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A 24 años del desembarco de armas de Carrizal Bajo por el FPMR

Fuentes: Rebelión

A las seis de la mañana del  pasado viernes 21 de Mayo, en una impresionante camioneta 4×4, pintada al mas puro estilo Rally del desierto, desde Santiago emprendimos nuestra aventura hacia la zona de Carrizal, situada en los linderos del desierto de Atacama, el más árido de la tierra. Tres expedicionarios integrábamos esta verdadera patrulla […]

A las seis de la mañana del  pasado viernes 21 de Mayo, en una impresionante camioneta 4×4, pintada al mas puro estilo Rally del desierto, desde Santiago emprendimos nuestra aventura hacia la zona de Carrizal, situada en los linderos del desierto de Atacama, el más árido de la tierra. Tres expedicionarios integrábamos esta verdadera patrulla de exploradores de la historia.  Nos esperaban un poco más de ochocientos kilómetros de carretera al norte y casi cien de terraplenes y senderos  hacia la costa, talvez borrados o disimulados por el paso del tiempo. Han pasado 24 años desde las noches del 26 y 27 de mayo de 1986, cuando casi sesenta hombres y mujeres  comunistas desembarcaron en medio de la oscuridad y el frío de estas costas desérticas, en una diminuta y escondida caleta, un poco más de treinta toneladas de armamento, municiones y explosivos desde la goleta Chompalhue. Eran solo parte de los medios y recursos de la operación de logística clandestina de mayor envergadura realizada a lo largo de toda la historia de lucha de los pueblos en América Latina.
 
Me acompañaban Freddy y «La Negrita», el primero en verdad es Pablo Flores, uno de los «huireros» que desde noviembre de 1985 se mantuvo en la caleta Corrales, lugar preciso del desembarco clandestino, situada exactamente a diez kilómetros al norte del otrora puerto minero de Carrizal Bajo. Pablo en ese entonces, con veintiséis años recién cumplidos, se mimetizaría con el entorno hasta llegar a predecir las mareas, apreciar la calidad y la oportunidad del alga a comercializar y lograría determinar con certeza, por la caca y las huellas, el momento y la dirección del transito de los guanacos del desierto.

Era el último de los subordinados de la empresa comercializadora de algas, «Productos del Mar», diseñada para encubrir la permanencia de estos hombres mientras preparaban las condiciones para el desembarco y trasiego del armamento. Ella, es una hermosa mujer a quién los represores y el «paso del tiempo» nunca lograron encontrar, es Vilma Olivares Cayul, parte de la empresa de cultivo de ostiones «Chungungo Ltda.», instalada en La Herradura, ensenada a menos de dos kilómetros al sur del mismo puerto y  diseñada para enmascarar hombres y botes durante casi un año, tiempo de preparación y realización de la operación que había nacido en diciembre de 1984, como consecuencia y requerimiento del Plan de la Sublevación Nacional del Partido Comunista en su lucha contra la dictadura militar. 
 
La primera noche nos hospedó la misma familia que había participado casi íntegramente en la operación, la familia del Loco Juan. Muy temprano del sábado 22 salimos hacia Vallenar, la ciudad más cercana al lugar de los hechos; desde allí hay setenta kilómetros hasta el desaparecido puerto de Carrizal. Al momento de dirigirnos hacia la costa, el novísimo terraplén fue la primera gran sorpresa para Pablo y Vilma. Hoy es una  amplia y  compacta carretera, como lista y en espera del pavimento. Al poco andar nos sorprendió una línea férrea de reciente creación, un poco más a la costa, nos cruzamos con un reluciente y largo tren cargado de mineral. El pueblito de Carrizal de cara al mar no ha cambiado mucho después de 24 años, las mismas deslucidas casas de tablas y calamina, la misma añosa iglesia azul y blanco de gruesos portones de madera, mientras salteadas se dejan ver algunas casas de dos pisos nuevas y de colores vivos.

