológica, es un sindiós, un des-propósito.

Con el gran apagón del pasado lunes 28 de abril hubo destellos de reminiscencia de lo que nos ocurrió con la pandemia de la Covid-19 y el confinamiento que trajo consigo. Surgieron en las conversaciones que mantuvimos a raíz del colapso eléctrico. Esa sensación de anomalía volvió a apoderarse de nosotros. Lo impensable tenía lugar de nuevo. Un par de minutos pasadas las doce y media abrimos la puerta de nuestras casas y nos encontramos con que no había calle. Por un corto espacio de tiempo esta vez, liberados de la rutina prevista, nos invadió, según el caso, una especie de irresponsable dicha festiva o una medular angustia ante la pérdida de los asideros tecnológicos que garantizan el confort y la seguridad de nuestras vidas. De nuevo esa pregunta que hace al ser humano perder el sosiego básico que le permite confiar en eso que llamamos “normalidad” (lo que quiera que eso sea): ¿qué va a pasar? 

Allá por 2020, en pleno confinamiento, escribí un artículo al que titulé Cotidianeidad y contingencia: reflexiones en tiempos de pandemia. En él me serví de una referencia a una serie norteamericana de culto, Doctor en Alaska (Northern Esposure de título original), para señalar ese abismo insondable de la realidad al que nombramos según la manifestación que adopta o, también podríamos decir, según la forma en la que nos agrede (sin propósito, claro está, aunque nosotros nos empeñemos en atribuirle uno siempre, porque otra cosa no nos cabe en la cabeza). Contaba en mi artículo que en uno de los episodios de la serie un personaje se dedica a robar objetos triviales a los vecinos del pueblo en el que vive, lo que genera en la comunidad una sensación de inseguridad incompatible con la tranquilidad que es la norma entre sus bien avenidos vecinos. Cuando es descubierto y se le pide explicaciones de los motivos de su conducta dice: «Por lo salvaje, por lo salvaje; se nos está agotando, incluso aquí en Alaska. La gente necesita que se le recuerde que el mundo es inseguro e impredecible, y que por menos de nada pueden llegar a perderlo todo tal que así»; y concluye su confesión chasqueando los dedos vehementemente.

Con ese chasquido de dedos la historia, por ejemplo, nos ha devuelto a Donald Trump. No es el enviado de Dios como él mismo se declara. Es el enviado del caos. Es la contundente negación de la racionalidad liberal a la que Francis Fukuyama levantó el brazo declarándola vencedora en el cuadrilátero de la historia frente a la alternativa del comunismo soviético. Cuando en la última década del siglo pasado el politólogo estadounidense sentenció el fin de la historia asumió la ilusión de un propósito o providencia racional en el devenir de los acontecimientos humanos que negaba tozudamente la evidencia del caos. La bala que mordió la oreja del Presidente norteamericano es el batir de alas de la mariposa en Brasil que acaba provocando un tornado en Texas. El famoso “efecto mariposa” es la imagen icónica con la que irrumpió en la cultura popular del último tercio del siglo pasado la vanguardista teoría del caos de la mano del meteorólogo Edward Lorenz. Una expresión epatante mediante la que ilustrar el postulado científico según el cual las pequeñas diferencias en las condiciones iniciales de un sistema complejo, como la atmósfera, pueden amplificarse y causar cambios significativos. Lo que en principio fue un descubrimiento accidental al poner en funcionamiento el modelo meteorológico computado por un ordenador pasó pronto a ser un paradigma aplicable a multitud de procesos de complejidad equivalente a la de una nube, incluyendo los que están implicados  en los asuntos humanos. Pero lo que revela la teoría del caos es el orden oculto que existe tras la superficie de una multitud de variables interactuando entre sí de forma aleatoria. Asimismo demuestra lo erróneo de dos creencias dadas por supuesto, a saber: que el mundo es previsible y que el caos es una anomalía que puede ignorarse en su mayor parte. El caos se esconde tras las cosas complejas más interesantes, como una célula, un cerebro, una persona, una sociedad, ¡la economía!, que se parecen más al caos que gobierna el devenir de la atmósfera que al mecanismo simple de un reloj, en el que cada pieza es perfectamente previsible en su comportamiento.

