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El silencio del capital en medio del ruido del cambio

Fuentes: Rebelión

La regulación del capital no es únicamente un cuerpo de normas o una arquitectura técnica construida para preservar la estabilidad del sistema económico, sino un lenguaje secreto que atraviesa el cuerpo de la sociedad y sus emociones, una respiración invisible que determina la forma en que los seres humanos imaginan la esperanza. Si el capital posee un instinto, ese instinto consiste en regular no solo los flujos financieros, sino también las pasiones, los deseos, los gestos más pequeños que componen la vida colectiva. Todo lo que el capital toca, incluso aquello que nace para enfrentarlo, termina convertido en parte de su respiración.

La palabra victoria tiene el fulgor de la ruptura, la pureza del instante en que una comunidad se reconoce capaz de alterar el orden. Sin embargo, en las sociedades contemporáneas esa palabra se disuelve en un extraño espejismo donde la conquista se transforma en dispositivo de control. Una nueva ley, una beca, una mejora salarial, un subsidio para los pobres del mundo, cada una de esas conquistas, que en apariencia son un paso hacia la emancipación, se integra en un sistema más vasto que las digiere y las vuelve engranaje de su funcionamiento. La victoria, cuando no logra transformar la lógica que la hizo necesaria, se convierte en una concesión que preserva el equilibrio general. La regulación no se ejerce solamente desde los ministerios ni desde los bancos, sino también en las mesas donde se negocian las demandas, en los discursos que traducen el dolor en promesa y en los documentos que legalizan el despojo bajo el nombre de bienestar.

Hay una astucia profunda en ese movimiento, el poder que concede algo, en el mismo gesto que cede, asegura su continuidad. Cada reclamo atendido se convierte en un nuevo límite, y cada avance social, en un territorio donde la revuelta se vuelve costumbre. La regulación ampliada podría entenderse como ese metabolismo del capital que convierte el conflicto en orden, la protesta en trámite, la pasión colectiva en estadística. En ese ciclo interminable las victorias son absorbidas, procesadas y devueltas a la sociedad como ejemplos de progreso.

El pensamiento crítico ha intuido desde hace décadas que el capital no se opone frontalmente a sus enemigos, sino que los incorpora con la delicadeza con que el mar disuelve una gota de veneno. Su poder reside menos en la represión que en la traducción, transforma los gritos en discursos razonables, las barricadas en políticas públicas, el ardor en planificación. Lo que en su origen fue un estallido de dignidad se vuelve un instrumento de gestión. La hegemonía se construye de esa manera, no como una estructura fija, sino como un tejido poroso donde la disidencia es admitida, administrada y finalmente reconciliada con la continuidad del orden.

El capitalismo maduro aprendió a gobernar el descontento, no sofocándolo, sino organizándolo. Cada movimiento social que irrumpe abre un espacio de negociación que, al institucionalizarse, se convierte en parte del paisaje de la gobernabilidad. La regulación es, entonces, una maquinaria que respira dentro de las instituciones, pero también dentro de los cuerpos, en los gestos de quienes creen resistir y, sin advertirlo, reproducen los ritmos del sistema que los oprime.

En Colombia, esa respiración se ha hecho visible en los últimos años. Las calles se llenaron de jóvenes sin futuro, campesinos arrinconados por la expansión del extractivismo, estudiantes que reclamaban no solo recursos sino sentido. Las ciudades ardieron en un coro de dignidad y furia. La multitud, convertida en un solo cuerpo, exigió un nuevo pacto con la vida. Durante esas jornadas, el país descubrió su propio rostro en la violencia del Estado y en la persistencia de quienes no aceptaban volver a la rutina. La protesta abrió un umbral histórico, pero también un dilema: cómo transformar el grito en estructura sin que la estructura lo domestique.

El cambio político que siguió, presentado como respuesta a esa revuelta, no logró romper el marco que le dio origen. El nuevo gobierno heredó un Estado diseñado para tranquilizar a los mercados y disciplinar a la sociedad. La promesa de justicia social se encontró atrapada en la jaula de la estabilidad fiscal. Así, la regulación del capital se manifestó no como una negación de la voluntad popular, sino como su administración. El Estado se convirtió en un espejo que reflejaba la ilusión del cambio mientras contenía, en silencio, su fuerza transformadora.

