Usted sabe de quién estoy hablando.
En todas las campañas electorales se tergiversa y se miente. Se publicitan cifras que no son factibles, se prometen iniciativas grandiosas que se sabe de antemano que no se van a realizar, se acusa al adversario de haber incurrido en actos infames, si es que no de ser él/ella paciente de alguna enfermedad degenerativa, etc. “Va con la profesión”, es lo que dicen los gringos. Y la actual campaña chilena por la presidencia de la República no se halla exenta de esta plétora de inmundicia y, especialmente, no se halla exenta de ella la parte que le toca a la política neofascista. Ante la desfachatez de sus actuaciones mentirosas, yo observo en quienes las experimentan signos de horror, exclamaciones de escándalo, reproches morales y hasta estéticos. No observo, sin embargo, una reflexión sobre el fenómeno. Consciente de mis limitaciones, anoto en lo que sigue algunas ideas que, a lo mejor, podrían ser retomadas y ampliadas por quienes son más sabios que yo.
Cuando se miente ello es siempre para obtener un beneficio a costa de la credibilidad de un otro vulnerable, incluso cuando ese beneficio es presumiblemente a favor de la persona a la que se le ha estado mintiendo, como ocurre en las llamadas mentiras blancas o mentiras piadosas. Dejando entonces de lado la casuística, que por cierto es infinita, mentir es lo que un destinador le comunica a un destinatario que es en circunstancias de que él sabe muy bien que no es, y que además lo hace con el fin de engañarlo.
Esta es la definición desde hace más de mil años, y no excluye a las mentiras blancas o piadosas, esas que Kant llamó “filantrópicas” o “benéficas” (en Sobre el presunto derecho a mentir por filantropía) y las que, para él, no obstante su apariencia benigna, eran tan mentirosas y tan deleznables como todas las demás.
Pero las mentiras de esa clase no son la regla, son más bien una excepción. Miente el mentiroso común para despojar al otro de una o más de sus posesiones (de su dinero o lo que fuere), para que el otro lo tenga en una alta consideración (para que lo estime, lo ame, lo escoja, como su amigo, como su amante, como su candidato a una cierta dignidad), para exculparse de alguna falta o ser eximido de algún castigo (“yo no fui…”), etc. Pero en todos esos ejemplos el común denominador de las mentiras sigue siendo el mismo. Es el haberle puesto el mentiroso el pie encima a la víctima, su haber querido y haber logrado demostrarse más pillo que el otro.
Y existen dos grandes familias de mentirosos. Los de la primera de estas dos familias son esos a los que acabo de referirme, los que mienten para engañar aquí y ahora, es decir que son aquellos cuyo objetivo es obtener una ventaja puntual e inmediata sobre el otro bobo, y eso mediante una acción que no es improbable que el otro bobo experimente como una consecuencia de su propia estupidez: la de haberse dejado embaucar, por su voluntad, en la telaraña del embaucador. Estos son los mentirosos básicos. Son los candidatos a parlamentarios, en la relación manipuladora que ellos entablan con unos electores ingenuos cuyas esperanzas manosean haciéndoles falsas promesas. O son los niños que les mienten a sus padres acerca de su conducta o sus rendimientos escolares. O son los empleados que le mienten al jefe diciéndole que cumplieron con sus obligaciones cuando en realidad no lo han hecho. O son los ladronzuelos que le dicen a la policía o al juez que ellos no cometieron el delito del cual se les acusa.
Como digo, los mentirosos de esta primera familia no se caracterizan por su sutileza. Sus embustes tienen por lo tanto un alcance reducido. Se les descubre con relativa facilidad. Tampoco es raro que la condena que reciben por la infracción que han cometido sea blanda. A los políticos mentirosos sus electores los perdonan (si es que los políticos mentirosos no se han adelantado a mentirles por segunda vez para así tapar la primera mentira), a los niños mentirosos sus padres les tiran las orejas o les dan un par de coscachos, a los empleados que incumplen sus obligaciones los suspenden de sus labores o les bajan el sueldo, y a los ladronzuelos ni el policía ni el juez les creen para empezar a conversar.
