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Simón Trinidad: De presos políticos y traiciones

Fuentes: Rebelión

En 1804, mientras Europa obedecía las órdenes de Napoleón Bonaparte y su magnetismo irradiaba los rayos más supremos del arte militar —moviendo guarniciones, escuadras y cuarteles—, surgía en el corazón del Caribe, concretamente en Haití, un hombre de temple indomable, forjado en el sufrimiento de las privaciones y cubierto con el manto pulcro de las humillaciones: su nombre, Henry Christophe. Este exesclavo, que primero sirvió a un magnate de La Española, luego a Francia, después a España, y finalmente al ejército que él mismo ayudó a fundar junto al Barón de Samedi y bajo el espíritu de Makandal, se convirtió en símbolo de lucha.

Por aquellos días brillaba otra estrella en el cielo americano: Simón Bolívar, de la orden secreta de la libertad, junto con otros jóvenes que llevarían a romper con España en 1810. Para decirlo de otro modo: sin la ayuda de Haití, no se habría llegado a 1810. Sin embargo, el orgullo herido de Francia por lo que sucedía en Haití intentó, casi de forma patológica, no solo desmoralizar a los exesclavos alzados en armas, sino también desacreditar la lucha encarnada de aquel pueblo que, a ojos franceses, no eran más que “negros sin alma” a quienes había que devolver al corral.

Solo la muerte del cuñado de Napoleón confirmó la indeseable noticia: esos negros —hijos de mujeres consideradas «de baja estofa» por la retórica colonial— habían triunfado en el campo militar. La fiebre amarilla arrasó con el cuñado de Bonaparte, con los altos mandos franceses, y provocó la retirada definitiva de las tropas napoleónicas. El siglo que siguió reflejó los aspectos más tristes y oscuros del alma humana: ensayos de enfermedades tropicales diseñadas en laboratorios norteamericanos probadas en niños haitianos, atrocidades de todo tipo y dictaduras de las peores.

Simón Trinidad, interesado en estos temas desde joven, comenzó sus estudios en Valledupar —su tierra natal, donde una profesora andaluza me comentaba con entusiasmo la admiración que le despertaba el lugar del excombatiente—, y luego los continuó en los salones universitarios de mayor prestigio.

La noche del 10 de marzo de 1996, visité con mi esposa Ana María Linares Liévano la serranía del Perijá, delimitación geográfica que une al estado Zulia en la República Bolivariana de Venezuela con el departamento del Cesar, en el norte de la República de Colombia. Para entonces, Colombia se mecía en la gran hamaca de la desdicha, el derroche del dinero público y el despilfarro de nuestras mejores ilusiones. Nuestros escritores más destacados vivían en el exilio, lo mejor de nuestra pintura también, y los narradores cinematográficos carecían de recursos para realizar sus películas.

La noche más fea, más nauseabunda, más vomitiva —en fin, la noche más cáustica— se vivió ese año y los cinco posteriores. El llamado Bloque Caribe, luego Bloque Martín Caballero, plantea aspectos jurídicos sobre los cuales, en el marco de este documento, no nos corresponde emitir juicios, dado que el enfoque aquí aborda asuntos más inmediatos, como notará el lector más adelante.

Los hijos de un expresidente de Colombia y de un actor armado de reconocimiento público, aunque no ortodoxo, reclamaban entre 1996 y 2006 con pleno derecho un trato más riguroso en materia de derechos humanos, dado que los cargos públicos no deben otorgar inmunidad frente a las responsabilidades legales. Alegaban ser perseguidos políticos, incluso prisioneros políticos, bajo esquemas de relevancia internacional.

Dado que el derecho nunca ha estado casado con un solo pretendiente —es decir, el derecho solo es fiel a sí mismo—, debe brindarse el mismo trato no solo a Ricardo Palmera, sino también a cualquier colombiano o colombiana que se encuentre atrapado en un juego jurídico asimétrico.

La JEP debería convocar a Simón Trinidad para que participe en sus audiencias y deliberaciones, incluso como gestor de paz, a plena luz del día, para que comparta sus experiencias —equivocadas o certeras— que ayuden a esclarecer hechos ya ventilados por la justicia ordinaria. Estas vivencias deben quedar recogidas en la memoria espiritual de Colombia, para que la reconciliación lograda en los Acuerdos de La Habana no sea el relato sesgado de una sola de las partes.

Además, el poder simbólico de quien lo detenta no debe venderse bajo ningún precio, y la dignidad no puede convertirse en comida para los cerdos. Si el jefe de Estado colombiano considera que tiene bien puestos los pantalones, si cree no haber sido embriagado por el poder, si siente que representa noventa años de angustia y saqueo de nuestras riquezas en todos los frentes, y si es capaz de dominar la conciencia que observa en múltiples direcciones —los hechizos del vudú haitiano, los loas mejor ataviados, y las sugerencias del Barón de Samedi—, entonces debería iniciar de inmediato un diálogo con los canales más confidenciales del Departamento de Estado de los Estados Unidos, en busca de un tercer país que ofrezca garantías a Ricardo Palmera.

Esto, en caso de que Colombia, por muy bien gobernada que esté, no pueda o no esté en condiciones coyunturales de hacerlo. Es necesario saber bajo qué criterios de equidad se alcanzaría ese acuerdo con Estados Unidos.

Es imprescindible conformar una comisión humanitaria de colombianos y colombianas con acreditación europea que visite de forma inmediata a Simón Trinidad, ya sea en Florida o en el condado donde se encuentre. Este gesto representaría el acto diplomático más brillante del siglo XXI —poético o no—, y enviaría un mensaje evolucionado a las futuras generaciones.

Arrasate, 6 de agosto de 2025

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.