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Una izquierda sin mito: el desencanto como horizonte

Fuentes: Rebelión

La historia la hacen los hombres poseídos por una creencia superior”, J. C. Mariátegui

Quizás ya no sea posible hablar de la izquierda sin antes distinguir su forma más dócil: el progresismo. Ese cuerpo ideológico flotante, sin anclajes en la lucha de clases ni en la tradición rebelde, que transita con eficacia entre la indignación y el poder, entre la crítica retórica y la obediencia estructural. El progresismo ha aprendido a hablar en nombre de los cambios, pero solo para administrarlos, es, a estas alturas, una de las formas más refinadas del orden. Y no lo es por traición ni por error. Lo es porque cumple una función específica dentro del metabolismo del capital: la de contener el desborde, traducir el malestar social en lenguaje institucional, renovar simbólicamente el Estado social de derecho sin tocar sus fundamentos: las relaciones sociales de poder y de producción del sistema capitalista. Su papel es claro: moderar el conflicto para salvar el sistema. Por eso, más que una amenaza para el neoliberalismo, el progresismo es su válvula de escape.

En Colombia, esa forma de izquierda institucionalizada ha encontrado su expresión más visible en el gobierno de Gustavo Petro. Pero su fracaso no es sólo técnico ni táctico, es, sobre todo, espiritual. Porque lo que le falta no es estrategia, es alma; no hay mito, no hay fe, no hay relato fundacional, solo cálculo, cifras, reformas inconclusas. Solo lenguaje de trámite en medio de una promesa vacía de transformación.

Mariátegui advertía que el mito es el impulso profundo de la historia; no como falsedad, sino como convicción; no como superstición, sino como fuego. Una revolución sin mito es un cuerpo sin voluntad. Una izquierda sin mística no transforma, tan solo se integra al flujo administrado del orden. Y eso es exactamente lo que el progresismo ha hecho: se ha integrado como parte de la gobernanza de lo posible; ha devenido en gestor del desencanto.

En lugar de producir sentido, el progresismo ha optado por ocuparse del equilibrio; no disputa el poder, lo regula; no cuestiona el Estado, lo gestiona; no interrumpe la historia, se reclama histórica mientras el proyecto neoliberal avanza. En esa medida, se vuelve el lenguaje amable del capital en crisis que usa una retórica del cuidado que oculta la continuidad del despojo. La paz como silenciamiento (aunque hoy se parezca más a una doctrina militar de derecha), la justicia como reforma, la democracia como procedimiento.

Por eso la izquierda progresista no produce pueblo, produce audiencias; no construye poder popular, sino que convoca a elecciones; no construye símbolos nuevos, sino que se arropa con los ya reconocidos por el orden. Sus reformas no desbordan el marco neoliberal pues éstas están diseñadas para que lo oxigenen. Así, la correlación de fuerzas —como bien lo pensó Gramsci— no es una contabilidad de votos o escaños, es un equilibrio tenso entre fuerzas materiales y simbólicas, entre hegemonía y contrahegemonía, pero cuando el progresismo renuncia a disputar ese terreno, se convierte en estabilizador de lo que dice querer alterar; opera como un suplemento moral del capitalismo en crisis.

Y en medio de todo, el mito brilla por su ausencia. No hay en esta izquierda una visión fundacional del mundo por venir, no hay un nosotros que se nombre, no hay épica, ni canto, ni deseo colectivo, solo gestión de lo irrenunciable. Solo un gobierno en estado de espera, solo un lenguaje técnico que no conmueve, ni organiza, ni convoca.

Las políticas de paz, por ejemplo, revelan esta lógica. En su forma actual, la «Paz Total» no es una apuesta por una nueva arquitectura del poder ni una redistribución radical de lo sensible. Es una política pública más, diseñada para pacificar sin transformar, para integrar sin ceder poder real. Su tono humanitario y su enfoque militar son formas sofisticadas de reabsorber el conflicto sin tocar la raíz. Una paz sin mito, sin verdad, sin proyecto.

La ausencia de mito no es un accidente, sino que es estructural a esta forma de hacer política. Porque el mito revolucionario —el que convoca, arriesga y desborda— no puede habitar una estructura diseñada para conservar. El mito exige ruptura, no reforma, exige pueblo, no clientela, exige lenguaje nuevo, no tecnicismo. Y sobre todo, exige creencia. Algo de lo cual el progresismo se ha desprendido voluntariamente, en nombre del «realismo político».

Y sin mito, lo que queda es una izquierda melancólica, aislada, siempre a la defensiva. Un gobierno asediado por sus propios límites, incapaz de proponer una mística, de producir un símbolo. Lo que queda es el capital descansando sobre el cuerpo fatigado de una izquierda que ya no desea otra cosa que sobrevivir. Una izquierda sin alma, sin liturgia, sin tiempo.

Pero una política sin mito no es política: es administración, es trámite, es silencio, es obediencia con rostro amable. Y una izquierda que opera como parte de esa arquitectura está condenada a ser lo que es hoy: un dispositivo más en la regulación del capital, una máscara de la transición que evita la transformación.

Si algo queda por hacer, no será desde el centro del poder, sino desde sus márgenes. No será desde el discurso del progreso, sino desde la reconstrucción del deseo colectivo. Hacer política, entonces, será volver a creer. A pesar del desencanto, a pesar del cálculo, a pesar de las elecciones.

Porque sin mito, no hay pueblo.

Y sin pueblo, no hay historia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.