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La guerra de posiciones sin hegemonía: entre la reforma, el desgaste y la posibilidad

Fuentes: Rebelión

“Pesimismo del espíritu, optimismo de la esperanza”

-Antonio Gramsci

Gobernar sin hegemonía es administrar el vacío. En Colombia, la izquierda ha llegado al poder, pero no ha logrado enraizarse en la cultura política ni constituirse como dirección moral e intelectual, así, la consecuencia es una guerra de posiciones sin acumulación, sin sedimento, sin relato. A través de una lectura estratégica desde Gramsci, este artículo propone que lo que está en disputa no son solo reformas truncadas, sino una forma de producir horizonte colectivo; y que, sin sujeto organizado ni pedagogía política, no hay posibilidad de hegemonía ni de porvenir.

Acudir a Gramsci no implica aplicar sus conceptos como fórmulas fijas, sino hacerlos operar como claves que se activan en el presente. En la coyuntura colombiana, sus categorías —hegemonía, sentido común, guerra de posiciones, bloque histórico— permiten iluminar el conflicto más allá del relato institucionalista o moralizante. Lo central no es solo ver en el Estado un aparato de dominación ni en el pueblo una masa que espera dirección; se trata de interrogar los espacios intermedios, aquellas zonas de disputa donde se define si una fuerza en el poder logra o no consolidar su hegemonía. Estos espacios (sindicatos, movimientos sociales, organizaciones populares, medios alternativos) son escenarios clave de enfrentamiento entre narrativas, sensibilidades e imaginarios, y es precisamente ahí donde la izquierda ha fracasado en enraizarse.

Desde su llegada al gobierno, el Pacto Histórico ha intentado transformar el país mediante reformas estructurales en salud, trabajo, pensiones, educación y justicia. Esta apuesta remite formalmente a la estrategia gramsciana de guerra de posiciones, es decir, una transformación institucional progresiva y prolongada. Sin embargo, este reformismo ha operado de manera aislada y tecnocrática, en lugar de convertirse en una dirección colectiva con arraigo popular, ha girado alrededor del personalismo presidencial y ha tratado las reformas como productos técnicos más que como símbolos de lucha; se han presentado como propuestas para convencer, no como relatos para movilizar, así entonces, no logran transformarse en fuerza cultural. Las reformas son más decretos que deseo y sin deseo colectivo, no hay transformación duradera.

La desconexión entre las propuestas gubernamentales y las aspiraciones del pueblo no radica en el contenido de las reformas, sino en su forma de enunciación y circulación, no se han inscripto en un relato común, ni han sido asumidas por una comunidad como conquista propia. El progresismo ha confundido diseño institucional con construcción de hegemonía, gestión con dirección, lo que ha generado un proceso de desgaste político sin sedimentación cultural.

En este contexto, el progresismo y la izquierda no han desarrollado una pedagogía política sostenida; han subestimado la importancia de producir narrativas movilizadoras, símbolos comunes y lenguaje popular. En su lugar, ha optado por la comunicación institucional, el lenguaje tecnocrático y la racionalización de sus decisiones. Pero el campo simbólico no sólo se conquista con argumentos técnicos, sino con imágenes potentes, afectos compartidos y relatos que hablen al cuerpo social. Como advertía Foucault, el poder no solo reprime: también produce subjetividades. Y hoy, esas subjetividades están siendo modeladas más por el miedo organizado que por el deseo de transformación.

Las élites políticas, económicas, mediáticas y judiciales que han gobernado históricamente Colombia no fueron derrotadas, quizá fueron apenas desplazadas. Su reacción no ha consistido en proponer un nuevo proyecto de país, sino en obstaculizar el proceso en curso. Se han reconfigurado mediante una guerra de posiciones invertida, cuyo objetivo no es disputar el Estado, sino hacerlo ingobernable. Esta estrategia se ha materializado en bloqueos legislativos, judicialización de funcionarios, operaciones mediáticas de desgaste y cooptación de agendas desde el centro político.

