Esta mañana me desperté y encontré un montón de noticias apocalípticas, como corresponde a los tiempos en que vivimos. Mientras unos calculan si los misiles que tienen pueden reventar construcciones subterráneas a más de doscientos metros de profundidad, otros miden en los mapas si el país donde viven sería seguro caso estallase una guerra nuclear de todos contra todos. Por lo visto, los que más posibilidades tienen de resultar ilesos son los chilenos. Dios sabrá por qué. Lo que sí sabemos todos es que el Creador ama a Chile.
Pero lo que ha hecho levantar las dos medias cejas que me quedan es que dicen los noticieros que Irán —o mejor dicho, hackers simpáticamente vinculados a Irán— afirma haber accedido a cámaras de seguridad privadas en Israel. Y todos cuentan en seguida el mismo pseudo-chiste, «no es el inicio de una película distópica, aunque bien podría serlo». Según los informes que les han pasado las agencias de información oficiales, entre el 18 y el 21 de junio de 2025, mientras llovían misiles en Medio Oriente, alguien en Teherán podría haber estado viendo el salón de tu casa en Israel. Y sin metáforas. Literalmente.
Refael Franco, exsubdirector de ciberseguridad israelí y probablemente muy estresado, advirtió que los iraníes intentaron conectar cámaras domésticas para monitorear impactos de misiles en tiempo real, como quien mira el canal del clima, pero con explosiones. Y claro, no ayuda que muchas de esas cámaras domésticas sean fabricadas en China, el país que convirtió la videovigilancia en arte moderno y luego la exportó como quien regala cuchillos en una pelea. A lo mejor estas cámaras llegan al mundo con la inocencia de un huevo Kinder, solo que en lugar de un juguetito te viene un acceso remoto para terceros con intereses cuestionables en momentos «clave». Sería como comprar un espía decorativo que graba, juzga y espera.
Y aquí es donde empieza lo jugoso, pues cuando me acuerdo de la mujer del César que no sólo debía ser buena sino parecerlo y de lo que aprendí en el libro (también chino) El arte de la guerra, me queda claro que los persas, casualmente amigos y socios de los chinos, no necesitan entrar en todas las cámaras. Tal vez en ninguna. Les basta con que la gente en Israel y en el resto del mundo crean que pueden hacerlo. Porque el miedo, en tiempos modernos, no necesita pruebas; solo buena distribución en redes sociales. Y en tiempos de guerra pues lo mismo.
En una guerra híbrida, como las que dicen los que entienden que estamos viviendo, la percepción tiene más poder que el misil. Decir que te observan puede desatar más paranoia que un ataque real de observación o de bombas. El mensaje iraní (si es que es cierto lo que cuentan los noticieros) no sería sutil: “Te golpeamos, y también sabemos qué cara pones mientras lo hacemos”. Es una combinación increíble de amenaza militar y episodio de Black Mirror.
Pero esperen, que hay un punto que hasta yo, una señora poco tecnológica, comprendo sin que me lo explique un jóven moderno. La vigilancia ya no necesita hackers. Las cámaras, los móviles, los router y hasta los despertadores, creo que todos traen la puerta abierta desde fábrica. O no se llaman puertas y se llaman portales o ventanas, pero de ninguna forma me parece que eso sea un error: obviamente es diseño. No es que te estén espiando; es que tú los invitaste. Vivimos en una sociedad donde -unos más que otros- nos hemos acostumbrado a retransmitir la vida. Hay gente que prefiere mostrar su dolor a vivirlo en silencio, las lágrimas tienen filtros y los traumas, verdaderos o teatralizados, son trending topics.
La intimidad se cambió por espectáculo. Cada cámara que se enciende, cada asistente de voz que “te escucha solo cuando lo llamas”, es un aplauso más para el gran circo del control. Y eso no es lo peor, lo que más asusta a gente como yo es que nos damos cuenta de que el verdadero sufrimiento ya no parece caber en este show. No queda espacio para él y además es incompartible, no es bonito, no monetiza y no tiene transición algorítmicamente linda en TikTok. Por cierto, chino también.
Y mientras el nuevo influencer de moda, o sea el que circunstancialmente presume de más seguidores, define el sentido común, te enseña a pedir perdón y cómo decir adiós a los traumas, algunos todavía se niegan a jugar. No poner una cámara en casa ya no es una decisión técnica ni te convierte en temerario, es una declaración existencial. Una resistencia contra la banalización, un acto casi punk de invisibilidad. Y me imagino que algunos vecinos israelitas y tal vez otros iraníes, hoy se felicitan de no haber caído en la tentación. Saben que pueden morir debido a los misiles que sus gobiernos están lanzando, pero saben que van a morir con un grado de dignidad y privacidad mayor.
En este teatro global, el único lugar donde aún eres dueño de tu intimidad es fuera de la tentación de convertir tu vida en un reality.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.