El Cauca arde. Sin duda, el suroccidente colombiano se ha convertido en el centro estratégico de la nueva política de guerra contrainsurgente del actual gobierno nacional. Más allá de los descalificativos que se utilizan para crear el marco conceptual que encaje dentro de la propaganda de guerra que se ha cernido contra la población rural y de los municipios donde hace presencia la acción insurgente, es preciso señalar que estamos ante una reedición de la ideología del enemigo interno que se sirve de varios instrumentos de la jerga culturalista liberal instrumental para calificar el problema del conflicto armado como parte de un ejercicio de la gobernanza criminal.
La paz de la Habana trajo consigo la desideologización del proyecto revolucionario insurgente, bajo el lavado conceptual de la transición democrática y el etapismo del ascenso parlamentario e institucional al poder político por la vía de las urnas. La transferencia de la paz fácil que se pactó, intentó desclasar los sectores sociales y populares, reducir la acción de masas y sus organizaciones a simples instrumentos electorales y limitar la capacidad de la lucha social para encuadrarla como auxiliares de apoyo a la representación de los partidos que coligen con el gobierno y sus instituciones.
Para ello, han encerrado el concepto del conflicto dentro de una dinámica despolitizante de la cartelización, la criminalidad y el narco terrorismo como parte de la estrategia de reestructuración ideológica de la política de defensa y seguridad que se instaló durante y después de los diálogos de la Habana. Ahora resulta que toda acción de masas corresponde al ejercicio de una instrumentalización de la gobernanza criminal y no a la disputa de la lucha social y popular que se resiste a la estatalización en contravía de sus autonomías y sobre todo de sus soberanías colectivas comunitarias logradas en años de construcción de formas de poder que surgieron ante la exclusión del Estado con los territorios rurales.
Crisis de representación y subalternidad activa
Las fuerzas sociales y populares no han necesitado de la tutela de los partidos políticos tradicionales de la derecha y de la izquierda para organizarse. Contrario a ello, la creación de procesos sociales surge de la inexistencia del Estado en cuanto a las soluciones de las necesidades más acuciantes de la población.
El efecto de vacío estatal es suplido por una forma de subalternidad activa que se constituye en sujeto político dinámico en la gestión, concreción y materialización de necesidades que no están dispuestas a esperar que la mano protectora del Estado llegue para resolverlas. El fenómeno de organización social y popular está implícito en una lógica anti estatal que se proyecta simplemente por las ausencias reales de un proceso instituyente que está más allá de las lógicas de presencia militar territorial de la fuerza pública.
La combinación de fuerza, coacción y coerción de la fuerza pública, lo que ha hecho es politizar la acción social a través de un modo de resistencia que lee la defensa de la autonomía del territorio como reivindicación estratégica ante una estructura violenta foránea que se asienta sobre este y usurpa su espacio social, económico, político y cultural a través de la cooptación, el miedo y la sumisión bajo la mediación bélica. Dicha politización expresa otro modo de resistencia que es la ruptura entre el proceso de inserción estatal y la soberanía colectiva comunitaria que se pronuncia en el factor deslegitimante de la institución militar y sus políticas de sometimiento territorial.
Sin duda, la disputa hegemónica en el Cauca se expresa ahora con mayor claridad, después de conocer los efectos devastadores de la operación PERSEO que dejó para las comunidades el saldo de un fuerte desgaste de la inútil presencia de la fuerza pública en el territorio, que se suma a la persecución, asedio y sometimiento de los pobladores a éstos sin ningún tipo de protección, salvo las que garanticen sus propias fuerzas sociales organizadas.
Lo que se ve a todas luces, es la crisis de representatividad estatal, la dificultad del Estado para ampliar sus niveles de dirección sobre la sociedad civil y estructurar niveles de gobernabilidad bajo un mecanismo de presión y sometimiento. Lo que se consideró como una política de neutralización de la actividad de masas, de la acción social y su contención con la lógica de la fuerza militar como ejercicio de la presencia del Estado, terminó desatando con mayor rigor la idea de una subalternidad activa capaz de enfrentar con su movilización permanente el sometimiento del territorio de manera violenta.
Ahora que se ha puesto en práctica una gobernanza colectiva comunitaria y social de la sociedad civil politizada en las zonas abandonadas por el Estado, movilizadas con sus autonomías y formas de organización y liderazgos propios, surge entonces la tesis de la política contrainsurgente de la gobernanza criminal, para señalar los procesos colectivos como una asociación de la instrumentalización de la población a las fuerzas insurgentes y al narcotráfico enquistado en estos territorios.
Una vez más el Estado tensiona la relación y alimenta el campo de la crisis de representación y legitimación dentro de las comunidades rurales y de los municipios del Cauca que no se han dejado imponer el látigo coercitivo y coaccionador del establecimiento. La disputa hegemónica de la política de seguridad y defensa del gobierno del cambio en este caso falló por la vía de la fuerza, ahora reeditan la contrainsurgencia con la presión del señalamiento para construir la narrativa del amigo y el enemigo que le es funcional a las acciones criminales del paramilitarismo, asociado con la fuerza pública y otros grupos mercenarios.
Estado ampliado sin Estado
En clave gramsciana, la disputa hegemónica del Cauca está en la idea del Estado ampliado, es decir del ejercicio de la dinámica de la construcción del consenso por la vía de un proceso de alineamiento institucional y de los grupos sociales afines para que lo gobernados sean dirigidos sin mayor oposición al establecimiento.
