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A propósito de un texto de J.M. Fradera. Notas críticas

Fuentes: Rebelión

El futuro del pasado no es nunca seguro ( Eugen Weber) I La reciente edición de La pàtria dels catalans. Història, política, cultura, un conjunto miscelánico de textos escritos por Josep M. Fradera a lo largo de los últimos nueve años (1), ofrece, entre otras, la agradecible posibilidad de poder aproximarse a alguna de les […]

El futuro del pasado no es nunca seguro ( Eugen Weber)

I

La reciente edición de La pàtria dels catalans. Història, política, cultura, un conjunto miscelánico de textos escritos por Josep M. Fradera a lo largo de los últimos nueve años (1), ofrece, entre otras, la agradecible posibilidad de poder aproximarse a alguna de les líneas de reflexión historiográfica más estimulantes y sugestivas elaboradas, con coherente persistencia, por un profesor universitario que siempre ha deseado insertar su trabajo -asentado en una auto-proclamada exigencia de rigor científico- a contracorriente de las interpretaciones que ha ido estableciendo de manera trabajosa, aunque más o menos consensuada alrededor de ejes pretendidamente incuestionables, la historiografía practicada desde los ámbitos académicos del nacionalismo, de los del catalán muy en particular.

Semejante actitud à rebours, compartida por un reducido sector de la profesión (E. Ucelay Da Cal, Borja de Riquer…), despertó hace unos años reacciones bastante adversas. Originadas en la década de los 80, tales reacciones acabaron concretándose en la primera mitad de la de los 90 en una larga y crispada polémica pública -con algún libelo anónimo de por medio- de la cual Fradera, pese al discreto protagonismo que tuvo entonces en ella, todavía conserva un amargo recuerdo, como corresponde a un episodio que el historiador describe, con exageración no exenta por completo de fundamento, como «una caza de brujas local» (2).

Me detengo en este extremo un poco más de lo que acaso convenga a la finalidad de las presentes notas dado que no es virtud menor de algunos de los ensayos de La pàtria dels catalans contribuir, ni que sea de manera indirecta, a una mejor comprensión retrospectiva de los factores causales -no de todos, claro- que entraron en juego en aquel debate entre «nacionalistas» y «cosmopolitas». Que el debate todavía prosiga irresuelto tras los muchos (todo es relativo) años transcurridos, puede ser indicio de la escasa modificación experimentada por la realidad de fondo, universitaria, pero también social, que lo generó e impulsó. En cualquier caso, son escritos de los que no resulta difícil inferir la voluntad mediante la que su autor ha continuado porfiando desde distintos frentes para abrir espacios historiográficos deseablemente franqueados de presiones ambientales y rencores corporativos, espacios donde sea factible acomodar una ambición heurística en modo alguno ajena a un número indeterminado de interrogantes importantes y que, por su misma naturaleza, van mucho más allá tanto de los rifi-rafes universitarios como, sobre todo, de la propia disciplina.

Entre los interrogantes aludidos se encuentra uno de esencial, definible de forma expédita con las mismas palabras -y brutalidad– con las que no hace demasiado tiempo lo planteó Ucelay Da Cal, uno de los historiadores «cosmopolitas» de mayor pugnacidad: «¿Cómo se ha de estudiar la vida nacional de la nación que no ha existido nunca como tal nación?» (3). Todos estos elementos afloran, de forma afiligranada en ocasiones, más visiblemente en otras, en no pocas de las páginas de La pàtria dels catalans. Únicamente por la luz, siquiera sesgada, como digo, que proyecta sobre tales cuestiones, el libro merece una atenta lectura. Pero hay más motivos que la justifican.

En el empobrecido panorama intelectual del país no es frecuente dar con un historiador dispuesto no sólo a reflexionar públicamente sobre los aspectos deontológicos relacionados con su propio campo de estudio, sino decidido igualmente a poner negro sobre blanco su particular percepción del imaginario político dominante tanto a derecha como a izquierda. Por descontado, me refiero a historiadores que conservan un mínimo de common decency (4), lo cual deja fuera de cuadro a todos aquellos otros que aprovechan cualquier tribuna mediática para negar legitimidad a las luchas del presente, trátese de las huelgas de los trabajadores del sector público o, con un carácter infinitamente más trágico, de la negativa del pueblo palestino a dejarse masacrar por los sucesivos gobiernos israelíes. He aquí, pues, un motivo más para saludar sin reserva alguna la aparición de este conjunto de textos.

Desearía hacer una aclaración. No es propósito de estas notas desplegar una reseña crítica del contenido global de La pàtria dels catalans. Mucho más limitadamente, lo que se pretende en ellas es focalizar la atención en unos pocos extremos a mi ver cuestionables de uno de los textos incluidos en el volumen y que corresponde a la última vertiente a la cual acabo de referirme: aquella que nos coloca ante las opiniones de quien interviene en el debate público provisto de una doble condición: la de ciudadano responsable y, como tal, comprometido con la realidad social y política de su tiempo y, a la vez, de la de profesional de una disciplina que encuentra en la agudización de la mirada crítica uno de sus instrumentos operativos más valiosos. Es justamente la condición de historiador profesional la que a mi juicio proporciona a los posicionamientos del ciudadano Fradera un carácter singularmente interesante, carácter que puede verse incluso incrementado cuando la doble condición del opinante genera deseos contradictorios, aspecto que trataré de recuperar más adelante.

