El movimiento estudiantil ha sido hace mucho pendulante y explosivo. Como estudiantes, tenemos la cualidad de prender rápidamente y volcarnos fervientemente a la movilización por objetivos justos, pero igualmente tendemos a caer en depresión colectiva ante fracasos o simplemente ante el implacable tiempo. Sin embargo, esta nueva explosión muestra algunas características peculiares: hemos sobrepasado la […]
El movimiento estudiantil ha sido hace mucho pendulante y explosivo. Como estudiantes, tenemos la cualidad de prender rápidamente y volcarnos fervientemente a la movilización por objetivos justos, pero igualmente tendemos a caer en depresión colectiva ante fracasos o simplemente ante el implacable tiempo. Sin embargo, esta nueva explosión muestra algunas características peculiares: hemos sobrepasado la camisa de fuerza que era la demanda por financiamiento del crédito universitario y como movimiento, más radical y más potente, hemos logrado mayor madurez políticamente. Este desarrollo político es atribuible a las experiencias vividas en los últimos años. Probablemente el punto de inflexión fue marcado por la movilización de los estudiantes secundarios el año 2006, mostrando una profundidad en el discurso que no habían logrado otros movimientos sociales.
Hoy, nuestras demandas ya no se basan exclusivamente en exigencias economicistas sino que ponemos como eje rector la lucha por una educación sin lucro, lo que significa directamente cuestionar la tendencia expansiva y totalizante del capitalismo en su etapa ultraliberal (y esto es un factor crítico como plantearemos más adelante). Y seguidamente, se pone en el tapete la «nacionalización del cobre» y la realización de una «reforma tributaria» como formas de viabilizar una educación pública de calidad.
Sin embargo, quedan temas pendientes, aún abandonados a un segundo plano pese a su trascendencia. Hemos tendido a preocuparnos centralmente por el acceso a la educación y, de forma aún difusa, hemos pedido calidad en la educación pública. Pero no basta con acceder a los distintos niveles de la enseñanza formal y que ésta sea de calidad según los parámetros actualmente demarcantes si los contenidos transmitidos en nuestra formación nos adoctrinan y disciplinan en torno a las necesidades del trabajo mercantilizado que saldremos a ejercer. Hay que cuestionar las mallas curriculares, los métodos pedagógicos, las herramientas evaluadoras, el paradigma-madre desde el cual se viene construyendo el conocimiento, etc.; todos temas centrales y primarios que debemos instalar en los espacios de discusión estudiantiles y sociales en general.
No será ahora, evidentemente, que se produzca una ruptura con la educación de mercado básicamente porque, siendo el fin al lucro en la educación una demanda social (no meramente estudiantil), se requiere inexorablemente un movimiento en el que participen horizontalmente los distintos sectores de trabajadores (y no sólo los profesores), pobladores, estudiantes, profesionales y técnicos de diversa índole, y que se crucen sus demandas convergiendo en nodos programáticos capaces de movilizar progresivamente a diversos espacios sociales. Indudablemente, uno de esos nodos programáticos sería la educación de calidad y accesible para todos, por su transversalidad (y que se debiera avanzar hacia el desarrollo del concepto de educación libre (o liberadora)).
No será ahora, lo entendemos así, que logremos romper una estructura educacional anclada al gran buque de la subsunción real y extensiva del capitalismo chileno, pero éste será un peldaño histórico de ascenso de la movilización y de la conciencia política de la tripulación arrastrada hasta aquí por los descarados capitanes que habían permanecido demasiado tranquilos maniobrando el timón hasta ahora. Aparece hoy la necesidad de establecer posición, de cristalizar este ascenso en una estación de avanzada en este proceso histórico. Será en forma de federación social que congregue a los diversos grupos movilizados, organizados o por organizar, o será bajo alguna otra forma impensable y creativa. Eso tendremos que construirlo desde los distintos nichos de acción que nos hemos dado.
Finalmente, entendemos que aún nos falta mucho por madurar en cuanto movimiento social, y particularmente como movimiento estudiantil. Insistimos en una actitud clientelista, pidiendo al Estado-padre que nos provea de lo necesario. Es la forma que hemos aprendido a luchar; legado de las generaciones que vivieron en otro momento histórico y que tendieron a la institucionalización de las expresiones populares. Y si bien no se puede obviar el rol y el peso que el Estado posee en nuestra sociedad, y por ende debemos exigir que todo lo que pagamos en forma de impuestos (que en Chile es mucho y doblemente pesado para los estratos en los que recae la «regresividad» de dichos impuestos) se invierta en lo que necesitamos, no debemos perder el horizonte de la autonomía popular, que no puede ser encarcelada en la institucionalidad, que la rebosa y la supera. Del mismo modo, no podemos seguir reproduciendo el discurso patronal que tacha la violencia social que emerge de las explosiones rabiosas de los sectores populares y que no cuestiona más que «los excesos» de la violencia represiva legal. No se trata, por tanto, de enarbolar una especie de apología a la violencia per se (pretendiendo que la espontaneidad es inherentemente revolucionaria), pero tampoco podemos defender un pacifismo limitante, que por consecuencia termina validando la violencia estatal, y que constituye una carcasa demasiado dura para el movimiento.
Marcelo Calquín es Estudiante Medicina – USACH
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