Somos súbditos –querámoslo o no– del caos, y la ley que nos gobierna es la de la entropía, la clave del segundo principio de la termodinámica, que ordena a todo cuanto existe en el universo acabar en el estado de máximo desorden (u orden aleatorio). Por eso todo se termina por romper y todo ser vivo se encuentra fatalmente abocado a la muerte. El genial Rafael Sánchez Ferlosio elevó esta evidencia a designio moral cuando le dio por título a su libro de 1993 Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. ¿Manda la entropía también la necesidad de la degeneración de la condición humana?

«España es un caos» es la nueva letanía que el Partido Popular y sus altavoces mediáticos propagan a diestro y siniestro. Desde luego hay que reconocer que el caos se ha hecho notar con profusión en sus manifestaciones desde que Pedro Sánchez llegó a la presidencia del gobierno, de hoz y coz ya envuelto en el caos del dichoso procés catalán, cuyas sentencias judiciales de 2019 llevaron a quemar contenedores en las calles a cientos de personas. Al poco tiempo de formar el primer ejecutivo de coalición de la historia de nuestra democracia, como si de una plaga bíblica se tratase, nos sobrevino la pandemia causada por el SARS-CoV-2 en 2020, engendro biológico del caos donde los haya, posible y probable según ya venían advirtiendo los expertos, pero impredecible de todo punto en su ocurrencia precisa. Aún debíamos hacer uso de las mascarillas cuando la Tierra vomitó en la isla de La Palma todo el caos en forma de lava que guarda en sus entrañas. Meses después, en febrero de 2022, el caos que genera el ansia de poder desmedido nos trajo la guerra a Europa con la invasión de Ucrania por parte de Rusia, y una inflación que puso a prueba la paz social. El gran apagón es otra más de las manifestaciones de la contingencia que define a la realidad. 

Atendí a la entrevista de Jorge Morales de Labra, ingeniero y director de Próxima Energía, en TVE. Sus explicaciones recogían la enorme complejidad del sistema tecnológico que permite que tengamos la electricidad de la que disfrutamos a diario, un sofisticadísimo engendro artificial diseñado para domeñar el caos que agita los nervios de la energía, que hoy por hoy es lo que más verosímilmente podemos identificar como la esencia del universo. La electricidad es una de sus manifestaciones, y siendo como es de importancia vital para el mantenimiento de nuestra civilización por cuanto es elemento fundamental de su soporte tecnológico, la mayoría de sus usuarios somos completos ignorantes de su naturaleza. Es lo que estaba implícito en la idea que expresó el ingeniero Morales de Labra al final de la entrevista que le hizo Lorenzo Milá: la gente tiene que ser consciente de que disponer de electricidad todos los días es un verdadero  milagro.

A mi modo de ver cabe establecer una analogía entre la ingeniería y la política, y el nexo es precisamente la gestión del caos. La primera trata de controlar esa espontaneidad de la parte de la realidad que llamamos naturaleza mediante el diseño de artificios técnicos que nos permitan controlarla para someterla a la satisfacción de nuestros fines. La segunda lidia con el caos de los asuntos humanos, de las tensiones que espontáneamente surgen entre quienes miran por intereses diversos e incluso contrapuestos. Con tal propósito se sirve del artificio también, en su caso de las instituciones, para administrar el poder que se requiere en aras a mantener el frágil equilibrio de la convivencia pacífica y el logro del bien común (cuando la acción política va de la mano de la conciencia ética).

Considérese el caso de la DANA de Valencia, de la que vamos ya para siete meses desde que se llevó por delante la vida de tantas personas. Un evento que los ingenieros supieron prever aplicando justamente sus conocimientos sobre el caos en la naturaleza así como sus medios técnicos infinitamente mejores hoy, gracias a la potencia de computación actual y al afinamiento matemático de los modelos meteorológicos, a los que usaba Edward Lorenz cuando le abrió un apasionante nuevo horizonte de posibilidades a la ciencia. Fue la política la que no estuvo a la altura, porque quienes tenían en sus manos los resortes de poder para implementar los medios que podían paliar los terribles efectos de ese terrorífico engendro del caos atmosférico no cumplieron con sus responsabilidades.

El caos, la contingencia, “lo salvaje”, si queremos ponernos poéticos, forma parte esencial de la realidad; nadie puede ofrecer seguridad absoluta acerca de lo que está por ocurrir en el instante siguiente de nuestras vidas: por menos de nada podemos perderlo todo tal que así, por increíble que nos pueda parecer. Pero en política hay que saber distinguir entre quienes responsablemente tratan de hacerle frente al caos y se esfuerzan por controlarlo y quienes maquinan para fomentarlo

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.