Con los mentirosos de la segunda familia el relato cambia radicalmente, y cambia porque estos son más astutos, más ambiciosos y, sobre todo, son más peligrosos. Al contrario de los de la primera familia, estos otros suelen tener objetivos de largo alcance, y el logro de tales objetivos puede significarles un éxito que asusta. Eso ocurre cuando la mentira que emiten acaba convirtiéndose en “sentido común” y a ellos no solo no se los castiga por haberla perpetrado, sino que su astucia es motivo de admiración.
A esta segunda familia pertenecen los mentirosos fascistas (sí, fascistas sin reticencias, con el significado genérico de este término, y no populistas, ultraderechistas, extremistas de derecha o cualquier otro de los eufemismos en circulación). Y su mentira es la que debe importarnos hoy en Chile. Hablo de una mentira cuya máxima finalidad es que los ciudadanos hagan abandono de la aspiración al conocimiento de lo que es verdadero o, más precisamente, hablo de una mentira que lo que busca es que los ciudadanos sientan que distinguir entre lo verdadero y lo falso no es una tarea que a ellos les incumba, sino que es de la incumbencia de otros a los que esos mismos ciudadanos suponen mejor dotados. Es más: el desenlace redondo de esta maniobra de bloqueo del acceso a la verdad es que los ciudadanos que la viven lo hagan de buena gana, como el alivio de una molestia. Una de las contribuciones más importantes que se han hecho contemporáneamente en los estudios sobre la ideología es la que insiste en que esta se abraza porque incluye una dosis de gratificación. Al ideologizado la ideología algo le quita, eso es así, pero también le da algo en compensación. En el ejemplo que acabo de dar la compensación es el haberlo aliviado de una responsabilidad.
Aunque sin compartir muchas de sus consideraciones, que yo creo que estaban teñidas en exceso por la Guerra Fría, reconozco que Hannah Arendt captó bien la mentira fascista. No se trata de un simple matiz, según ella escribe. En este segundo escenario de la mentirología, la tesis de Arendt es que el “totalitarismo” miente primero para alisar el terreno, suprimiendo cualquier obstáculo que se interponga con sus planes o, mejor dicho, desactivando en el ciudadano el interés por conocer la verdad. Por lo general, desatando el terror con el noble propósito de combatir el delito e implantar seguridad. Y, en seguida, una vez que los totalitarios ya han logrado tomarse el poder, entonces es cuando ellos, en el terreno que limpiaron previamente, plantan el consentimiento y la conformidad: “Antes de que los líderes de masas se apoderen del poder para hacer encajar la realidad en sus mentiras, su propaganda se halla caracterizada por su extremado desprecio por los hechos como tales, porque en su opinión los hechos dependen enteramente del poder del hombre que pueda fabricarlos […] De la misma manera que el terror, incluso en su forma pretotalitaria y simplemente tiránica, arruina todas las relaciones entre los hombres, así la autocoacción del pensamiento ideológico arruina todas las relaciones con la realidad. La preparación ha tenido éxito cuando los hombres pierden el contacto con sus semejantes tanto como con la realidad que existe en torno de ellos; porque, junto con estos contactos, los hombres pierden la capacidad tanto para la experiencia como para el pensamiento. El objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen ni la distinción entre el hecho y la ficción (es decir, la realidad empírica) ni la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento)” (Los orígenes del totalitarismo).
Es conocida la excusa que argumenta que en la Alemania nazi la gente común nada sabía sobre las atrocidades que se estaban cometiendo en los campos de concentración. La realidad es que esa gente común sabía y no sabía. Sabía, porque era prácticamente imposible que no supieran, y no sabía, porque habían sido acondicionados para no saber. Unas frases que suelen atribuírsele a Joseph Goebbels, en las que el ministro de propaganda de Hitler habría manifestado que “una mentira mil veces dicha se convierte en una gran verdad” sintetiza esta operación correctamente.
