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A 42 años del golpe: La primera mujer de la resistencia

Fuentes: Rebelión

Cuentan que en una vetusta casona del cerro Playa Ancha, en Valparaíso, penaban todas las noches sin discusión o apelación alguna, aun así los vecinos se persignaban presurosos cada atardecer en la esperanza que, ojalá ahora, no tañan de miedo las campanas como cada vez que se escuchaba claramente el murmullo de la señora que […]

Cuentan que en una vetusta casona del cerro Playa Ancha, en Valparaíso, penaban todas las noches sin discusión o apelación alguna, aun así los vecinos se persignaban presurosos cada atardecer en la esperanza que, ojalá ahora, no tañan de miedo las campanas como cada vez que se escuchaba claramente el murmullo de la señora que leía atentamente, se decía, el diario de la mañana siguiente. Porque, según susurraban las vecinas más antiguas, la señora había muerto virgen y por esa misteriosa razón tenía el don de adelantarse a las cosas. Por eso supo del golpe militar antes que ningún porteño y su casa fue allanada antes que ninguna casa, y ella fue torturada antes que nadie. Y ella fue la primera asesinada de los asesinados y la primera desaparecida entre los desaparecidos.

Pero cuentan también que en esa misma casona, donde vivía la señora virgen que se adelantaba a las noticias del día venidero, se escondió entre las sombras la primera mujer que guardó en la buhardilla un disco de Víctor Jara como aquel acto seminal de resistencia que atizó una llamarada azul. Luego, entre lágrimas de cobre subió y bajó mil veces las escaleras desgastadas con cada uno de los 50 tomos de las Obras completas de Lenin, porque seguro que algún día van a servir, musitaba entre sollozos. Ese fue su segundo acción de resistencia y, entonces, silenciosamente descendió al sótano en penumbras para no alertar a nadie. Encendió un fósforo que apenas iluminó el cuarto, pero fue suficiente para encandecer la terrible soledad de la derrota. La injusta derrota de un hermoso sueño, y ahí la primera mujer del primer acto de resistencia simplemente se puso a llorar desconsoladamente, como lloran las valientes. Mas no olvidó porqué había bajado al subterráneo; escarbó entre maderas, herramientas, muebles viejos, revistas y papeles hasta que en el fondo de la pieza encontró, medio asustado, medio asombrado, un revolver que alguna vez escuchó a su abuelo decir que tenía. También le había escuchado que había que mantenerlo muy limpio y engrasado y ella muy niña no sabía que significaba aquello. Ahora tampoco, pero sentada en la oscuridad del sótano en un cerro del puerto clavada en medio de la más absoluta de las soledades nada más sabía que necesitaba a su abuelo. Acariciar aquella arma fue su tercer acto de resistencia.

Cuentan que por años nadie supo que la señora que había muerto virgen, que leía los diarios en la madrugada y conocía antes que nadie lo que sucedería al día siguiente, la habían asesinado y desaparecido. Por lo mismo, la gente continuaba persignándose cuando pasaba por su casa o atardecía y eso convenía a la mujer de la resistencia que escuchaba a Víctor Jara y leía los 50 tomos de las Obras completas de Lenin y poco a poco aprendía a usar el revolver de su abuelo. Nadie se acercaba a su casa, menos los militares que son los más cobardes entre los cobardes. Y esto no lo cuentan los vecinos de Playa Ancha sino que me lo contó una noche de verano Mauricio Arenas, «Joaquín», combatiente del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, quien participó en la emboscada al dictador Pinochet el 7 de septiembre de 1986. Ninguno peleaba; temblaban, arrancaban por las laderas de los cerros, se hacían los muertos. Sólo uno de ellos, un paco, tiró unos tiros. Los profesionales, los boinas negras, los cobras, todos cobardes, señalaba Mauricio.

Cuentan que la primera mujer de la resistencia era amable y amigable, callada y sencilla. Compraba en el almacén de la esquina, cuando aún quedaban almacenes de la esquina y hablaba por teléfono en ese mismo almacén cuando todavía no había celulares. Una noche por teléfono le dijeron que necesitaban una casa para ocultar a un compañero por un par de días y ella dijo inmediatamente que sí. Y llegó el compañero, estaba herido y el abuelo nunca le enseñó de heridas y la señora que veía las cosas que acaecerían al día siguiente hace tiempo que no estaba para presagiar que llegaría un herido. De nada sirvieron Víctor Jara o Lenin o el revólver, pero daba igual porque la primera mujer de la resistencia estaba pintada con la velocidad del sueño, es decir con el color de la imaginación. Nadie sabe que inventó pero el compañero sobrevivió, escuchó cien veces a Víctor Jara y alcanzó a leer tres tomos de las Obras completas de Lenin antes de perderse para siempre un día domingo de otoño. Nunca más se volvieron a ver, como solía ocurrir en dictadura.

Cuentan, para los que no saben, que así se escribió la historia en dictadura, con heridos que sanaban y se iban caminando un día cualquiera; otros que fueron asesinados, torturados, desaparecidos, encarcelados, exiliados. Miles que lucharon de múltiples formas, pacíficas y violentas, armadas y no-armadas. Como la primera mujer de la resistencia que escuchó la música de Víctor Jara, leyó los 50 tomos de las Obras completas de Lenin y una noche de septiembre tomó el revólver de su abuelo salió de su casa para hacer justicia por sus propias manos porque nadie tenía el derecho a matar y hacer desaparecer a la señora de la casona de Playa Ancha cuyo único crimen fue adivinar el golpe antes que nadie en Valparaíso.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.