La casa de la «Alcaldesa de Mar», quién en los primeros días de agosto de 1986, denunciaría  «extrañas cosas» que ocurrían en la Caleta Corrales, dato inicial desencadenante del desastre de la operación, estaba igual, sin grandes cambios y contigua a la casa oficina coronada por la bandera nacional, al frente, aún resiste el mismo gran galpón rectangular y desvencijado, restos de almacén del desaparecido puerto. «No son más de doscientos habitantes» respondió el joven dueño de uno de los pocos negocios-pulpería del pueblito ante la interrogante de Vilma, «la gente emigra, la escuela es sólo hasta sexto grado…, no hay más», remató como decepcionado. Al  enrumbar con la poderosa camioneta preparada para la huella costera que nos llevaría hasta la entrada de la caleta, nos sorprendió un imponente y pavimentado puente sostenido por gruesas columnas que cruza la ancha quebrada contigua al pueblito. Nos adentramos y todo el camino estaba igual, amplio y compacto. «Nada de esto había», exclamó Pablo mientras miraba extasiado el perfecto terraplén; y yo preocupado por los cambios, talvez la entrada a la caleta habría desaparecido sellada por las autoridades. Vilma, sin poder abstraerse de su permanente sensibilidad social, nos trajo a la realidad sustancial: «la gente está igual…las mismas y mayoritarias casas pobres, las menos son nuevas y relucientes… y a la vista una imponente carretera…, es como una reproducción del país en chico.» «Crecimiento sin desarrollo», apuntó Pablo filosofando.
 
Pablo tenía fundados temores de no encontrar la entrada. Mientras ingresábamos al  paisaje desértico y monótono, a cada rato nos sorprendían numerosas huellas como urgiéndonos a tomarlas hacia el mar. El dato principal eran los diez kilómetros que existían por la costa desde Carrizal hasta la entrada de nuestra caleta. Eso no podía cambiar. El cuenta kilómetros marcó diez  y doscientos metros, y apareció la entrada. Estaba todo removido, se notaba el movimiento fresco de tierra. El camino va descendiendo a la costa a lo largo de mil trescientos metros, es estrecho, no obstante estaba limpio y parejo, a ambos lados, las mismas alturas rocosas y áridas de siempre lo escondían. Habíamos avanzado apenas un poco más de cien metros y encontramos una quebradita lateral que salía  perpendicular al costado derecho del camino. Pablo emocionado y olvidando sus cincuenta años, ascendió casi corriendo 20 o 30 metros por esa accidentada quebradita. Era el almacén de transito hacia donde se trasladaba el armamento desde la playa. Allí permanecía en espera para subirlo hacia el camino costero donde era cargado en camiones cerrados, imposibilitados de llegar hasta la caleta. Hoy podrían descender hasta la misma rocosa playita. En el lugar aún existen parte de las pircas levantadas con lascas rocosas como paredes del almacén refugio.
 
Al finalizar el camino la caleta apareció de bruces. Pablo y Vilma se quedaron en silencio, en algún instante él rompió con la fascinación del momento: «Me duele la guata…me salta aquí» señaló apuntándose al epigastrio. La playita no tiene más de diez a quince metros. La ensenada no llega a más de trescientos metros hasta su salida, doscientos puede tener de un ancho muy irregular. Todo es como una bolsa de agua accidentada y escabrosa, rocas de todos los tamaños están dispersas por doquier, mientras los altos farallones costeros  protegen el extraordinario escenario. En ese minuto la mar se mecía con calma. Caleta Corrales, estaba como diseñada para cualquier operación de desembarco clandestino.  Allí mismo, en un «ruco» de paredes de piedra había vivido Pablo con sus compañeros durante nueve meses. Con este escenario como un testigo indeleble, estos protagonistas recrearon la noche del 26 y 27 de mayo de 1986.
 
La goleta pesquera Chompalhue  arribó a la caleta al filo de la medianoche de ese  primer día. «No se veía absolutamente nada y hacía tremendo frío», acota Vilma. En algún instante encendieron una gran fogata para orientar a la goleta en medio de la oscuridad. Pancho, el patrón del pesquero con su corazón desbocado, la vio y puso proa hacia la luz con el barco «achatado» por la carga excesiva. «La mar estaba brava, había una fuerte y peligrosa marejada», recuerda Pablo. La nave entró a la bahía, se mecía con fuerza mientras Pancho y Santana con sus seis tripulantes luchaban por evitar chocar con las rocas; los botes de goma tiraron cuerdas intentando sujetarlo a las salientes cercanas. En un minuto una cuerda se enreda en la hélice dejando al barco peligrosamente sin control. Los buzos desde la playa se lanzaron y se sumergieron en las aguas oscuras, cortaron la soga y la Chompalhue por fin se estabilizó. Dos botes de goma y uno de madera debían realizar los viajes desde la goleta a la costa, mientras en la playa una larga fila de más de cuarenta hombres y mujeres hacían una cadena desde los botes hasta el improvisado almacén del ruco.   
 
