Estimados amigos y amigas: Hace algunos días recibí vuestra invitación a participar como moderador del panel «¿Ocaso o resurgimiento del movimiento popular?» en el marco del Encuentro conmemorativo del 30° aniversario de la caída en combate de Miguel Enríquez. De inmediato acepté muy honrado vuestra proposición. Sin embargo, poco después, al requerir más informaciones, me […]
Estimados amigos y amigas:
Hace algunos días recibí vuestra invitación a participar como moderador del panel «¿Ocaso o resurgimiento del movimiento popular?» en el marco del Encuentro conmemorativo del 30° aniversario de la caída en combate de Miguel Enríquez. De inmediato acepté muy honrado vuestra proposición. Sin embargo, poco después, al requerir más informaciones, me enteré con sorpresa que uno de los panelistas sería el ensayista y «opinólogo» señor Alfredo Jocelyn-Holt.
Hay, a todas luces, una incongruencia gigantesca entre el carácter de la convocatoria y el perfil social, político, cultural, académico e ideológico de Jocelyn-Holt.
La convocatoria está dirigida «a todos los sectores del movimiento social y de la izquierda chilena […] para reflexionar y debatir sobre los retos que nos plantea la construcción del movimiento popular y revolucionario de hoy. Un encuentro que abra un espacio de diálogo de generaciones, entre rebeldes de ayer y rebeldes de hoy». Y más adelante se precisa que «todo el espectro de la cultura mirista» pretende en este Encuentro «compartir con el conjunto de la izquierda la recuperación de esa memoria amplia de los sueños, construcciones y rebeldías comunes». Está casi demás reiterarles que comparto plenamente estos objetivos.
Pero no logro explicarme, en ese contexto, cuál es el papel del personaje que nos distrae.
¿Quién es Jocelyn-Holt? ¿Cuál es su postura política e ideológica? ¿Cuál ha sido su relación con la izquierda y el movimiento popular? ¿Cuál fue su comportamiento durante los duros años de la dictadura? ¿Cuál es su posición sobre la historia de «los de abajo» y la historia en general?
Sin pretender retrazar su trayectoria, quiero recordar algunas cuestiones que son de público conocimiento, pero que al parecer no fueron tomadas en cuenta por quienes propusieron su incorporación a un panel de reflexión sobre -y me imagino que también- desde la perspectiva del movimiento popular.
En numerosas entrevistas de prensa el señor Jocelyn-Holt ha hecho ostentación de su linaje oligárquico, descendiente -como él gusta de recalcar, «del sector latifundista tradicional». Pero si el origen de clase no es algo que deba reprochársele a nadie, sí pueden serlo sus planteamientos políticos y su posicionamiento -teórico y práctico- en la lucha social.
¿Desde qué trinchera opina el ensayista de marras? ¿Desde el campo de la izquierda y el movimiento popular? ¿Cuáles han sido sus opciones en los momentos más cruciales de la historia de nuestro tiempo?
Jocelyn-Holt no ha cesado de auto-definirse como un hombre de derecha, pero «liberal». Y si damos crédito a sus palabras, auténticamente liberal, como aquellos del siglo XIX, a diferencia de los neo-liberales actuales que, con aristocrático desdén, él considera como una especie de nuevos ricos recién llegados a la familia liberal.
¿Qué tiene que ver todo esto con la izquierda y el movimiento popular? Nada, absolutamente nada.
Pero podría argumentarse que siempre es bueno y democrático tener al frente alguien con quien dialogar, un interlocutor civilizado con quien intercambiar ideas. Propósito loable, sin duda, pero a condición de no travestir la realidad ni las personas, y de no caer en la mistificación de individuos que pretenden proyectar una imagen muy distante a la que develan los «porfiados hechos» de sus historias de vida.
Para aclarar un poco este punto insisto en algunas de las preguntas iniciales. ¿Cuál ha sido la relación de Jocelyn-Holt con la izquierda y el movimiento popular? ¿Qué hizo durante la dictadura? ¿Cuál es su posicionamiento frente a la historia de «los de abajo» y a la historia en general?