Mientras esto ocurre, la izquierda actúa sin una estructura partidaria sólida ni un movimiento social organizado que lo respalde, su ocupación del Estado ha sido parcial y frágil, sin traducción territorial ni institucional densa. Sin una organización que integre lo institucional con lo social y lo cultural, no hay hegemonía posible. Lo que no se arraiga se evapora. Y el Estado, sin base social, se convierte en trinchera sitiada.

Uno de los mayores vacíos del proceso ha sido la construcción de un sujeto político. El pueblo —entendido no como masa abstracta, sino como sujeto colectivo en formación— ha estado ausente del relato gubernamental, no porque no exista, sino porque no ha sido interpelado ni convocado en sus códigos, en sus memorias, en sus demandas históricas. Las organizaciones sociales, los pueblos indígenas, las comunidades afrodescendientes, las organizaciones feministas, las juventudes populares, han sido tratadas como fuerzas auxiliares, no como protagonistas de un proceso de transformación, pues este ha sido ambiguo o inexistente.

Sin embargo, ese sujeto no es una pura ausencia. Aparece en forma fragmentaria en los paros, en las mingas, en los procesos comunitarios, en las subjetividades vivas y emergentes, es ahí donde debe nacer —o renacer— la voluntad colectiva. Para ello, la izquierda necesita dejar de ser únicamente gestión estatal y convertirse en una fuerza articuladora del deseo popular, capaz de producir identificación y pertenencia. La hegemonía no se decreta desde arriba, sino que se organiza desde abajo.

La coyuntura actual no debe leerse sólo como crisis, sino como interregno, en el sentido que le daba Gramsci: el viejo orden ya no puede gobernar como antes, pero el nuevo aún no ha nacido. En este espacio incierto, se manifiestan síntomas de agotamiento institucional, dispersión de fuerzas, parálisis de una narrativa posible, pero también se abre una posibilidad histórica. El interregno puede ser el espacio donde se gesten nuevas formas de organización, nuevas narrativas, nuevas alianzas sociales. Para ello, la izquierda necesita actuar estratégicamente, no solo resistir el desgaste, sino construir desde la base una dirección ética y revolucionaria que reinvente el sentido común. Lo constituyente, por ejemplo, no puede ser una consigna vacía; debe ser el resultado de un proceso de movilización popular real, capaz de sostener una nueva gramática del poder.

La izquierda ha confundido gobierno con hegemonía, y ha aprendido —a golpes— que no son lo mismo. Gobernar es ejecutar, administrar y negociar; hegemonizar es construir sentido común, configurar una ética, inscribir en el lenguaje cotidiano una nueva manera de sentir, desear y pensar la vida en común. Si las reformas no son habitadas por un sujeto, no se convierten en cultura, no se sedimentan, no transforman.

El desafío es dejar de gestionar la administración para convertirse en dirección colectiva, eso implica pedagogía, organización, y, sobre todo, conflicto; es decir, asumir el debate de las transformaciones estructurales en el marco de una unidad sin ambigüedades; en donde la lucha, contra toda retórica de desideologización de las prerrogativas históricas del pueblo colombiano, se dé con la perspectiva de una hegemonía anticapitalista. Esto implica, también, habitar los espacios intermedios donde lo social se encuentra con lo político, y donde el relato se convierte en posibilidad histórica, implica ocupar el papel protagónico en la construcción de formas de organización popular.

Donde no hay relato, reina la incertidumbre; donde no hay pueblo, manda la restauración; donde no hay organización, el miedo ocupa el lugar del deseo. Pero el interregno no es una condena, sino un tiempo abierto; lo importante es cómo se habita. La izquierda colombiana tiene ante sí una disyuntiva: quedarse atrapada en la gestión o convertirse en fuerza histórica. Aún hay tiempo, y como enseñó Gramsci, incluso en los momentos más oscuros, puede comenzar a organizarse la esperanza.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.