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Reseña del libro "La bodega. Donde la memoria fue secuestrada. El lugar del asesinato del profesor Freytter".

Aporte para desentrañar la geografía del terror en Colombia

Fuentes: Rebelión - Imagen: Profesor de la Universidad del Atlántico Jorge Adolfo Freytter Romero. Foto https://verdadabierta.com/

Este libro de David Felipe Gómez Triana, Itsasne Allende Sopelana y Alexander Ugalde Zubiri es el producto de un gran esfuerzo, que realiza desde hace años la Asociación Freytter sobre la vida, la lucha y el asesinato del profesor universitario Jorge Adolfo Freytter Romero, y como resultado del cual se han obtenido logros valiosos en la lucha por establecer la verdad sobre los crímenes paramilitares en Colombia.

Entre esos logros pueden mencionarse dos: de un lado, reivindicar la gesta de un luchador social, rescatar su nombre y darlo a conocer en la sociedad colombiana; de otro lado, generar resultados concretos (libros, documentales, reconocimientos oficiales del Estado colombiano…) que se encaminan en esa búsqueda incuestionable de alcanzar la verdad e identificar a los responsables de ese crimen paramilitar.

Como parte de esas preocupaciones investigativas nos presentan ahora este breve libro sobre el lugar en donde se torturó y asesinó al profesor Freytter Romero. Quiero destacar lo que consideró son los aspectos más importantes de esta investigación.

LAS TRAMPAS DEL LENGUAJE O LA CONVERSION DE PALABRAS DE VIDA EN PALABRAS DE MUERTE

En estos momentos estamos viendo un fenómeno generalizado en la política occidental, que consiste en la transformación burda del lenguaje, que hace realidad algo que parecía ser propio de la ficción: la guerra es presentada como paz, al genocidio se le llama guerra o conflicto, a las acciones del colonialismo sionista de los ocupantes que asesinan y expulsan a los habitantes locales de Palestina se les designa con el benigno nombre de “legítima defensa”, quienes luchan por defender sus derechos no son combatientes o rebeldes sino terroristas… Podría decirse que esto no es nuevo y en la historia del capitalismo es la norma, pero esto no puede llevar a desconocer que estamos enfrentando en la actualidad un cinismo extremo sin precedentes, que tiene como consecuencia que lo woke y lo antiwoke se identifiquen: unos porque niegan la biología y la naturaleza para señalar, por ejemplo, que hombres y mujeres no existen en sí mismos como entidades biológicas claramente delimitadas sino que son construcciones culturales, y otros que aunque se digan antiwoke y  cuestionen desde la extrema derecha las identidades y sus reivindicaciones han llevado la ideología woke al terreno político para señalar, por ejemplo, que ya no es posible establecer verdades en términos de derechos y reivindicaciones y que, en esa perspectiva, Israel, por el uso de la fuerza bruta, tiene más derechos sobre los palestinos a partir de sus concepciones racistas y su lectura de la biblia que dice que la palestina histórica le corresponde por ley divina. Esto es lo que podríamos denominar el lenguaje del terror, que ha dato pie a una narrativa en la que predominan las mentiras y los embustes y se expande por el mundo occidental por el poder de difusión de las redes antisociales y los medios digitales.

Lo significativo radica en que palabras asociadas al trabajo y otras actividades en principio benignas o que expresan aspectos diversos de la vida fueron convertidas en Colombia en palabras de muerte y terror y en eso han sido un anticipo macabro de lo que ahora se ha generalizado en el mundo occidental. Entre esas palabras están las de motosierra (instrumento de trabajo convertido en artefacto de terror y muerte, con el que se desmembraron a seres humanos que estaban vivos), gente de bien (los ricos y poderosos), dolor de patria (entrega del país a Estados Unidos y sus empresas), muñeco (muerto), héroes (los militares), y ahora, como resultado de esta investigación, podemos agregar el vocablo Bodega. Todas esas palabras, de las cuales se ha trasformado su sentido original, forman parte de una cartografía verbal del odio que en Colombia se erigió desde la década de 1980 y estuvo asociada al avance de las fuerzas paramilitares, al origen y expansión de una cultura traqueta (nacida en los bajos fondos del submundo del narcotráfico en algunos lugares de Antioquia y de Medellín, su ciudad capital) y a la llegada a la presidencia de la República de uno de los miembros secundarios, en ese momento, del Cartel de Medellín.

