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A 99 años de la matanza de la escuela Santa María de Iquique

Fuentes: Boletin M. Enriquez

 «Pido venganza para el valiente que la metralla pulverizó. Pido venganza para el doliente huérfano y triste que allí quedó. Pido venganza por la que vino de los obreros el pecho a abrir. Pido venganza por el pampino que allá en Iquique supo morir» En noviembre de 1907, trabajaban en las salitreras de Tarapacá y […]

 «Pido venganza para el valiente que la metralla pulverizó. Pido venganza para el doliente huérfano y triste que allí quedó. Pido venganza por la que vino de los obreros el pecho a abrir. Pido venganza por el pampino que allá en Iquique supo morir»

En noviembre de 1907, trabajaban en las salitreras de Tarapacá y Antofagasta unos 40.000 operarios, 13.000 de ellos eran bolivianos y peruanos en su mayoría. La provincia de Tarapacá, según el censo de población levantado el 28 de noviembre de 1907, tenía 110.000 habitantes. Bajo la presidencia de Pedro Montt, en Iquique, los trabajadores del vital sector de la pampa salitrera hacían periódicos movimientos reivindicativos demandando mejoras salariales, jornadas de trabajo justas, seguridad en las faenas y, sobre todo, respeto a la condición humana. El desierto los vio transitar con la energía y la alegría de las convicciones, de la lucha verdadera, con la ilusión dibujada en cada rostro, apretada en cada mano que ayudaba a la otra para apurar el tranco, para conseguir pronto lo anhelado, lo soñado, lo que en rigor absoluto les correspondía. No importaba la nacionalidad, no importaba el lugar de origen, no importaba el reciente término de la Guerra del Pacífico y el anunciado Plebiscito para determinar la pertenencia de Arica y de Tacna. Se había fraguado, a golpe de chuzo, a trueno de tiro, la más grande de las solidaridades e integraciones obreras, por sobre los intereses geopolíticos de los Estados. La historia registra que la gran cantidad de trabajadores peruanos que trabajaban en la pampa, autorizados a retirarse por gestiones del Cónsul del Perú ante las autoridades chilenas, se negaron a abandonar a sus compañeros huelguistas.

En general, las reivindicaciones que levantaron los obreros de la pampa, en diciembre de 1907, fueron las mismas que provocaron el sangriento desenlace de 1890. Las fichas con las que se pagaban los salarios, se habían desvalorizado entre un 20 y un 40 por ciento de su valor nominal. El monopolio de las pulperías o almacenes, seguía siendo otra importante fuente de ingresos para las compañías propietarias de las oficinas salitreras. El salario real de un obrero salitrero no superaba los 2,5 pesos diarios, lo que constituía un ingreso miserable. Los malos tratos y los castigos corporales, entre los cuales estaba el cepo, donde se amarraba al obrero castigado por el cuello o los tobillos, dejándolo horas o días bajo el sol». Es así como empieza a manifestarse el malestar de los obreros de las Oficinas, en petitorios reclamando al Gobierno atención a sus planteamientos sociales. Ignoradas sus peticiones, se desarrollaría un poderoso movimiento huelguístico en la Pampa Salitrera, que estalla a fines de 1907, y es apoyado por un paro total en Iquique, hasta donde llegaron los miles de huelguistas, para pedir a la autoridad que los salitreros accedieran a sus demandas sociales.

La huelga de los pampinos fue conocida como «de los 18 peniques», porque el punto principal de sus demandas era el cambio a ese valor. El movimiento reivindicativo era fomentado por anarquistas y por otro lado por demócratas y balmacedistas (liberales democráticos, que obtenían dividendos con la veneración de los trabajadores salitreros al difunto Presidente, considerado símbolo de la defensa del salitre a las ambiciones monopólicos del magnate inglés J. T. North amo y señor de la pampa salitrera).

El 16 de diciembre los trabajadores presentaron sus demandas en un Memorial:

-Aceptar que mientras se supriman las fichas y se emita dinero sencillo cada Oficina representada y suscrita por su Gerente respectivo reciba las de otra Oficina y de ella misma a la par, pagando una multa de $ 50.000, siempre que se niegue a recibir las fichas a la par.

-Pago de los jornales a razón de un cambio fijo de 18 peniques. Libertad de comercio en la Oficina en forma amplia y absoluta.

-Cierre general con reja de fierro de todos los cachuchos y chulladores de las Oficinas Salitreras, so pena de pagar de 5 a 10.000 pesos de indemnización a cada obrero que se malogre a consecuencia de no haberse cumplido esta obligación.

