Desde esta lárica quietud del campo chileno en el cual vivo hoy, envío mi susurro de nostalgias y mi aliento de combatiente a quienes son mis amigos y contemporáneos. ¡Vamos, que recién hemos comenzado a luchar! Estas líneas (espero que nadie se moleste por mi audacia) quiero dedicarlas «a mis pares», vale decir, a […]
Desde esta lárica quietud del campo chileno en el cual vivo hoy, envío mi susurro de nostalgias y mi aliento de combatiente a quienes son mis amigos y contemporáneos. ¡Vamos, que recién hemos comenzado a luchar!
Estas líneas (espero que nadie se moleste por mi audacia) quiero dedicarlas «a mis pares», vale decir, a mis contemporáneos, a aquellos que en la década de los años ’60 eran jóvenes, como yo, estudiantes universitarios, como yo… soñadores y luchadores, como era yo… y como sigo siéndolo, pues aún tengo sueños, aún lucho.
Quizás, mi característica principal y sobresaliente sea el que no he cambiado mucho mis percepciones e interpretaciones de la sociedad contemporánea, anclado tal vez en los análisis de Althousser, la Harnecker y el sempiterno Descartes.
Valga esto para mi argumentación, pues soy producto (o hijo) de una educación laica, republicana, pública y gratuita: estudié en liceos fiscales, como el Luis Cruz Martínez, en Curicó, o el Vespertino Fiscal Nº 1 de Santiago…. y posteriormente en la magnífica Universidad de Chile (antes de la intromisión indebida de la dictadura, por cierto).
Si usted así lo desea, considéreme «trasto viejo», pero no eche al tarro de desperdicios la experiencia que muchos otros, como yo mismo, tienen para entregar. No es poca cosa, ni desdeñable, haber vivido intensamente la inigualable década de los 60 con sus cambios, promesas y fulgores, muchos de ellos aguados finalmente por los líquidos bélicos del capitalismo rampante.
Nosotros, millones de ‘nosotros’, los de antes, seguimos siendo los mismos… y aquí se resbaló Neruda, aunque el vate posiblemente se refería a los aspectos amatorios únicamente. En mi mente continúan resonando los metales de las voces de Clotario, de Allende, de Fidel, del Ché, de Luciano, de Enríquez. Voces amigas, voces solidarias, voces de compañerismo y apoyo. Junto a ellas, las canciones. La música. Los libros. El arte.
Pertenezco, como muchos otros, a una generación que ha dejado de estar presente en las luminarias de la actual farándula política televisiva y televisada, pues siento que soy parte de aquellas líneas magistrales escritas por García Lorca, que me permito transcribir:
«Ni tú eres hijo de nadie, ni legítimo Camborio. ¡Se acabaron los gitanos que iban por el monte solos! Están los viejos cuchillos tiritando bajo el polvo.»
Pero, dada mi porfía natural, me permito retrucarle al potente vate Lorca con líneas de mi amado coterráneo Neruda:
«Ahora voy a contarte: mi tierra será tuya, yo voy a conquistarla, no sólo para dártela, sino que para todos, para todo mi pueblo. Saldrá el ladrón de su torre algún día. Y el invasor será expulsado».
En mi juventud llegó el olor a pólvora, a sangre y a napalm desde la vieja Indochina francesa rebautizada, libremente, como Vietnam. La cadencia del verbo lingüístico pronunciado por Ho-Chi-Min copó el escenario de mi fortaleza universitaria. Era hora de luchar.
¿Cómo hacerlo, si en mi país nada ni nadie estaba dispuesto a ello, pues la mayoría de mis compatriotas seguían aherrojados por las vendas aceitosas del fatal capitalismo?
Sólo algunos valientes escapaban a esa regla. Allende, el ‘Cloro’ Almeyda, Luciano Cruz, Carlitos Lorca, Pancho Osorio, Osvaldo Ramírez, Gloria Jiménez, Pedro Zlatar, Cecilia Labrín, y yo, por supuesto. Todos juntos luchamos por la Reforma Universitaria de 1967-1968… y triunfamos, aunque de manera efímera ya que cuatro años más tarde las bayonetas y el dólar echarían al suelo nuestros sueños y esfuerzos.
Pero, antes de lo ya mencionado, apareció musicalmente Woodstock en 1969. La maravilla de las maravillas. Y con Woodstock vino «Piedra Roja» en Chile… aluciné con ello en 1970. Fue entonces que definí mi «yo político» ad eternum.
Allende y Neruda, Lorca y la Carmen Lazo, así como, mis profesores en la ‘U’, Clodomiro Almeyda, Pato García y Lucía Sepúlveda, ayudaron en ello.
Y aquí me detengo. No es que haya llegado yo a mi propia punta de rieles, sino que eludo escribir sobre cuestiones que ustedes, jóvenes, conocen sobradamente, como es lo concerniente al golpe de Estado de 1973, a los 17 años de cruel y brutal dictadura, a la epopeya del «NO», y luego, a la traición que muchos dirigentes de la llamada «Concertación de Partidos por la Democracia» ejecutaron por mezquinos intereses personales en desmedro abierto de los millones de chilenos que pusieron en riesgo sus trabajos -y sus vidas- para el retorno de la libertad.
Ni la vida, ni la dictadura, ni la democracia «protegida», ni las traiciones de aquellos náufragos que yo y millones como yo salvamos del desastre, pudieron angostar mis caminos. Los fracasos se han convertido en hálitos de existencia fructífera y amor insondable.
He luchado durante toda mi existencia por la democracia verdadera y la justicia social… continúo haciéndolo. El reposo del guerrero aun no está cerca. No me he retirado a los cuarteles de invierno, no he regresado a las montañas dejando atrás Roma y el Rubicón, ni me han vencido… créanme. Aún tengo fuerzas, compañeros, y quizás la lucha recién esté comenzando.
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