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¿Aventura militar o continuidad del orden neoliberal?

Fuentes: Rebelión

“La violencia del Estado no es más que la violencia organizada de una clase para la opresión de otra.”
— Vladimir Ilich Lenin

El reciente bombardeo ordenado por el presidente Gustavo Petro contra campamentos del Estado Mayor Central vuelve a colocar al país frente a la nitidez de una violencia que pretende ser quirúrgica, aunque en realidad se despliega como un mecanismo devastador cuyos efectos no pueden revertirse. En Guaviare, en áreas amazónicas y en Arauca, operaciones semejantes desembocaron en la muerte de menores presentes en los campamentos. La sola presencia de estos adolescentes evidencia el crimen cometido por los grupos armados, pero también la falla profunda de unas condiciones materiales que el Estado nunca garantizó y que llevaron a tantos jóvenes rurales a ver en la insurgencia no un destino impuesto sino una posibilidad de existencia frente a un horizonte de precariedad. Este doble movimiento no atenúa la gravedad del hecho; por el contrario, ilumina con mayor intensidad la decisión estatal de emplear explosivos en espacios donde la presencia de menores era previsible, una decisión que revela un modo de gobernar en el que la vida se administra bajo una lógica que separa cuerpos dignos de amparo de cuerpos condenados a desaparecer en silencio dentro de los márgenes invisibles de la guerra.

En este escenario la pregunta, que da inicio a esta reflexión, adquiere un espesor mayor. Los hechos no pueden entenderse como un exceso táctico ni como una decisión apresurada, sino como expresión de tensiones que atraviesan la manera en que el Estado colombiano ejerce el poder. La interrogación se impone con fuerza: ¿Asistimos a una maniobra que busca recomponer gobernabilidad mediante la exhibición de la fuerza o a la continuidad silenciosa de un orden contrainsurgente que, pese a los discursos reformistas, sigue organizando la economía y el territorio bajo la primacía del control militar? Esta pregunta abre un surco que permite observar cómo incluso un gobierno que prometió otro camino puede terminar atrapado en una estructura histórica que mantiene intactos sus mecanismos de coerción, vigilancia y excepcionalidad permanente.

Lo que muestran estos hechos es que la muerte de menores no constituye solamente un saldo trágico de la confrontación. Es también el síntoma de un orden que permanece activo y que regula la vida de las periferias dentro de un cálculo donde la protección se distribuye de manera desigual. El Estado continúa operando bajo una matriz que privilegia la coerción sobre la política, que confunde control con legitimidad y que administra las poblaciones rurales como si fueran riesgos antes que sujetos políticos y de derechos. En este marco la guerra se repite, puede cambiar la retórica gubernamental, pero no se transforman las condiciones que la alimentan; y mientras esas condiciones permanezcan intactas, cualquier promesa de paz se vuelve un eco que se desvanece antes de llegar a los territorios.

Gobernabilidad mediante fuerza, entre hegemonía erosionada y control espectacular

La decisión del gobierno de recurrir al bombardeo como instrumento privilegiado para demostrar autoridad evidencia la profundidad de una crisis donde la palabra pública ha dejado de convocar. Cuando las instituciones pierden la capacidad de orientar moralmente a la sociedad, la fuerza se convierte en un sustituto precario del consenso. Y la fuerza, por más estruendo que produzca, no puede reemplazar lo que se construye con legitimidad y confianza. Por eso estos ataques, lejos de fortalecer al Estado, exponen sus fisuras.

Este deterioro de la autoridad se manifiesta en diversos planos. Las élites dudan de la capacidad del progresismo para garantizar el orden. Los sectores populares no perciben cambios reales en sus vidas. Las comunidades rurales continúan sintiendo la presencia estatal como fragmentaria y tardía. Y los actores armados disputan control sin reconocer la autoridad oficial. En este escenario los bombardeos aparecen como gestos que buscan generar una impresión de decisión, aunque la impresión se desvanece con rapidez porque la autoridad no surge del impacto de un explosivo sino de la capacidad de construir instituciones que protejan la vida.

La espectacularidad del bombardeo, con su promesa de precisión absoluta, oculta la fragilidad de un Estado que recurre a la violencia para suplir la ausencia de consenso. Puede parecer una demostración de fuerza, pero en realidad es un signo de debilidad política. Y cuando su resultado es la muerte de jóvenes que ya habían sido empujados a los márgenes de la existencia, el gesto se invierte. Lo que pretendía ser una afirmación del Estado termina convirtiéndose en evidencia de su incapacidad de gobernar mediante el reconocimiento y la justicia.

El Cauca después de Perseo, una ofensiva que no ordena el territorio y que dispersa el conflicto

El Cauca ofrece una imagen precisa de lo que ocurre cuando la intervención estatal se reduce al ámbito militar. La ofensiva no debilitó a la insurgencia, la reacomodó, le permitió dispersarse en nuevas zonas, reorganizar sus redes y fortalecer sus dinámicas locales. La guerra, lejos de menguar, se adaptó al nuevo escenario; y esa adaptación es posible porque la insurgencia opera en un territorio donde su presencia está entrelazada con historias comunitarias, economías informales, geografías difíciles y una memoria persistente de abandono estatal.

La operación Perseo intensificó la presencia militar, aunque no estuvo acompañada de instituciones civiles que fortalecieran la justicia, la salud, la educación o el trabajo. Sin estos elementos la fuerza estatal produce control temporal, pero no genera autoridad. Puede desplazar campamentos insurgentes, aunque no transforma las condiciones que sostienen el conflicto. El territorio se administra como un tablero donde se ubican unidades y objetivos, mientras la vida cotidiana continúa organizada por dinámicas que exceden la presencia estatal.