-En cada oficina habrá una balanza y una vara al lado afuera de la pulpería y tienda para confrontar pesos y medidas.

-Conceder local gratuito para fundar escuelas nocturnas para obreros, siempre que algunos de ellos lo pida con tal objeto.

-Que el Administrador no pueda hacer arrojar a la rampla el caliche decomisado y aprovecharlo después en los cachuchos.

-Que el Administrador ni ningún empleado de la Oficina pueda despedir a los obreros que han tomado parte en el presente movimiento, ni a los jefes, sin un desahucio de 2 a 3 meses, o una indemnización en cambio de 300 a 500 pesos.

-Que en el futuro sea obligatorio para obreros y patrones un desahucio de 15 días cuando se ponga término al contrato.

Este acuerdo una vez aceptado se reducirá a escritura pública y será firmado por los patrones y por los representantes que designen los obreros.

Miles de trabajadores de las salitreras se concentraron en Iquique respaldando las demandas a la autoridad provincial para que fueran atendidas por los salitreros, ya que los procedimientos anteriores, de enviar comisiones con los petitorios a la autoridad habían fracasado en 1901, 1903 y 1904. Mientras el Intendente interino, Julio Guzmán García, mediaba las negociaciones entre salitreros y representantes pampinos -en la ciudad paralizada en apoyo (o por temor) a los huelguistas-, llegan a Iquique el Intendente titular, Carlos Eastman y el general Roberto Silva Renard, jefe de la I Zona Militar, que venía a tomar el mando de las ya reforzadas tropas de la guarnición. (El 17 llegó desde Arica el crucero «Blanco Encalada» conduciendo una fuerza del Regimiento «Rancagua»; el 18, anclaba en la bahía el crucero «Esmeralda» que traía tropas del Regimiento de Artillería de Costa, de Valparaíso). El estado de sitio fue decretado el 20 de diciembre.

En tanto, se había ordenado a los pampinos concentrarse en la plaza Manuel Montt y en la escuela Santa María. Hasta que una nueva disposición oficial determinaba que los huelguistas debían evacuar esos dos puntos y ubicarse en el Hipódromo, para luego tomar los trenes rumbo a la Pampa, reanudando las faenas, ya que los salitreros rechazaban la presión, sosteniendo que perderían «autoridad moral» en la Pampa, proponiendo al comité huelguista dejar una delegación para continuar las negociaciones. Pero los trabajadores se niegan a abandonar la plaza y escuela mientras no se atendieran sus peticiones.

El 21 de diciembre se enfrentan ambas posiciones, siendo inútiles los intentos de «persuasión» de militares y cónsules para que se desistieran de su actitud, que si bien «era un desacato a la autoridad, no era una rebelión», como sostiene el general Silva Renard en su parte oficial. La decisión estaba tomada de antemano. Había que «escarmentar» para que en Antofagasta no sucediera lo mismo. Nunca estuvo, en realidad, la disposición de acceder a las demandas obreras. El dinero, una vez más, entregaba la última palabra. A la orden de fuego de Silva Renard, las ametralladoras bajadas del crucero «Esmeralda», ubicadas frente a la escuela, y los piquetes del Regimiento O’Higgins, empezaron a vomitar su bilis de muerte. Corrían verdaderos ríos de sangre por la calle Latorre y en la noche, ocultas en la oscuridad, salían carretas y carretas con trabajadores, mujeres y niñxs asesinadxs. Obviamente, las cifras de muertos y heridos no calzan. Silva Renard, en su informe oficial, consigna 140 fallecidos. El Cónsul norteamericano, en la comunicación formal al gobierno de su país, dice que «la escena después fue indescriptible. En la puerta de la escuela los cadáveres estaban amontonados, y la plaza cubierta de cuerpos». El corresponsal de «The Economist» informaba de 500 muertos. Un suboficial del Regimiento «Carampangue» determinaba que, en su guardia nocturna, contó novecientos cadáveres. Los historiadores contemporáneos estiman que entre dos mil y tres mil quinientos, hombres, mujeres y niños, fueron masacrados, mientras los tic tac de los relojes eran acallados por el rugido de la muerte. Rugido que llegó desde el vientre de la intolerancia, desde la insaciable explotación del gran capital, desde la discriminación más absoluta, desde la insensibilidad social, desde aquellos que siguen creyendo que existen ciudadanos de primera y de segunda clase. Desde los que están convencidos de que todo en la vida tiene un precio… Se utilizaron las armas para finalizar con la mayor demostración de fuerza de los trabajadores de las salitreras de Tarapacá desde la gran huelga pampina de 1890.