Durante los años de plomo de la dictadura, este osado crítico de los años 90′ en adelante, guardó prudente silencio sobre los atropellos de todo tipo que se cometían en nuestro país. No se le conoció ni una sola acción o declaración en oposición a la tiranía de Pinochet. No participó en ningún movimiento de resistencia al régimen militar ni ayudó a aquellos que -más convencidos y decididos que él- resistían corriendo grandes riesgos. Mientras varios historiadores o proyectos de tales sufríamos encarnizadas persecuciones, el señor Jocelyn-Holt disfrutaba de los beneficios que la dictadura garantizó con gran eficiencia a su sector social. Así, cuando Fernando Ortiz Letelier era secuestrado, desaparecido, torturado y luego asesinado, y su maestro Hernán Ramírez Necochea sobrellevaba dolorosamente un exilio que sería sin retorno, el señorito Jocelyn-Holt (ya mayor de edad) continuaba indiferente su plácida existencia. Mientras otros -como Luis Vitale, Gabriel Salazar, Leonardo León, Carmen Castillo; Margarita Iglesias, Eduardo Devés, Igor Goicovic y yo-, pagábamos nuestra opción de permanecer en Chile para resistir, como fuera, a la dictadura, sufriendo por ello secuestro, torturas, detención arbitraria en campos de concentración y, finalmente, casi todos nos veíamos obligados a emprender el camino del destierro, el ya no tan joven Alfredo era premiado por la tiranía con una beca «Presidente de la República» del MIDEPLAN para hacer estudios de posgrado en Oxford. Todos sabemos que, contrariamente a lo que sostiene este equívoco personaje, la dictadura nunca otorgó nada en función de estrictos méritos académicos, menos aún en áreas tan sensibles como las Ciencias Sociales y las Humanidades. Alguna colaboración, o al menos una neutralidad favorable y condescendiente, era lo que los celosos funcionarios de la tiranía exigían a sus premiados. Y tenemos todo el derecho de suponer que el señor Jocelyn-Holt no fue una excepción…
Tratando de justificar este capítulo poco glorioso de su vida, este becario de la dictadura ha admitido que, en realidad, su actitud durante esos años no fue nada de «épica», pero que se opuso a la intervención militar en la Universidad. Cabría preguntarle ¿quiénes son las personas que pueden atestiguar tal proceder? o ¿cuáles fueron las huellas que dejó su «oposición»? También sería interesante saber cuál fue su comportamiento durante las protestas o durante la campaña del referéndum de 1988, cuando centenares de miles de chilenos se movilizaron, de manera no necesariamente «épica» , pero sí consecuente, para poner fin al régimen de terror.
La verdad es que solo bien avanzada la transición nuestro héroe intelectual empezó a formular críticas retrospectivas a lo que había sido dictadura. Más vale tarde que nunca, pensarán algunos, y algo de razón hay en estimarlo así. No obstante, sus juicios críticos y pronunciamientos políticos formulados sobre seguro, siempre han sido de un insólito zig-zagueo. Así, desde una tribuna que le facilitó la UDI en 1992, criticó el Informe Rettig, pero por razones para nada cercanas a las de las familias de las víctimas de la dictadura, sino, sencillamente, porque a sus ojos el Informe de la Comisión Verdad y Reconciliación pretendía instaurar una «Verdad» en base a «hechos» que, desde su perspectiva posmoderna, eran el fruto de un «positivismo estrecho». Solo la «subjetividad de las víctimas y deudos» era rescatable. Los «hechos» duros (crímenes) que el Informe mencionaba, al no tratarse de «revelaciones» nuevas, no tenían mayor valor. De seguro, quienes le encargaron y publicaron su artículo quedaron contentos con sus alambicados razonamientos destinados a reducir el impacto político y emocional que causó ese Informe.