El que los destinatarios de las argucias del fascismo acaben no pudiendo distinguir entre la verdad y la no verdad no es pues un suceso ni inocuo ni accidental ni irrelevante. Es, por el contrario, una meta profunda, deliberada y fundamental de los mayores mentirosos. El fascista miente no para que usted no conozca la verdad, miente para que usted no se interese en el conocimiento de la verdad y le entregue a él, al fascista, la facultad de poseerla y usarla. O, lo que es igual, miente para que usted llegue a la conclusión de que lo que sucede en el espacio público no es asunto suyo, que todo lo que usted tiene se lo ha ganado personal y duramente, con el sudor de su frente, sin pedirle ayuda a nadie, y que por lo tanto le da lo mismo lo que haga el gobierno de turno o, peor aún, le da lo mismo de qué color político sea dicho gobierno, que sea democrático o que sea fascista. Y si es un gobierno fascista, que le permite seguir viviendo su vida personal y familiar en paz, bienvenido sea.
La falta de convicciones (¡el desencanto con la política, del que tanto se duelen algunos comentaristas livianos!) habrá sido impuesto finalmente en la conciencia colectiva, y ese desinterés no tiene nada de casual, es un modelo de conducta que aquellos que se reservan para sí mismos el poder de pensar y decidir le implantan al subordinado. Por detrás del repliegue de este último, uno puede descubrir el cumplimiento de una premisa fascista: la ninguna estimación que el fascismo tiene por los ciudadanos, su convencimiento de que estos no deben (o no pueden) hacerse preguntas y mucho menos darse respuestas, que están ahí solo para entregarles a ellos su consentimiento. Para lograr que eso ocurra, apelan no a su inteligencia, de la que en su opinión carecen, sino a sus emociones, que sí las tienen y en abundancia.
Y eso es lo que los fascistas hacen, exactamente, proporcionarles a los ciudadanos emociones, muchas y a raudales. Un torrente continuo de emociones, el sucederse mareador de las imágenes en la “sociedad del espectáculo” a la que se refirió Guy Debord. Los humanos somos cuerpos “pensantes”, pero también somos cuerpos “deseantes”, y para satisfacer esta segunda dimensión de lo que somos los fascistas tienen la respuesta. El despojo del conocimiento de la verdad lo compensan con un incremento de la ración de emociones, con el impacto deslumbrante que genera el espectáculo. Ese es el núcleo de la cultura fascista (sí, existe una cultura fascista), la estética del espectáculo: el show de múltiples colores, el monumentalismo, la apelación a los ancestros míticos de la raza, el enaltecimiento de unas cuantas costumbres populares como expresivas del ser de la nación, etc.
En este marco de referencia, queda prístinamente claro que los ciudadanos que han sido amasijados se están conduciendo tal como se esperaba que ellos lo hicieran, es decir, de conformidad con la toxina ideológica que les inoculan a diario. Su comportamiento no obedece a la correlación que por su cuenta esas personas podrían haber hecho de los acontecimientos con su concepto y con su enunciación. Creen en lo que sus controladores les han dicho que crean. Para eso los han entrenado, para que renuncien, voluntaria y servilmente, al ejercicio de su racionalidad.
El alegato de que este es un fenómeno reciente es falso, por supuesto. La ambición suprema de cualquier ideología controladora (“totalitaria”, en el lenguaje de Hanna Arendt) es anular en el controlado la capacidad de razonar. Y es cierto que esto se ha exacerbado en los últimos años, entre otras causas por el perfeccionamiento vertiginoso de los dispositivos persuasores, pero la desactivación de la conciencia ideológica de los controlados fue y sigue siendo el fin por indecencia de los que los quieren controlar.
Usted sabe de quién estoy hablando.