Aunque esta generación ya haya nacido en España, no tiene las mismas oportunidades que los autóctonos y sigue arrastrando la desigualdad de sus padres.
Es una frase repetida, pero no menos cierta, afirmar que en España el aumento de la inmigración ha sido uno de los cambios sociales más profundos y rápidos vividos desde principios de siglo. La singularidad de España, en comparación con otros países europeos, no solo reside en la magnitud del fenómeno, sino en la velocidad con la que se ha producido. En los veinticinco años del nuevo siglo han llegado más de 14 millones de personas migrantes (no todas se han quedado), con un claro predominio de orígenes latinoamericanos (40 %) y europeos (31 %) respecto a los africanos (15 %) y asiáticos (7 %), según FOESSA.
Hemos recorrido en poco tiempo un camino que otros países europeos con mayor tradición migratoria, como Francia o Alemania, han tardado mucho más en completar. En 2023, España es el país con mayor porcentaje de población migrante (17,3 %), por delante de Alemania, Francia e Italia; y el 14 % posee una nacionalidad distinta de la española.
Sin embargo, no solo destaca la cantidad: la diversidad de orígenes se sitúa ya entre las más elevadas de la UE. Las generaciones jóvenes han crecido en un entorno caracterizado por la diversidad étnica y cultural. En 2021, más del 10 % de las personas menores de 20 años eran de origen migrante; la proporción superaba el 20 % entre quienes tenían menos de 14 y alcanzaba más del 30 % entre menores de tres. Según el CES, actualmente uno de cada tres estudiantes que se incorporan a la escuela tiene al menos uno de sus progenitores nacido en el extranjero.
El aumento de la población total en España se explica, en gran medida, por la llegada de personas migrantes: hoy somos 10 millones más que en 1991. La población migrante, incluyendo personas llegadas del extranjero, nacionalizadas o descendientes de progenitores migrantes, constituye ya, al menos, una quinta parte de quienes residen en España.
Por ello, es muy destacable que el balance de la incorporación de las personas migrantes a nuestra sociedad en términos de convivencia e inclusión social sea aceptable, y que se haya producido sin grandes tensiones sociales es claramente un logro importante. Quizás contribuye a ello la historia migratoria de nuestro país, los vínculos históricos y familiares con otras naciones y el hecho de que muchas personas nacidas en el extranjero sean ya ciudadanos, lo que difumina la dicotomía entre nosotros y ellos a la hora de hablar sobre el tema de la inmigración. Además, el aumento de hogares mixtos, matrimonios interculturales y nacimientos con al menos un progenitor extranjero refleja procesos de integración social que diluyen las fronteras de lo que significa ser inmigrante y cuestionan la rigidez de esta categoría. La sociedad resultante es más mestiza, diversa e inclusiva.
No obstante, entender la dimensión de estos cambios demográficos, su composición interna y sus consecuencias es fundamental para diseñar políticas públicas adecuadas y para entender su influencia en el debate político actual, especialmente en contextos donde ciertos actores fomentan discursos de odio y xenofobia.
Entre los cambios demográficos, uno de los más relevantes es la evolución de las segundas generaciones (personas nacidas en España con progenitores extranjeros). Este grupo apenas existía a comienzos del siglo XXI. Su presencia marca una nueva fase del proceso migratorio: jóvenes nacidos y socializados aquí, pero cuyo devenir sigue influido por el origen migratorio de sus familias.
En 2024, la segunda generación presenta un perfil marcadamente joven, concentrado casi en exclusiva en menores de 30 años. Representa cerca del 45 % de la juventud de origen migrante y tiene un peso importante en educación infantil y primaria. Su protagonismo será aún mayor en la próxima década.
La población joven de origen migrante (menores de 30 años) asciende a 4,5 millones, más del 20 % de la población joven del país. Pero su relevancia no es solo cuantitativa: también está cambiando su composición. Las personas de segunda generación con ambos progenitores procedentes de países africanos suponen un tercio del total, mientras que en la primera generación representaban el 16 %. En otras nacionalidades, como las de origen latinoamericano, sucede al revés: el peso de la segunda generación es inferior al de la primera.
Los estudios sobre integración muestran que el origen nacional sigue influyendo en la inserción laboral de los progenitores y en las trayectorias educativas de sus hijos e hijas.
El nivel educativo de las madres de la segunda generación es muy inferior al que tienen las madres españolas. Más de la mitad de los menores y adolescentes de la segunda generación tiene una madre con estudios de primaria o inferior. Esta desigualdad en capital educativo se refleja también en la participación en el mercado laboral: solo el 35 % de los niños y niñas de la segunda generación tiene a ambos progenitores ocupados (frente al 66 % de quienes tienen progenitores españoles). Estos datos evidencian una desventaja estructural para una parte importante de la segunda generación.
En cuanto a las trayectorias educativas, se rompe un mito que había calado en España: que las segundas generaciones tenderían a asemejarse en logros educativos a la población autóctona. Esta afirmación, válida en buena parte de Europa, no se confirma aquí. Las diferencias entre segundas generaciones y descendencia de población autóctona son mayores que en otros países europeos, también en el acceso a estudios universitarios.
Que nuestra experiencia migratoria sea aceptable y mejor que en otros países europeos, no quiere decir que ese mismo éxito se reproduzca de forma automática en la segunda generación. Los datos no apuntan hacia ese escenario tan optimista como se creía.
Hablar hoy de la segunda generación equivale a observar el presente y anticipar el futuro de la estructura social del país: si avanzaremos hacia sociedades más igualitarias o hacia otras marcadas por desigualdades y discriminación.
Los estudios recientes detectan un cambio en las percepciones sociales sobre la migración: ha aumentado el peso de quienes la consideran un problema, un fenómeno alimentado por los discursos de odio de la ultraderecha que sitúan a la población migrante como responsable de múltiples males sociales.
En este contexto, llama la atención la escasa prioridad que reciben los planes de integración –competencia de las comunidades autónomas–, de los cuales solo cuatro han sido actualizados; el resto se ha quedado desfasado. Y solo tres comunidades han puesto en marcha estrategias específicas contra el racismo y la xenofobia.
Otro indicador de esta falta de atención es la congelación de los fondos para acogida. Desde la crisis financiera de 2010, el fondo estatal para políticas de integración permanece inactivo, lo que ha dejado un vacío en el apoyo a iniciativas locales, que son las administraciones más cercanas para actuar.
Esta ausencia de políticas refleja una preocupante pérdida de centralidad de la integración en la agenda pública, según el FISI, precisamente cuando más necesaria es, tanto ahora como en las próximas décadas.
Estamos a tiempo de actuar; el futuro no está escrito y depende de lo que hagamos hoy. Evitar situaciones como las vividas en Torre-Pacheco el pasado verano está en nuestras manos y es responsabilidad de las administraciones implementar políticas públicas que faciliten el éxito de la integración y se eviten trayectorias descendentes (abandono escolar, menor éxito educativo, ocupación precaria…) de las segundas generaciones.
José Sánchez Sánchez es miembro del Área Andaluza de Migraciones. Acción en red Andalucía.