Pero a medida que se aproximaba el eclipse del poder militar de Pinochet, este implacable juez de la vida política e intelectual del país, empezó a hacer alarde de un coraje que hasta entonces había carecido y se convirtió en un duro crítico de la transición y de la coalición de gobierno que la lideraba. A decir verdad, la transición chilena dejaba y deja aún mucho que desear. Por eso sus flancos débiles e impresentables se han prestado para justificadas críticas que muchos hemos formulado por distintos medios. Pero el carácter de todas las críticas no es el mismo. Ellas difieren por su contenido y por la mayor solvencia política y moral de quienes las emiten. En el caso que nos ocupa, es preciso reconocer que el susodicho -disponiendo de adecuada cobertura de prensa- mediante críticas grandilocuentes, y gracias a la ingenuidad y la mala memoria de algunos, la complicidad, el oportunismo y el acomodo de otros, ha podido fabricarse en pocos años una imagen de «progresista» que su pasado desmiente inobjetablemente. Para legitimarse contó además con la inestimable ayuda de don Agustín Edwards, que durante años le facilitó, semana tras semana, las columnas de El Mercurio hasta que una «querella de caballeros» provocó el término de tan estrecha colaboración estipendiada. Pero como en Chile a los nacidos en buena cuna nunca les faltan recursos, COPESA, el otro monopolio de la prensa escrita, puso a su disposición las páginas de La Tercera para que -ya definitivamente convertido en «opinólogo»- disertara semanalmente sobre lo humano y lo divino.
A pesar de su operación de travestismo político-ideológico, cuando nuevamente «quemaron las papas» (un poquito a decir verdad, nada comparado con la dictadura), cuando Pinochet fue detenido en Londres y sus seguidores se agitaron en Chile pidiéndole al general Izurieta que sacara «a la calle las tanquetas», Jocelyn-Holt se negó a suscribir el Manifiesto de historiadores en respuesta al tirano y su ex – ministro Gonzalo Vial, porque no compartía el juicio extremadamente crítico expresado en ese texto respecto de las responsabilidades históricas de la oligarquía. Cada cual tiene derecho a sumarse o no a las iniciativas que se le propongan y seguir manteniendo sus propias ideas, pero el hecho y el argumento avanzado fueron, ciertamente, muy reveladores.
Con todo, imbuido de su personaje público «liberal-progresista», Jocelyn-Holt anunció en vísperas de la elección presidencial de 1999 que se inscribiría en los registros electorales para votar por Ricardo Lagos, pero a poco andar perpetró una nueva voltereta política, radicalizó sus críticas contra la Concertación y empezó un cada vez más pronunciado acercamiento a la Derecha más dura y menos liberal. Y así, a través de sucesivos reacomodos políticos e institucionales -como su reciente nombramiento en un cargo directivo de la Universidad Diego Portales por su amigo personal, el ex – ministro de la dictadura y rector de esa casa de estudios, Francisco Javier Cuadra-, Jocelyn-Holt se ha pronunciado abiertamente en favor de un gobierno de Derecha, planteando que la UDI, de la mano de Pablo Longueira, merece llegar a La Moneda.
Y de seguro, en los tiempos que vienen, este comediante nos ofrecerá nuevos números de contorsionista y transformista.
Considerando entonces que su inclusión en el panel sobre el movimiento popular no puede desprenderse de su trayectoria política y de su compromiso social, no queda sino explorar la veta historiográfica. Tal vez, pensarán los organizadores de este Encuentro, a pesar de no ser persona de izquierda o progresista, se trata de un estudioso lúcido que tiene algo que aportar sobre el tema.
¿Ha investigado el ensayista de marras al mundo popular? ¿Ha publicado siquiera un artículo sobre esta cuestión? ¿Sus trabajos son lectura obligatoria cuando se trata de conocer la historia del movimiento popular en Chile? Los historiadores sociales podemos negarlo enfáticamente.