Los antecedentes de esta confrontación entre los trabajadores y la fuerza pública se remontan a las protestas y reclamos de cargadores y lancheros de varias empresas salitreras, las cuales les negaron el derecho a que se les pagara un sueldo de acuerdo con un cambio estable. Los obreros también solicitaron un aumento del salario, ya que este no les alcanzaba para alimentarse. Al no ser tomados en cuenta, exigieron que les facilitaran los medios para volver al sur del país, desde donde ellos habían viajado. Ante una nueva respuesta negativa a sus demandas, los trabajadores decidieron ir a la huelga, a la cual se plegaron rápidamente obreros de otras oficinas salitreras (12 de diciembre de 1907). Los mineros entregaron a las compañías un pliego de peticiones, el cual fue rechazado. La fe de los obreros en que el Gobierno mediaría para solucionar el conflicto, pronto comenzó a desaparecer con los hechos ocurridos en la oficina Buenaventura. Mientras en este lugar se desarrollaba una reunión entre los dirigentes de los trabajadores con el intendente Carlos Eastman Quiroga (20 de diciembre de 1907), fueron detenidos a balazos unos trabajadores que trataron de enviar a sus familias a Iquique. Hubo seis muertos y varios heridos. A la mañana siguiente se efectuaron los funerales y el intendente suspendió, a través de un decreto, las libertades constitucionales. Además, ordenó a los huelguistas trasladarse a las canchas del Club Hípico.

«El parte que el general Silva Renard ha pasado a las autoridades superiores sobre su valiente hazaña… es la expresión más genuina de la moral burguesa, es la revelación clara, evidente de la falta de inteligencia de las llamadas clases superiores de la sociedad, es el exponente desnudo, es la expresión salvaje, bárbara de los sentimientos y de las costumbres que todavía dominan en el ambiente burgués de Chile»(Luis Emilio Recabarren)

Entre el dolor y la ira. Gracias Antonio Román Román

El 14 de diciembre de 1914 el general Roberto Silva Renard caminaba tranquilamente por la calle Viel, en la ciudad de Santiago -en las proximidades del Parque Cousiño, hoy Parque O’Higgins-, en dirección a su despacho en la Fábrica de Cartuchos del Ejército, en la cual se desempeñaba como director. Eran como las 10.15 de la mañana…Roberto Silva Renard se sorprendió al sentir en la espalda aquel golpe seco que hizo doblegarse sus rodillas y distender sus esfínteres. Por la espalda y entre sus piernas sendos líquidos tibios comenzaron a descender. Intentó girar para ver el origen de su dolor, pero en ese momento un segundo golpe, esta vez a la altura de su oreja izquierda, lo lanzó sobre la ventana de una de las casas de la calle Viel. Roberto Silva Renard Durante 39 años prestó servicios en el ejército. Su participación durante la guerra civil en el bando reaccionario, le valió el ascenso a coronel. El 17 de septiembre de 1904 encabezó las tropas que masacraron a los obreros en huelga de la oficina salitrera Chile. El saldo fue de 13 muertos y 32 heridos. Cuando en octubre de 1905 se produjeron en Santiago masivas manifestaciones en protesta por el impuesto a la carne argentina, la guarnición militar se encontraba en maniobras fuera de la capital. Se hizo regresar a las tropas, que al mando de Silva Renard perpetraron una nueva masacre. 70 manifestantes murieron 300 quedaron heridos y otros 530 fueron detenidos.

La acción y currículum de Silva Renard, lleva al gobierno a premiar al militar por tamaña hazaña. Es por esto, que antes que llegara el año 1908, se le informa su designación como delegado militar en la ciudad de Berlín, por un periodo de seis años. El gobierno respaldó solemnemente los actos del intendente Carlos Eastman y del general Silva Renard. Con estos elementos el país se convenció que la represión había sido necesaria, las mismas víctimas habían sido las culpables, por lo que se les debió aplicar la fuerza para impedir que incendiaran y saquearan la ciudad. Ya retirado del ejército, comienzan a aquejarle horribles pesadillas en las que ve a millares de brazos que emergen del suelo del desierto con el ánimo de capturarlo, lo que ocasiona el quiebre de su salud mental». Es así, como en un averno dantesco, termina sus días el general. Van estas líneas en conmemoración de los mártires de Iquique, de los soñadores y de los constructores de nuevos días, hoy que se cumplen 99 años de su inmolación, sinónimo de consecuencia y convicción.