Ahora, se incorpora al léxico del odio en nuestro país, que tanta muerte y dolor ha causado, el término Bodega, que ya no es solamente un lugar donde se almacenan o guardan cosas, sino que devino por la acción predeterminada de los paramilitares en un sitio de terror, tortura, muerte y desaparición. En pocas palabras, un lugar donde se impuso la brutalidad.

Por tal razón, adquiere relevancia estudiar y desentrañar el sentido que tienen los lugares del horror, que han sido indispensables para perpetrar crímenes y para ocultarlos a la luz pública. En una de esas bodegas, situada en la ciudad de Barranquilla, se perpetraron terribles hechos de terror, la mayor parte de los cuales permanece en la penumbra o el olvido.

LA IMPORTANCIA DE LOS LUGARES O LA GEOGRAFIA DEL TERROR Y LA MUERTE

Esta investigación es un aporte en una dimensión particular, que bien podemos denominar la geografía o espacialidad del terror.

El terrorismo de Estado con sus diversas variantes, entre ellas la colombiana con sus proxis paramilitares, emplea diversos lugares clandestinos para perpetrar sus crímenes, aunque en eso, desde luego, no es nada original. Baste recordar al respecto la tristemente célebre ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) en Buenos Aires, donde los militares de ese país realizaron crímenes que avergüenzan a la humanidad. Ese caso es mencionado en este libro.

De entrada, la Bodega tiene algunas diferencias con la ESMA, que vale la pena subrayar: no era un lugar donde funcionara alguna entidad oficial del Estado colombiano, sino que era un sitio de propiedad de particulares; en Argentina funcionó en tiempos de una dictadura, mientras que en Colombia operó bajo gobiernos civiles, supuestamente democráticos; aunque ambos sitios eran clandestinos, en Argentina se usaba como sitio de tortura y asesinato por parte de fuerzas estatales, mientras que en Colombia fue empleada por civiles, militares, policías y miembros de los servicios secretos del Estado, como una clara expresión a pequeña escala de lo que ha sido el accionar paramilitar, que no puede entenderse al margen del Estado, porque ha sido un resultado de un proyecto planificado de terror con agencia oficial, como lo testimonia el genocidio de organizaciones políticas, entre ellas la Unión Patriótica.

En el ámbito geográfico, La Bodega estuvo localizada en el caso urbano de Barranquilla, en un barrio popular y en un sector en el cual, como lo atestigua la información cartográfica, se encontraban varias instituciones militares y de policía, lo que se convertía en un “escudo de impunidad” (p. 78), como apropiadamente lo denominan los autores.

Esto es importante destacarlo, puesto que ese “escudo de impunidad” no fue excepcional, un descuido podrían pensar algunos, sino parte de una estrategia a nivel nacional, consistente en proteger, asistir e impulsar de manera oficial los crímenes paramilitares, porque a menudo los asesinos paramilitares eran militares que salían disfrazados de los cuarteles, procedían a masacrar y regresaban a resguardarse en esos cuarteles; o, en otros casos, recibían apoyo logístico, información de inteligencia, desde helicópteros, por parte de sectores del Ejército y la policía para que los paramilitares perpetraran sus crímenes.

En este sentido, La Bodega replica un modelo espacial de represión y muerte que se diseño en todo el país, con la finalidad de facilitar y encubrir a los asesinos.  

La Bodega tenía diversas funciones en el ámbito de la criminalidad y no eran contradictorias, sino complementarias: se llevaban personas secuestradas, a las que se torturaba, asesinaba y desaparecía; funcionaba como caleta de grupos de narcos, que eran a su vez paramilitares; fue un centro de operaciones de los paramilitares, de vital importancia en el manejo de sus actividades, hasta el punto de que allí había helicópteros para el tráfico de cocaína y eventual escape de paramilitares, y eran manejados por pilotos de las fuerzas represivas del Estado colombiano;  era una fachada de actividades legales de índole comercial, cuya propietaria era una mujer ligada al negocio de las apuestas (entre ellas lo que en Colombia se llama El Chance), y con nexos con paramilitares y políticos locales y nacionales, al punto de que financió campañas políticas para la gobernación del Atlántico y proporcionó recursos económicos en la campaña presidencial de Álvaro Uribe Vélez en 2002…

Con todos estos aspectos, que son analizados en esta investigación, no me parece adecuado el subtítulo “Donde la memoria fue secuestrada” porque en realidad y, antes que nada, en La Bodega fueron secuestrados, torturados y asesinados seres humanos de carne y hueso, con sus propios proyectos políticos y sociales. No fue ni mucho menos secuestrada la memoria, salvo que estemos diciendo, lo cual es una obviedad, que a los asesinados se les está matando no solo su cuerpo físico, sino su espiritualidad y subjetividad, que incluye a la memoria personal y a un recorrido biográfico de lucha, como el que encarnó el profesor Jorge Adolfo Freytter Romero.  

