Según la Defensoría del Pueblo, la ofensiva militar del Estado contra las disidencias de Iván Mordisco en la Amazonía y Arauca causaron el asesinato de al menos 15 menores de edad, que van desde los 13 hasta los 17 años. Estos niños, niñas y adolescentes han sido doblemente victimizados: primero, por los grupos armados al reclutarlos forzosamente y, después, por el Estado al asesinarlos mediante bombardeos.
En varios círculos periodísticos, así como en redes sociales surgen críticas de la decisión del presidente Gustavo Petro de ordenar bombardeos para atacar a las disidencias. Aspectos legales, morales e ideológicos caracterizan estas críticas. Pero un aspecto ha recibido menos atención aunque demuestra la continuidad de las políticas de muerte por parte de los presidentes colombianos: la necropolítica, una manifestación del poder contemporáneo debido al uso de armas y tecnologías que tienen el interés de destruir personas y cuerpos.
Petro continuó el camino de sus antecesores
“La expresión última de soberanía reside ampliamente en el poder y capacidad de determinar quién tiene la posibilidad de vivir y quién debe morir”. Con estas palabras, el filósofo camerunés Achille Mbembe, inicia la conceptualización de lo que él denomina como “necropolítica”. Asesinar o permitir vivir, continúa Mbembe, constituye los límites de la soberanía, sus principales atributos. Ser soberano es ejercer el control de sí sobre la mortalidad y de definir la vida como el uso y la manifestación de poder.
Al ordenar el bombardeo a unidades guerrilleras en El Retorno (Guaviare), Puerto Santander (Amazonas), Calamar (Guaviare), y Puerto Rondón (Arauca), el presidente Petro ejecuta la necropolítica en su máxima expresión. Pese a la solicitud de la Defensoría del Pueblo de detener estos bombardeos debido a la alta probabilidad de que existan menores reclutados por las disidencias (de hecho, en todos los bombardeos han sido asesinados menores), Petro aseguró que no suspendería estos operativos militares en tanto continúen las acciones ofensivas contra “grupos armados del narcotráfico”.
Considero que Petro, pese a deponer las armas y hacer tránsito a la vida civil desde los 90 y comprometerse con la búsqueda de paz en Colombia, profesa al mismo tiempo el ejercicio de la necropolítica al igual que sus antecesores. No es una contradicción en su actuar sino un régimen que se ha implantado en la formación y consolidación del Estado colombiano.
Dicho de otra manera, esto ocurre debido a que la violencia en Colombia, como en muchos otros lugares del mundo, está intrínsecamente ligada a la política. Dice Mbembe que cuando la política es considerada una forma de guerra, debemos preguntarnos el lugar que se le es dado a la vida, la muerte, y el mutilamiento o destrozo del cuerpo humano. ¿Quién tiene el poder de ejecutar la necropolítica? ¿Qué nos dice la implementación de tal “derecho a asesinar en nombre del poder” sobre a quién se puede matar? ¿Qué nos dice sobre la relación de enemistad que fija el poseedor de este derecho contra los individuos asesinados? En la administración de Iván Duque, los menores de edad reclutados por los grupos armados fueron categorizados como “máquinas de guerra”.
Para Gustavo Petro, su derecho reside en ser comandante supremo de las Fuerzas Armadas. Es un derecho que, según sus explicaciones en redes sociales, podrían haberse evitado si las disidencias hubieran mantenido diálogos de paz. En vista de que estos grupos rompieron las negociaciones, según Petro, tiene todo el sentido que enfrenten el aparato represivo del Estado, y su expresión más letal en las tecnologías de la guerra: los bombardeos.
Aquí Petro decide quién vive y quién muere. No distingue ni matiza que el enemigo no solo es victimario sino también víctima. Para el presidente de la República, todos los cuerpos de su enemigo, las disidencias de las Farc, son iguales, así existan dentro de sus filas menores de edad reclutados forzosamente. Algo no muy distante a lo que diría Benjamin Netanyahu al ordenar bombardear Gaza para exterminar a Hamás a pesar de la presencia de civiles (niñas, niños y adolescentes, ancianos y mujeres embarazadas), o a la política de bombardear a las “narco-lanchas” en el Caribe y en el Pacífico.
La necropolítica de Petro muestra la práctica atroz del uso legítimo de la violencia
Lo que nos dice la necropolítica de Petro revela la práctica atroz del principio del legítimo uso de la violencia y coerción de los estados contemporáneos. Poco importa si este uso es legítimo, excesivo, revictimizante. Se citan ciertas leyes domésticas, se interpretan artículos del derecho internacional humanitario, para justificar bombardeos debido a que el enemigo empezó primero, no se sometió a la paz, traicionó la desconfianza.
Es el uso de la soberanía para decidir sobre quiénes son dignos de vivir y quiénes merecen morir al punto de ser irreconocibles, como sucede con las bombas. Es, en palabras de Mbembe, el uso de topografías de la crueldad en las periferias de Colombia donde para Petro, así como para otros presidentes, no hay civiles, campesinos, indígenas, afros, menores y adultos, hombres y mujeres, sino solo “enemigos”, “combatientes” o “narcotraficantes” que deben ser aniquilados y mutilados al punto de ser irreconocibles. “Hay otro que tardarán tiempo en conocer la edad, que puede oscilar entre 15-25 años”, aseveró Petro en uno de sus trinos.
Los bombardeos en Colombia deben invitarnos a una profunda reflexión sobre el uso y abuso del poder, los límites de la soberanía, y la justificación del excesivo uso de la violencia como continuación de la política. En las bombas está no el cambio, sino la permanencia de un régimen que nunca se ha ido de Colombia, ni siquiera en el primer gobierno de izquierda en los más de 200 años de historia republicana.


