Los estudiantes siguen entregándonos -pese a la represión y a las oscuras maniobras que pretenden cooptarlos a la institucionalidad vigente-, la lección de civismo que el país necesitaba para sacudirse las telarañas del temor y el escepticismo. Los jóvenes -con los adolescentes de la educación secundaria a la cabeza- protagonizan un ejemplo del comportamiento social […]
Los estudiantes siguen entregándonos -pese a la represión y a las oscuras maniobras que pretenden cooptarlos a la institucionalidad vigente-, la lección de civismo que el país necesitaba para sacudirse las telarañas del temor y el escepticismo. Los jóvenes -con los adolescentes de la educación secundaria a la cabeza- protagonizan un ejemplo del comportamiento social indispensable para cambiar las estructuras que impiden el tránsito a una democracia participativa, tolerante e inclusiva.
El esfuerzo que la juventud chilena viene haciendo -a partir de la «revolución de los pingüinos» de 2006- merece el agradecimiento del país. Permite retomar la lucha por libertad, justicia y democracia que se libró durante la resistencia contra la dictadura. La victoria popular se frustró en los 80 debido a la operación -fraguada por el poder financiero nacional y extranjero- que evitó el derrumbe de la tiranía aislada y agotada por sus crímenes y excesos. El acuerdo de los llamados «poderes fácticos» dio origen a los veinte años de gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia. El retorno a las formalidades y apariencias de un sistema democrático, se recibió con alivio después de 17 años de brutal opresión y de heroica lucha de resistencia. El fin de la dictadura creó enormes esperanzas en el pueblo, que en su mayoría creyó en la «transición a la democracia» que prometía la Concertación.
Empeñados en recuperar un espacio de poder, los partidos no hicieron mayor cuestión en que quedaban en pie los pilares de la dictadura: la Constitución y el modelo capitalista neoliberal. Más bien por el contrario, abjurando de principios socialcristianos, socialdemócratas y republicanos, la Concertación hizo suya la economía de mercado y juró fidelidad a una Constitución espuria. La ciudadanía, por su parte, otorgó un amplio plazo de confianza a la Concertación, que pudo así elegir con toda facilidad cuatro gobiernos consecutivos.
Estaba sobreentendido que no sería fácil desmontar los engranajes del terrorismo de Estado. El pueblo aceptó resignadamente la desmovilización y tregua social que pedían los sembradores de ilusiones para realizar su trabajo. Las amenazas del pinochetismo militar y civil, incluyendo abiertos desafíos a las nuevas autoridades, confirmaron los temores y vacilaciones de la Concertación. Sus representantes más caracterizados se dedicaron a los conciliábulos de la «política de los consensos» que permitieron legitimar su relación carnal con la derecha económica y política. La Concertación se convirtió así en guardaespaldas de la oligarquía heredera de la dictadura, y pasó a gerenciar sus negocios. Sus gobernantes y parlamentarios dieron protección a Pinochet y a su fortuna mal habida y a sus generales y almirantes, culpables de crímenes y latrocinios; hicieron borrón y cuenta nueva del saqueo que sufrió el Estado con el traspaso de sus empresas al sector privado; consagraron la existencia del robo monumental a los ahorros de los trabajadores, que son las AFPs; entregaron la educación y la salud al lucro insaciable de la empresa privada; y dieron chipe libre y dispensa tributaria a las ganancias descomunales de las empresas mineras, los bancos, etc.
A cambio de ello, la oligarquía premió a las figuras de la Concertación con el galardón a la «virtud republicana» y les permitió meter la cuchara en la olla en que se cuece el fruto del trabajo de todos los chilenos. La impunidad de horribles violaciones de los derechos humanos y la apropiación de caudales públicos, fueron tratadas como faltas leves, justificándolas -literalmente- por «razones de Estado». Se consagró la cínica «justicia en la medida de lo posible», que se convirtió en el apotegma de una moral de cartulina.