Ahora bien, lo que se emprende después, y en forma comprometida y pertinaz por parte de familiares del mencionado profesor, es una lucha en varios frentes, entre ellos el de la memoria. Y desde este punto de vista, es una reivindicación importante la solicitud de que La Bodega se convierta en un Centro de Memoria Histórica.

En otros términos, no es convincente hablar de que La Bodega ha sido un lugar donde se ha secuestrado la memoria, y si eso fuera así, sería lo último que aconteció (lo cual me parece discutible), sino que fue un sitio tenebroso de tortura y muerte.  Era un sitio clandestino y, en consecuencia, el interés de diversos sectores ‒y, en primer lugar, los vinculados al Estado‒ era mantenerlo oculto y ojalá que nunca se supiera de su existencia, como sucede con miles de lugares similares que en Colombia han existido. Esto se hacia para que no se encontraran evidencias físicas y materiales de sus delitos y borrar las huellas de sus acciones criminales. Por todo ello, lo que había allí era un esfuerzo de borrar el cuerpo del delito, para decirlo con una retorica jurídica.

Ahora bien, la lucha para que el lugar se convierta en un Centro de Memoria Histórica es algo que se hace después de haber establecido que La Bodega fue un sito de muerte y terror y lo que se pretende, y esta no es una cuestión exclusiva de memoria, es que eso ojalá no vuelva a ocurrir. En ese sentido, y desde el presente, aquel espacio se convierte en un “lugar de la memoria”, precisamente porque en su momento fue un sitio tenebroso, donde se perpetraron crímenes que nos deberían avergonzar a todos los colombianos.

Lo que es loable es que esa lucha la hayan llevado a cabo familiares del profesor Freytter sin el apoyo ni la participación de entidades oficiales, porque las acciones encaminadas a encontrar lugares del terror corren por cuenta de luchadores, como lo confirma el caso de Martín Almada que en Asunción (Paraguay) descubrió por su propia cuenta y acción los Archivos de la Operación Cóndor, que hoy forman parte de la memoria documental de la humanidad.

VICTIMAS NO, SÍ LUCHADORES CON LA FRENTE EN ALTO

El genocidio sionista ha puesto en crisis la noción de víctima, por el carácter autovictimizante de Israel a partir de la construcción de una memoria, ligada a una particular e interesada interpretación de fenómenos históricos, como el genocidio de la II Guerra Mundial y los campos de trabajo y exterminio, siendo el más representativo el de Auschwitz.

Por esta razón de actualidad, quiero llamar la atención sobre el término víctima, el cual ya se había criticado antes con mucha razón, porque le quita la agencia de lucha, de combate, de construcción de proyectos alternativos a todos aquellos que han encarnado, y han pagado con su propia vida, el sueño de construir otros mundos y de superar las miserias del capitalismo realmente existente.

Quiero enfatizar que, en Colombia, para politizar el asunto es preciso efectuar una diferenciación indispensable: por un lado, está el uso jurídico del término víctima, que supone que el Estado debe reconocer su participación directa en crímenes contra la población; y por otro lado, está el uso político de la noción de víctima, que le quita fuerza real a quienes han luchado y lo convierte en una  imploración lastimera de los derrotados, para que, frente a quienes los han destruido, acepten que eran culpables y se arrepientan de sus combates y ahora, sus descendientes, se olviden de esos combates y presentan a sus ancestros como seres pasivos, sin ningún proyecto transformador.

Esta idea de víctima (derivada de la memoria sionista, hoy en crisis) es la que debe cuestionarse, porque, entre otras cosas, está en bancarrota por los crímenes de Israel. 