La regulación no se impone desde arriba como un decreto, sino que se filtra en los intersticios de la vida cotidiana. Aparece en los programas sociales que crean dependencia y clientelismo, en los contratos temporales que mantienen la precariedad bajo el disfraz de oportunidad, en los derechos que se privatizan mediante la gestión de intermediarios. Todo aquello que nace para liberar acaba sostenido por la misma lógica que pretendía disolver. La regulación ampliada es una maquinaria de integración, toma la energía de la protesta, la domestica y la devuelve al circuito de la acumulación como garantía de estabilidad.

En este proceso, las fuerzas políticas que se presentan como alternativas no quedan al margen. Son parte del movimiento general que equilibra el deseo de cambio y la necesidad de orden. Los gobiernos que llegan con discursos de justicia y redistribución se enfrentan a la paradoja de gobernar sin destruir los fundamentos de la acumulación. Así, el progreso se convierte en un delicado acto de prestidigitación donde se anuncian transformaciones mientras se preservan las condiciones materiales del poder. El cambio, entonces, se vuelve forma de continuidad.

No se trata de negar la importancia de las conquistas ni de reducir toda política a un gesto de cooptación, sino de reconocer la trampa que habita en cada victoria. Cuando una política social se financia con deuda o evita tocar los privilegios de la concentración económica, refuerza el equilibrio que aparenta desafiar. Cuando una reforma laboral promete dignidad sin alterar la estructura productiva que genera la miseria, la justicia se transforma en un aplazamiento perpetuo. La regulación del capital, en su versión más sutil, consiste en transformar la necesidad en virtud, la impotencia en paciencia, la derrota en reforma, un estallido social en gobierno progresista.

Las fuerzas sociales, cuando conservan su autonomía, representan el mayor desafío para esta maquinaria. Son las comunidades que no delegan su destino, las organizaciones que rehúyen el financiamiento condicionado, los movimientos que desconfían del poder que los invita a participar de su propio encierro. Pero incluso en ellos se filtra la lógica de la regulación. Los liderazgos se institucionalizan, la protesta se profesionaliza, la rabia se convierte en programa. La historia reciente muestra con claridad ese proceso de domesticación. Las calles que ayer fueron escenario de ruptura hoy son espacios donde el descontento se administra con protocolos y permisos.

Si se amplía la mirada hacia el continente, el panorama se repite con variaciones de tono. Gobiernos que nacieron de la promesa de justicia han debido pactar con los guardianes de la estabilidad. Se reforman los impuestos, pero no las relaciones de propiedad. Se amplían los derechos, pero no se transforma la matriz económica que los hace precarios. La región vive una modernización de su dependencia, un nuevo pacto social donde el bienestar funciona como prólogo del endeudamiento y la inclusión se mide por el acceso a servicios privatizados.

Surgen preguntas inevitables. ¿Cómo imaginar un cambio que no se disuelva en su propia administración? ¿Cómo sostener conquistas que no alimenten la misma maquinaria que las produce? ¿De qué modo preservar la autonomía de los movimientos sin que la historia los devore con la dulzura del reconocimiento? Las respuestas no pueden ser técnicas, porque la regulación del capital no es solo un problema económico, sino una forma de civilización. Exige otra sensibilidad, una ética del conflicto que no tema vivir en la contradicción, una política que no aspire a ser gobierno, sino horizonte.

Nada de esto implica la negación de la esperanza. En los márgenes de la regulación siempre hay fugas, grietas, movimientos y territorios que resisten la digestión del orden. Son los espacios donde el poder todavía no ha aprendido a traducir la rebeldía. Pequeñas comunidades, asambleas, redes, voces que rehúyen la lógica de la representación y que inventan lenguajes nuevos. Allí, en esos gestos mínimos, el futuro respira.

La regulación del capital es un pulso que atraviesa el cuerpo social. Se alimenta de la revuelta y la convierte en una respiración que le permite seguir existiendo. Comprender ese pulso no significa resignarse a su ritmo, sino aprender a interrumpirlo con una afirmación que brote desde el fondo de lo humano. Tal vez el comienzo de una nueva historia consista precisamente en eso, en aprender a respirar fuera del orden que pretende regularnos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.