Su centro de atención es la cultura y la «alta política» de las elites. Al mismo tiempo, se ha caracterizado por negar las virtudes de la investigación histórica. Su desprecio por el trabajo con fuentes primarias es ampliamente conocido en el medio historiográfico. Nunca ha sido visto en un archivo, no busca nuevas fuentes (ni escritas ni orales), ni le interesa para nada la historia de los sectores populares. Él solo se limita a leer los libros que otros han escrito y reinterpreta, casi siempre «por la libre». Hace ya muchos años que decidió abandonar la historia «dura» y optó por ser ensayista y «opinólogo». Esta es, inobjetablemente, una opción legítima, pero su aporte al conocimiento historiográfico, es más que dudoso.
Para nadie es un misterio que vivimos en una sociedad de imágenes. Pero imágenes muy a menudo quiere decir apariencias. Y las apariencias en un sistema de mercado libertino están determinadas por el marketing, el people meters, las técnicas de venta, las campañas de promoción y la oferta de cosas que a menudo no son lo que dicen o parecen ser. Lo importante es el envoltorio, la publicidad que rodea al producto, el oropel que lo cubre y el afán consumista del público que actúa por efecto de contagio: «si todos lo compran yo también lo compro».
Lo que es válido para los productos materiales lo es también para las mercancías intelectuales. Las modas también operan -¡y con qué fuerza!- en el consumo intelectual, ya sea éste de tipo conspicuo y académico o aquel más masivo, de difusión entre círculos no especializados, que para efectos prácticos denominaremos «vulgo ilustrado», principal comprador de los ensayos de este autor. El «vulgo ilustrado», lector circunstancial de ensayos históricos, está compuesto por una heterogénea masa de intelectuales o personas de «cultura superior», especialistas o aficionados a la literatura, la sociología, la ciencia política, la antropología o la filosofía, pero con conocimientos muy precarios en historia. Si se realizara una encuesta entre ellos, los resultados serían, de seguro, sorprendentes. Sus lecturas en Historia de Chile se limitan, probablemente, a Francisco Antonio Encina, Gonzalo Vial y los manuales escolares, especialmente los de Frías Valenzuela. Para el «vulgo ilustrado» es imperioso adquirir en pocas horas de lectura un mundano barniz historiográfico. Nada mejor entonces que un alambicado ensayo en el cual no se necesita intentar probar nada a través de la investigación, sino acumular frases rimbombantes y ampulosas que, guiño tras guiño puramente retórico hacia otras disciplinas, sean capaces de seducir a un público ávido de escuchar la sonoridad a la que está acostumbrado.
¿Pero esto es historia? En realidad, Jocelyn-Holt se ha caracterizado por su conflicto permanente con esta disciplina. Refractario absoluto al paciente trabajo de búsqueda, análisis e interpretación de las fuentes primarias, material sin el cual no es posible reconstruir la historia en sus niveles más profundos, ha levantado como paradigma personal la «historia filosófica» o «libre interpretación» (lo que equivale en este caso a decir «interpretación por la libre») de los procesos históricos, casi sin materia prima, salvo la que le aporten los historiadores (sus denostados «positivistas pirquinero artesanales»). A diferencia de grandes historiadores -como Mario Góngora- que incursionaron en el ensayo histórico después de haber desarrollado su intuición y sensibilidad analítica a través de largos años de investigación, Jocelyn-Holt parece querer igualarlos basándose casi exclusivamente en su pretendida genialidad. Pero, por mucho que se recorra minuciosamente sus escritos, nadie encontrará algún hecho nuevo, fuentes distintas a las utilizadas por la historiografía tradicional o focalización de la atención sobre actores olvidados. Solo se hallará reinterpretación rimbombante de lo ya conocido con atención exclusiva en los sujetos de la elite.
En el supermercado cultural de los productos light este tipo de ensayos es el equivalente de los sucedáneos, como el café instantáneo, que de café no tiene nada. En el vasto mercado de la oferta y demanda cultural esta es una posibilidad válida, a condición de no descalificar a quienes como los historiadores, prefieren el camino más esforzado y anónimo de la investigación. Y a condición, también, de no «pasar gato por liebre» haciendo aparecer como original creación personal lo que otros han dicho mucho antes de manera más clara y menos teatral.