Por esa razón, me parece que en este investigación y en indagaciones sucesivas debería tenerse mucho cuidado de presentar a un luchador como Jorge Adolfo Freytter Romero como una pura y simple víctima, algo que parece insinuarse en ciertos momentos en el escrito (por ejemplo, cuando se habla de “docentes víctimas”, p. 52) No, debe decirse y reivindicarse en forma categórica, que él fue un luchador social en el marco del mundo universitario y educativo y fue torturado y asesinado porque encarnaba otra idea de la universidad y sus palabras y acciones eran un obstáculo para quienes buscaban privatizar y mercantilizar la universidad pública, lo que a la postre han logrado. Y esto debe reivindicarse en forma directa y sin miedo para empezar a abandonar una lógica inscrita en un cierto victimismo que se impuso en el mundo entero y Colombia no ha sido la excepción, un resultado directo de la hegemonía de la memoria sionista, que hoy afortunadamente se está derrumbando, y con ella la noción limitada, lastimera, lacrimógena y despolitizada de víctima.

Esto, desde luego, no supone abandonar la lucha jurídica, para que en la marco de la definición restringida de víctima que tiene el Estado colombiano se prosiga con la búsqueda de la verdad, la justicia y la reparación. Eso es una cosa necesaria e indispensable, pero otra bien distinta es que en las investigaciones críticas se sigan empleando sin distanciamiento la lacrimógena y despolitizada noción de víctima.

Porque en Colombia el bloque de poder contrainsurgente ‒formado por el Estado y las clases dominantes‒ no actuó precisamente para arrasar con víctimas pasivas, sino con sujetos sociales, conscientes y organizados, que pugnaron por construir otra Colombia. Para impedirlo ese bloque de poder contrainsurgente ha usado la motosierra, la tortura, las bodegas y la desaparición forzada y ha recurrido a un sistemático terrorismo de Estado. Y esa política de sangre y tierra arrasada ha dado como resultado la desaparición de proyectos anticapitalistas y la domesticación de la mayor parte de la izquierda política. Luego de masacrar a miles de personas ‒por aquello de quitarle el agua al pez‒ y al cabo de un breve periodo histórico, de unas dos décadas, transformó el mapa político y el tejido social del país, legalizó el exterminio, expropió millones de hectáreas de tierras, consolidó la antidemocracia y la desigualdad, le dio carta de buenos colombianos a genocidas y criminales y, para completar, cuando había cambiado el país se dio a la tarea de borrar la memoria e historia de los vencidos. Como resultado de eso, entre otras cosas, ideó el señuelo de víctimas, entre los cuales en Colombia se ha llegado al extremo vergonzoso de incluir como victimas a miembros de las fuerzas represivas, el Ejército y la policía, contrainsurgentes y anticomunistas de pura cepa, con las manos untadas de sangre y eso lo ha legitimado entre otros la JEP.  

O, para hablar de un tema más relacionado con este libro, las universidades públicas en bloque se declaran víctimas, cuando las administraciones de los claustros educativos fueron coparticipes en forma directa o cómplices de la represión estatal y paraestatal, y como resultado de esa limpieza del pensamiento crítico y revolucionario esos claustros hoy en día no tienen nada que ver con los espacios de pensamiento y movilización antisistémica que antaño fueron.

Reivindicar a los luchadores y no a las víctimas supone poner en primer plano algo que también está desapareciendo en forma acelerada y que hoy parece ser un artículo inaccesible de lujo, me refiero a la dignidad. Esta no se negocia ni se trafica, ni puede ser borrada para congraciarse con los poderes de turno, como viene sucediendo en Colombia desde hace años por parte de muchos de los hijos de los luchadores y mártires de ayer que, además, convirtieron la memoria de sus padres en un suculento negocio.

Afortunadamente, ese no es el caso de Jorge Freytter Florián, quien tuvo que huir del país, vivir el duro exilio en el exterior y ha estado librando una lucha valerosa y digna por recuperar la historia y la memoria de su padre, un luchador a carta cabal y con todas las letras. Y este libro es un resultado concreto de esa lucha por mantener en alto la frente, con dignidad y coraje, como lo hizo su padre, asesinado por el Estado colombiano.

Este artículo es un comentario del libro de David Felipe Gómez Triana, Itsasne Allende Sopelana y Alexander Ugalde Zubiri, La bodega. Donde la memoria fue secuestrada. El lugar del asesinato del profesor Freytter, Asociación Freytter, Bilbao, 2025.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.