Los primeros estaban con el agua a media pierna; ante alguna señal que nadie recuerda, comenzaron a llegar los primeros botes a descargar los paquetes. Todos estaban  alborozados, nerviosos, algunos sentían una alegría infinita. Vilma no podía creer lo que estaba viendo, cuando de repente escuchó que todos muy emocionados comenzaban a cantar la Internacional, mientras otros exclamaban «ahora sí ganamos», «por fin se acabó la impunidad». «Compipita…, este es un canto a la vida», gritaba Buschmann con su vos teatral, mientras el Loco Juan lanzaba continuas arengas graciosas. Pedro, el jefe de toda la operación, desde la oscuridad miraba el trasiego sin permitirse la excitada algarabía.  Sabía que todo estaba recién comenzando.  Los botes iban y volvían con insistencia, los hombres se agotaban, se mareaban y vomitaban en el ir y venir con esa mar encrespada. El frío era intenso, algunos sorbos de vino o pisco lo mitigaban. Con las horas los paquetes de fusiles o municiones parecían subir de peso. 
 
El barco y su tripulación agotada se fue al despuntar el nuevo día. Los hombres de tierra se dispersaron a dormir por el día en cuevas y resquicios preparados. La mayoría había llegado hacía pocos días en camiones cerrados, exclusivamente para el descargue.   Estaban extenuados y faltaba la mitad del cargamento. Al llegar la noche del veintisiete, todos vieron recalar nuevamente al Chompalhue. La maniobra de descargue y viaje de los botes logró una rítmica y eficiente coordinación. Los hombres y mujeres en la playa formaron la misma cadena, débiles arengas reflejaban el cansancio general. Con algunas excepciones, casi todos sufrían dolores musculares. El Loco Juan, conocido por su extroversión y carisma, en algún instante y ante la peligrosa lentitud del trabajo,  detuvo la operación y los formó a todos. Pablo ni Vilma recordaron expresamente sus palabras, pero en esencia les dijo que esas armas eran una extraordinaria oportunidad para ayudar al pueblo a derrotar a una dictadura atroz que había desaparecido, asesinado, torturado, encarcelado y exiliado a cientos de miles de chilenos…, los verdaderos comunistas ahora debían demostrar su amor por el pueblo… por fin podríamos defendernos y terminar con la impunidad y la humillación. «Dignidad…, rescatemos nuestra dignidad», habría gritado casi al finalizar. La arenga dio resultado, hombres y mujeres salieron a comerse los paquetes que con velocidad llenaban el gran ruco de la playa. Al llegar los primeros claros del día, la tarea del primer desembarco había  terminado.               
 
Vilma y Pablo revivieron con intensidad esas noches, me sorprendió la frescura del recuerdo, la intensidad de las emociones actuales. Cuando en medio del recuento hablaron de los que ya no están, le rendimos homenaje. Viejos comunistas de puro pueblo, en ese entonces con más de cincuenta años, hoy ya no están. «Maforito», Challita y el viejo Rafael. Otros murieron por enfermedad. Nunca nadie les reconoció esta misión. Ninguno de ellos tuvo relación con la caída del armamento de Carrizal. Salimos de allí con cierta pesadumbre, la historia de estos viejos llega a doler. Dos de ellos, en ese entonces, nunca fueron apresados. Son parte de leyendas nunca contadas escritas en medio del desierto por varios protagonistas de esta tarea.
 
Nos fuimos a la Herradura, situada muy cerca del Carrizal, no obstante, este camino sí estaba igual que antaño. Por fin pudimos justificar el empleo de tamaña camioneta 4×4. Allí, en una diminuta ensenada al costado de la Herraduras, creció el falso criadero de ostiones. Todavía estaban las pircas de las habitaciones donde Vilma con Víctor  y Alexis mantenían los medios técnicos y los botes para la operación. Allí recordamos el segundo desembarco realizado casi exactamente dos meses después, usando otra goleta pero idéntica modalidad. No podía faltar el examen del descubrimiento de la operación desatada el 6 de agosto de 1986, las caídas en cadena de las minas donde se ocultaba de manera transitoria el armamento y la posterior entrega en los meses venideros  de los almacenes en Santiago. No podían faltar las salidas extraordinarias de los participantes sobrevivientes del desierto. Todo parte de esta historia aún no contada de manera integral por sus protagonistas. Como tan ausente ha estado en la reconstrucción, la verdadera colaboración de Cuba en la gesta de la lucha contra la dictadura, y la desconocida y determinante participación del contingente del equipo de logística exterior del PC de Chile. 
 
Todos apenas son los títulos de historias que estos exploradores esperan encontrar, develar y reconstruir, en honor a la verdad, a la justicia,  y a la legitimidad de haber luchado contra el régimen más violento e ilegítimo que ha existido en Chile. Esta historia, como cualquier otra, nunca se terminará de escribir, no obstante, cuando esté concluida, habremos dado un paso más para aproximarnos a la verdad. La excepción a todo lo anterior: La están rehaciendo sus protagonistas.