Toda mi vida, ha estado bajo el influjo emocional de un magnicidio político. Mi primera infancia no pudo escapar al horror de la muerte del tribuno popular J.E. Gaitán el 9 de abril de 1948, quien sin ninguna “duda razonable” iba a ser el futuro presidente de la llamada democracia colombiana, como de la carnicería “civil” que a continuación desarrollarían los liberales y conservadores para imponer el capitalismo moderno y el mercado interno en los poblados, veredas y campos colombianos y del cual nadie concreto ha respondido, protegido por el secreto de los archivos clasificados o confidenciales del gobierno de los EEUU.
Luego, en el colegio de Ramírez de Bogotá en la cátedra Bolivariana que nos dictaba el rector Santos María Pinzón Niño, me fui empapando de otros dos magnicidios: Uno, contra el mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre, asesinado en las montañas de Berruecos (hoy departamento de Nariño) el 4 de junio de 1830, cuando se dirigía a Bogotá a suceder al Libertador Simón Bolívar, por una cuadrilla de asesinos que previamente había intentado cometer otro magnicidio asesinando al Libertador el 25 de septiembre de 1828, dirigida por los generales F.P. Santander y J.M Obando, fundadores del partido de libre comercio con Inglaterra.
Otro, el magnicidio político cometido contra el general Rafael Uribe-Uribe, el 15 de octubre de 1914 por dos artesanos “enchichados”, azuzados por altas jerarquías religiosas entre ellas el arzobispo de Bogotá Bernardo Herrera, opuesto a las tesis “socialistas” defendidas públicamente por el general y quien personalmente prohibió el libro del político general donde explicaba y cuestionaba los estrechos vínculos de la Iglesia apostólica romana con el partido conservador colombiano.
Luego, vino el tan denunciado como inútil “genocidio de la Unión Patriótica”, dirigido desde las alturas del Poder (de la espada y las leyes) que sustentan la democracia colombiana y que en consecuencia devino en una democracia genocida. Dentro de los 4.153 fusilados, cayeron dos candidatos presidenciales (que tampoco pudieron llegar a ser presidentes de Colombia, ni a promover las reformas estructurales que la sociedad colombiana necesita, incluso todavía). Uno, el 11 de octubre de 1987, caía tiroteado por un escopetazo el elocuente jurista y político comunista Jaime Pardo Leal. Dos, el ajusticiamiento del candidato presidencial Bernardo Jaramillo, el 22 de marzo de 1990, a quien conocí de manera cercana, dos décadas atrás en Manizales cuando terminaba mi carrera de medicina, como un talentoso joven comunista abierto a los cambios que se daban en el mundo y, cuya muerte marcó la derrota definitiva no solo de las tesis comunistas para Colombia, sino de la posibilidad de construir una democracia verdadera en el país.
Ese mismo año, un mes después del fusilamiento de Bernardo, el 21 de abril de 1990, caía acribillado Carlos Pizarro, el ex comandante de la guerrilla Rojaspinillista del M 19, quien acababa de firmar una paz con el Estado colombiano y aspiraba llegar a la presidencia por medios políticos, que no le respetaron.
5 años más tarde, el 2 de noviembre de 1995, caía acribillado el hijo dilecto del líder falangista Laureano Gómez, Alvaro Gómez Hurtado, eterno candidato presidencial del partido conservador y sus aliados ultraconservadores cercanos, en un oscuro episodio de venganzas durante un intento de golpe de Estado militar, que hasta el momento no se han podido aclarar porque (también) está protegido por la confidencialidad de los archivos clasificados del gobierno de los EEUU.
Y hoy 12 de agosto de 2025. Treinta 30 año después del último magnicidio, cuando los jefes naturales y expresidentes del Bloque de Poder Contrainsurgente de Colombia, se ufanan de haber derrotado las fuerzas del mal cortándole la cabeza al culebrón narco terrorista en Colombia y haber obtenido una victoria contundente (¡la Paz es la victoria!) que abrió las puertas a un idílico “Post conflicto”. Se recibe la luctuosa, opresiva y desalentadora noticia de la muerte del político y candidato presidencial por el partido (legal) Centro Democrático Miguel Uribe Turbay, nieto del conocido presidente Turbay Ayala, e hijo de la periodista Diana Turbay, muerta de un balazo en la espalda (hace 34 años) el 25 de enero de 1991, en la fallida operación de rescate lanzada por la Policía Nacional sin autorización de la familia, tras cinco meses de haber sido secuestrada por el capo mafioso Pablo Escobar. «Ay, de Varito, ese muchacho».
Así las cosas, viene a mi mente la consigna del general F:P. Santander, quien inició hace 200 años en Colombia la turbadora práctica politica de los magnicidios para frustrar o impedir un ascenso al Poder del Estado, y que actualmente enmarca el capitel del palacio de justicia reconstruido sobre las cenizas que quedaron después de la toma por la guerrilla del M 19 y la defensa de democracia Maestro del coronel Vega, aquel imborrable y también opresivo 6 de noviembre de 1985 en Bogotá:
“Colombianos: las armas os han dado la independencia; las leyes os darán la libertad”
Aunque bien miradas las cosas y en perspectiva: Ni lo uno ni lo otro.
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