Este fenómeno, que igualaba a regímenes elegidos por el pueblo con una odiosa dictadura impuesta por el terror, dio inicio a una nueva etapa en el ininterrumpido periodo histórico que vive el país desde 1973. Los chilenos no hemos podido encontrar todavía el punto de ruptura democrática -sin duda una Asamblea Constituyente- que abra paso a la plena libertad. Las inconsecuencias, traiciones y corrupción minaron la fe pública en la Concertación. El desiderátum de su deterioro ético lo constituye -hasta ahora- el vergonzoso rescate de Pinochet detenido en Londres. El presidente de la República, sus ministros, diplomáticos, parlamentarios, abogados y publicistas de la Concertación, protagonizaron un espectáculo que produjo estupefacción en el mundo. Democratacristianos, socialistas, pepedés, etc., compitieron en esfuerzos, tráfico de influencias y contactos internacionales para salvar al ex dictador de su fortuita caída en manos de la justicia. Le aseguraron al país que el criminal se encontraba casi inválido y que sería juzgado en Chile. Nada era cierto. Pero más allá, en el mundo de los negocios, donde la política hoy tiene su domicilio, muchos prohombres de la Concertación se convirtieron en Cresos. Esto terminó de decepcionar a una opinión pública que la había apoyado con ingenuidad digna de mejor causa. Nunca el empresariado nacional y extranjero había ganado tanto dinero como sucedió bajo los gobiernos de la Concertación. Valga del lobo un pelo: la ganancia histórica de 7.946 millones de dólares que confesaron las compañías mineras en el primer semestre de 2008: dos veces y media más que Codelco. Esto ocurrió en el gobierno de la presidenta Bachelet y bajo la administración financiera del poderoso ministro Andrés Velasco. Casi tanto como la reforma tributaria a cuatro años plazo que hoy promete la candidata Bachelet.
Es posible -aunque no seguro- que la Concertación vuelva a gobernar, si el universo electoral se mantiene en los 7 millones 200 mil ciudadanos que votaron en la segunda vuelta de 2011. La Concertación y la Alianza (las dos derechas de que hablaba Sergio Aguiló en marzo de 2002), están prácticamente empatadas en ese escenario. Las fuerzas potenciales de la Concertación son las mismas que en 2011, cuando también incluía al PC. Pero la derecha heredera de la dictadura se impuso entonces con el 51,61% que alcanzó Sebastián Piñera. Sin embargo, el número de inscritos en los registros electorales supera hoy los 13 millones y más del 60% se abstuvo en las municipales de 2012. La mayoría son jóvenes a quienes la Concertación marginó de la participación política. Ahora los busca desesperadamente y habrá que ver si sus cantos de sirena dan resultados. Lo que se avecina es una impresionante guerra publicitaria en que los dos bloques gastarán fortunas cuyo verdadero origen seguirá en el misterio. Es claro que hasta que no entren en escena los 5 millones de electores producto de la inscripción automática, el control del gobierno y del Parlamento seguirá en manos de la Concertación y la Alianza, en un escenario cada vez más reducido y menos diferenciado.
El futuro, sin embargo, depende mucho del camino que están abriendo los jóvenes, en particular los estudiantes. Las movilizaciones de 2006, 2011, y las de este año, muestran una curva ascendente. En lo político, registran una definida exigencia de cambios en educación, salud y seguridad social. En la dirección global apuntan a una Constitución democrática por la única vía aceptable en una república de ciudadanos libres: la convocatoria a una Asamblea Constituyente cuyo trabajo sea sometido al veredicto del pueblo. En los hechos, ha sido derrotada la timorata posición de algunos partidos que intentaron convencer a los estudiantes para que no incorporaran demandas que pusieran en tela de juicio la institucionalidad. En forma visionaria de su papel histórico, los jóvenes se negaron a trasladar -como se les proponía- la discusión de los cambios a un Congreso que por su origen binominal no representa a las mayorías. Junto con subrayar la impugnación al sistema y sus instituciones, las más recientes movilizaciones estudiantiles evidencian la incorporación al movimiento de sectores sindicales, gremiales y poblacionales que agregan sus propias reivindicaciones y profundizan el cuestionamiento a la institucionalidad.
Un aire fresco recorre al movimiento social. Se debe a la tenacidad y valentía de la lucha estudiantil. Ni maniobras políticas ni represión policial han conseguido quebrar la moral de este movimiento que crece con nuevos actores sociales. De allí surge, por cierto, una exigencia: la necesidad de forjar el instrumento político que permita realizar los cambios. Para derrotar a las dos derechas, hay que dar nuevos pasos en la lógica de la protesta social. A fin de evitar la interrupción abrupta y brutal de las aspiraciones populares -como sucedió hace 40 años y como hoy anuncian los agoreros de ambas derechas-, hay que acumular fuerzas que permitan imponer la única salida democrática a la crisis de una institucionalidad herrumbrosa y de una economía generadora de desigualdad: la Asamblea Constituyente. Para llegar a ese punto todavía falta mucho. Pero los estudiantes, que están esbozando el futuro de Chile, deberían convertirse en portadores del estandarte de una Constitución democrática.
Editorial de «Punto Final», edición Nº 784, 28 de junio, 2013