Cualquier historiador sabe que la paciente labor de «pala y picota» despreciada por este ensayista, es una condición sine qua non para el logro de un nuevo y mejor conocimiento de la evolución de las sociedades humanas a través del tiempo. Y esto que es cierto para la historia en general, es aún más válido para la historia de «los de abajo», que requiere del sondeo no solo de la gran prensa y de los archivos oficiales, sino también de panfletos, periódicos obreros (legales y clandestinos), testimonios orales y audiovisuales, afiches, poesía y canto popular, documentos de archivos de organizaciones sociales y de un sinnúmero de otras fuentes que esconden filones de otras historias, historias acalladas por la historiografía dominante o tradicional. También habría que agregar como requisito indispensable para hacer una «nueva historia», una actitud epistemológica y una definición frente al conflicto social imposibles de asumir desde la posición del dandy intelectual. Pero estas cuestiones están lejos del alcance emotivo e intelectual del señor Jocelyn-Holt ya que, según su aristocrática y trasnochada concepción de la historia, «la masa anónima no es sujeto histórico. Las elites son por naturaleza históricas. Tienen una conciencia mucho más acentuada, a diferencia del mundo popular». Porque además, según sus recientes declaraciones a un periódico de farándula de la cadena mercurial, el mundo popular no es un sujeto histórico, y quienes escriben sobre, el entrecomillas, «sujeto popular» -que él reduce a «gente tan deprimente» como los «delincuentes, putas y enfermos mentales»-, lo hacen, probablemente, como «una forma de no ir al siquiatra». En resumen, la elite es todo, lo demás es paisaje y quienes estudian al «bajo pueblo» están locos…
No vale la pena seguir multiplicando los ejemplos. El discreto asco de la oligarquía hacia lo popular tiene hoy día su portavoz intelectual por excelencia en el «opinólogo» Jocelyn-Holt. Tal vez no es malo que exista. Sirve para recordarnos el sentir profundo de la clase dirigente chilena. Esas ideas han tenido, tienen y seguirán teniendo amplia tribuna y no corresponde censurarlas sino combatirlas política e intelectualmente.
No obstante, tampoco corresponde que las personas de izquierda -en el contexto de un debate concebido para ser desarrollado en el seno de la izquierda y del movimiento popular– le ofrezcan tribuna a una figura de estas características. Tribuna, que al fin y al cabo, le servirá en su campaña de blanqueamiento y transformismo.
Es un grave error que no estoy dispuesto a avalar. Por ello, a menos que el Comité Organizador de este Encuentro me garantice formalmente que el señor Jocelyn-Holt no será incluido en el panel sobre el movimiento popular, prefiero declinar la oferta que se me hizo para conducir ese debate. Debate al cual, reitero, el personaje en cuestión, por apego a su linaje, tradición, ideas, trayectoria, concepción de la historia, cultura y sensibilidad, no tiene nada sustantivo que aportar.
No voy a prestar mi nombre para una mascarada de este tipo.
Deseándoles mucho éxito en todas las actividades del Encuentro «Con Miguel, forjemos el futuro», los saludo fraternalmente,
Sergio Grez : Dr. en Historia de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Desde 1992 se ha desempeñado como profesor en distintas universidades e instituciones académicas chilenas. Actualmente es Director del Museo Nacional Benjamín Vicuña Mackenna, Coordinador Académico del Magíster en Historia y Ciencias Sociales de la Universidad ARCIS y profesor del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile. Sus libros son: La «cuestión social» en Chile. Ideas y debates precursores (1804-1903) (Santiago, DIBAM, 1995) y De la «regeneración del pueblo» a la huelga general. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890) (Santiago, DIBAM, 1998). Es coautor de varios libros colectivos y compilador -junto a Gabriel Salazar- del Manifiesto de Historiadores (Santiago, LOM Ediciones, 1999).