Sin embargo, la dinámica de la dirección de los gobernantes sobre los gobernados gira en una dirección diferente del consenso y el alineamiento institucional y de los grupos sociales afines a la política estatal, contrario a ello, mientras la dinámica de guerra se siga recrudeciendo, las formas en que la idea de una sociedad civil regulada por la fuerza se constituya va a ser difícil de lograr.
Las zonas rurales han conocido la presencia del Estado por cuenta de la fuerza, pero sus instituciones siguen siendo deficientes para construir mecanismos hegemónicos no forzosos limitados a la violencia. El Estado solo se limita a ampliar el cuadro bélico mientras las dinámicas de aproximación a las formas y procesos sociales están marginadas o les son resistentes a una política de alineamiento estatal si ello solo repercute en el campo del sometimiento y la dominación.
La tensión entre autoridad y autonomía, entre dirección de colectiva comunitaria y centralidad estatal institucional, entre fuerza militar y fuerza social, dan cuenta de una disputa entre el aparato estatal de subordinación y una subalternidad activa, cohesionada en diversas modalidades de organización social que reproducen la idea de una sociedad civil politizada no funcional, sino ampliando la representación y la participación de manera directa, bajo lógicas de gobernanza colectiva.
La promesa del gobierno del cambio y del presidente Petro de hacer más Estado con menos guerra en las zonas azotadas por la violencia, ha sido una falacia. Contrario a ello, ha habido una guerra total con menos Estado en el marco de la paz total, con la combinación del paramilitarismo, la fuerza pública y el mercenarismo contrainsurgente, que ha desatado una fuerte resistencia de las comunidades, para evitar que nuevamente los episodios de violencia estatal se reproduzcan como en las décadas anteriores.
El Estado se ha equivocado en el Cauca, creyendo que bajo la incrustación de modelos de contrainsurgencia puede ampliar sus niveles de dominación hacia la sociedad civil y con ello neutralizar la acción social y especialmente, someterla funcionalmente para “secarle el agua al pez” de la insurgencia. Contrario a ello, lo que ha hecho es estimular una sociedad civil politizada, capaz de crear sus propios consensos y modos de organización y representación que disputan la gobernanza territorial, bajo la acción y la movilización de manera autónoma e independiente a la presencia estatal.
Sociedad civil politizada
La movilización social ininterrumpida en los últimos veinte años en el suroccidente colombiano, no es un hecho aislado de los fenómenos políticos que se están desarrollando a nivel nacional. Sin duda, hay un quiebre en el proyecto de centralismo estatal que se ha enquistado en el país desde su vida republicana. La idea de nación y el proyecto concentrado con un solo centro de poder está haciendo mella en el análisis de las formas de gobiernos locales y territoriales y en las dinámicas de resistencia al modo de estatalización actual.
Mientras se ha observado una idea centralismo que se agota en las instancias burocráticas del centro, norte y parte del centro occidente del país, las dinámicas de resistencia del sur dan cuenta de una ruptura que se está abriendo con este tipo de modos en los que el Estado ha intentado hegemonizar. La falta de cohesión entre lo nacional central y lo nacional territorial, dan cuenta de la crisis de la idea un Estado rígido, incapaz de leer la sociedad civil, en especial sus procesos de politización que hoy experimentan dinámicas de construcción de la política basadas en representatividades legitimas desde sus propios espacios.
La articulación entre movilización social y formas de organización política popular, campesina y comunitarias colectivas, son modos en los que se están recreando estructuraciones de una sociedad civil politizada, capaz de promover modos interlocución eficaces para la solución de sus necesidades de manera autónoma a veces casi que independiente de la intervención estatal.
La disputa por crear una sociedad civil subordinada a la fuerza pública, es un reto difícil de traducir y lograr en comunidades que han resistido por años a la ofensiva estatal armada. Lo que hoy cobra vigencia en la dinámica social es su permanencia a exigir, política y económicamente la idea de un Estado sin guerra en el territorio, que es lo que ahora se encuentra como objeto de preocupación de la política de seguridad y defensa del actual gobierno del cambio y que es la dificultad que encuentra el Estado para leer los niveles políticos de la resistencia social y comunitaria, dado que solo la analizan dentro de la narrativa contrainsurgente de la cartelización, el terrorismo y el narcotráfico.
Mientras la solución política sea la de la salida militar, la resistencia social seguirá fortaleciendo los niveles de politización de la sociedad civil de las zonas azotadas por la violencia estatal. Así la narrativa de guerra siga cartelizando la población y señalándolos de colaboradores del terrorismo, el narcotráfico y la insurgencia, la dinámica de lucha se tornará más contra hegemónica y anti estatal, cada vez, más cerca de formas y modos de gobierno autogestionarios capaces de disputarle al Estado la centralidad, el control y la dominación de los territorios que poco se identifican con el modelo actual con el cual se ejerce la construcción de éste.
Están surgiendo nuevos modos instituyentes de la política desde abajo, con nuevos sujetos colectivos comunitarios y poco a poco asoman en la historia nacional. Quizás doscientos años después, esté naciendo un germen de nación descentralizada, colectiva y social, producto de la unidad de la resistencia popular, campesina y comunitaria que está luchando en el suroccidente y en otras latitudes de nuestro país.
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