El resultado es un territorio más fragmentado que antes. La insurgencia no desaparece, cambia de forma, se mueve con soltura dentro de un paisaje que conoce con una profundidad que el Estado no posee. Y el conflicto, lejos de reducirse, se redistribuye. El Estado incrementa su presencia armada, pero no su capacidad de conducir políticamente la vida del territorio. La guerra no se resuelve, se desplaza.

Reclutamiento juvenil, subalternidad activa y condiciones materiales de existencia

El reclutamiento juvenil exige una lectura más amplia que la simple constatación del delito cometido por los grupos armados. En muchas zonas del país la juventud crece en un entorno de precariedad extrema. Las escuelas están debilitadas, el trabajo es escaso, las economías ilegales sustituyen las oportunidades de vida. Y el Estado aparece, cuando aparece, como una presencia lejana y difusa. En este escenario la insurgencia ofrece aquello que las instituciones no entregan, pertenencia, ingreso, movilidad social, reconocimiento.

Muchos adolescentes no llegan a la insurgencia únicamente porque son forzados, llegan porque la insurgencia aparece como una salida en medio de un mundo que les niega posibilidades. Esta decisión no elimina su condición de víctimas, aunque revela una dimensión que el Estado parece no querer afrontar, la búsqueda desesperada de dignidad en un entorno que les ha cerrado las puertas; son jóvenes que intentan escapar a la precariedad y encuentran en las armas una forma precaria de autonomía.

La respuesta estatal, en cambio, trata estas vidas como amenazas y no como sujetos de derechos, se aplican estrategias que administran su desaparición antes que políticas que amplíen su horizonte. El bombardeo se convierte entonces en el último eslabón de una cadena de abandonos, no elimina la causa del conflicto, elimina las vidas que lo encarnan. Y en ese gesto se revela un Estado que interviene demasiado tarde, que llega con violencia donde nunca llegó con protección.

El trasfondo neoliberal del dispositivo contrainsurgente

La intensificación de la guerra en regiones donde confluyen intereses extractivos, proyectos energéticos y corredores logísticos demuestra que la seguridad militar y la economía no funcionan como esferas separadas. En Colombia la expansión del mercado ha estado acompañada por la estabilización forzada de los territorios. El orden económico necesita un territorio pacificado y, al no estar dispuesto a construir esa paz mediante justicia social, recurre a la fuerza para producirla. La guerra se convierte así en una herramienta de planificación territorial.

Este vínculo entre seguridad y economía opera bajo una lógica sencilla. Para que los proyectos extractivos avancen, las zonas donde se ubican deben estar controladas; para que los corredores logísticos funcionen, las comunidades deben ser desmovilizadas o desplazadas; para que la inversión fluya, la inestabilidad debe ser contenida. En esta ecuación la violencia no aparece como una disfunción, sino como una condición de posibilidad. Un territorio se convierte en mercancía solo cuando ha sido despejado de quienes se resisten o estorban.

En regiones rurales esta convergencia se vuelve especialmente visible. La presencia militar reorganiza la geografía, abre caminos para la explotación minera, asegura áreas donde se proyectan redes energéticas y vigila corredores que interesan a la economía global. La vida comunitaria se subordina a las necesidades del capital. El territorio se redefine según su utilidad económica y la guerra se convierte en el idioma silencioso que acompaña este proceso.

Incluso gobiernos que se anuncian como transformadores terminan atrapados en esta arquitectura; no por falta de voluntad, sino porque el modelo económico establece límites que son difíciles de romper. Para gobernar se requiere asegurar territorios estratégicos y para asegurar esos territorios, la lógica estatal recurre a mecanismos que contradicen su propia promesa de paz. La guerra no se interrumpe, se administra, se regula, se ejecuta como parte de la maquinaria que mantiene funcionando la economía nacional.

Lo que emerge es un dispositivo contrainsurgente que actúa como engranaje del orden neoliberal; es un dispositivo que vigila, desplaza, bombardea y reconfigura poblaciones, un dispositivo que clasifica vidas según su utilidad para el mercado y que emplea la fuerza como método para producir las condiciones que el capital exige. La guerra, bajo esta estructura, deja de ser un problema que se busca resolver, se convierte en una sombra inevitable del modelo económico.

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Los bombardeos que terminaron con la vida de menores en Guaviare, Amazonas y Arauca revelan una forma de gobernar que no protege la vida, sino que la administra como variable dentro de un cálculo militar. La autoridad estatal, lejos de fortalecerse, se diluye cuando la fuerza reemplaza a la política; un Estado que elimina vidas vulnerabilizadas no puede construir el consenso que necesita para gobernar y termina atrapado en una paradoja, intenta demostrar poder, aunque lo que exhibe es su incapacidad para transformar las condiciones que sostienen el conflicto.

Mientras el Estado intervenga mediante mecanismos que administran la muerte y no mediante políticas que expandan la vida, la guerra seguirá reproduciéndose. Las juventudes rurales seguirán viendo en la insurgencia una opción de supervivencia y cualquier promesa de paz será incompatible con un modelo que utiliza la violencia para garantizar estabilidad económica.

El bombardeo que pretendía afirmar la autoridad del Estado termina mostrando su límite más profundo, un Estado que no logra gobernar mediante el consenso, que no garantiza derechos, que no protege a quienes debería proteger y que, atrapado en una estructura histórica que nunca ha sido desmontada, continúa administrando una guerra que dijo querer superar.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.