Al poner fin a este largo proemio no puedo dejar de señalar una, como diría aquel, trivialidad de base. Trivialidad, empero, frecuentemente olvidada en Catalunya, donde la hipérbole apologética se ha instalado desde hace años de forma tan desatada como cargante. Hela aquí: una de las maneras más plausibles de que disponen los lectores y lectoras para honrar a un historiador puesto a dar opinión sobre las cuestiones que agitan de forma más conflictiva su propia sociedad, consiste en examinar y discutir su contendido en lugar de sumergirlos -a él y a la opinión- en las aguas de un halago indiscriminado tras el que suele ocultarse, en no pocas ocasiones, una gélida indiferencia, precisamente la actitud que menos debiera adoptarse ante una trayectoria y una obra que, como las de Fradera mismo, son dignas de entero respeto y reconocimiento.

II

El texto en cuestión lleva por título «Las políticas de la memoria, la tarea del historiador i el vacío bajo los pies de la izquierda española». Fradera lo preparó originariamente para ser leído en la Universidad de Princeton (2005). En este breve ensayo se pone de manifiesto un evidente desasosiego en relación a «la angustiosa batalla en torno a aquello que se denomina, bien confusamente, memoria histórica» (p.293). Esta «batalla», como es sabido, está teniendo lugar en España desde hace ya algunos años. La inquietud viene acompañada por el temor de que «la confusión de planos y motivaciones entre el recuerdo, la voluntad de recuperación moral, la política por persona interpuesta y la actividad intelectual y académica» (p.297) no terminen por «agotar un debate que contiene muchos elementos valiosos, de igual manera que muchos gramos de verdad y de experiencia auténtica cuyo rescate es vital» (ib.). Este es el punto de partida de la severa crítica con la cual el historiador saldrá al encuentro de las contradicciones y errores advertibles en el modo de proceder del grueso de los agentes sociales implicados en «la tarea de reparar a los damnificados múltiples de la Guerra Civil y el franquismo» (p294). En cualquier caso, dice, «sería preciso aceptar que el hecho de evocar o recordar puede conducir a dos soluciones de corte sicológico y moral: reabrir las heridas y hacerlas supurar una y otra vez o, a la inversa, cicatrizarlas.» (ib.).

En mi opinión, una parte sustancial del malestar -compartible, pero no necesariamente por los mismos motivos- experimentado por el autor en relación a algunos de los aspectos del actual proceso de anamnesis colectiva, del que los historiadores han devenido también, nolens volens, protagonistas, no puede desligarse de la perspectiva general desde la que en su escrito se valora y delimita, casi con carácter normativo, no tan sólo las finalidades deseables, sino igualmente las fronteras que en modo alguno cabe traspasar.

Afirma Fradera que la sociedad civil «ha de ser capaz de reconciliarse por dos razones morales de fondo: la aceptación de la responsabilidad colectiva en la catástrofe de 1936 y la convicción de que las acciones pasadas no pueden condicionar a las futuras generaciones» (p.304). La segunda razón abre un campo ilimitado para especulaciones de toda clase relacionadas con la historiografía, incluidas las de índole epistemológica (5). Por lo que respecta a la primera -muy cuestionable- constituye uno de los puntos que planea con insistencia sobre toda la argumentación puesta al servicio de la reconciliación que se postula; a veces es invocado bajo la variante -más precisa y por ello mismo todavía más discutible- de que debe aceptarse «la existencia de responsabilidades compartidas en la ruptura de la paz civil durante el verano de 1936» (p.296). Dicho sea de paso, el intento de situar la génesis histórica de la reconciliación entre víctimas i verdugos en la política impulsada por el PCE a partir del año 1956 me parece de verosimilitud dudosa en la medida que Fradera no valora de manera apropiada, pienso, las circunstancias concretas -más políticas que morales- que rodearon el surgimiento de aquella iniciativa.

En contra de aquello que se sostiene en el ensayo, podemos preguntarnos si el imperativo de aceptar responsabilidades compartidas en el estallido de la Guerra Civil no se erige en un obstáculo más de entre los que dificultan avanzar provechosamente por el camino del debate. No se trata de una cuestión menor. Constituida en premisa significativa de una interpretación que viene de lejos, y que en la sociedad catalana (en la del resto de España también, claro) ha podido encontrar a lo largo de los años -muy en particular entre sectores burgueses antifranquistas dados a una cierta desazón expiatoria- variadas formas de expresión: eclesiástica (Carles Cardó): pedagógica (Alexandre Galí); literaria (Joan Sales); historiográfica (Josep Benet); etc., la premissa ha venido a impregnar finalmente una buena parte de la opinión pública «prudente» (y también una línea de abundante producción periodística e historiográfica).

Cabía dentro de lo probable que semejante premisa se desplazara, como en efecto así ha ocurrido en algunos casos, hacia una difusa valoración positiva del veritas odium parit terenciano, administrado como antídoto presumiblemente eficaz para neutralizar los efectos contraproducentes que podrían desprenderse (al «reabrir heridas y hacerlas supurar una y otra vez») de las respuestas obtenidas a partir de preguntas incómodas, preguntas demasiado tiempo encerradas en una caja de Pandora (imagen a la cual Fradera se remite con preocupación) de la cual los perdedores de la Guerra Civil tan sólo ahora pueden aspirar a compartir la llave, no sin obstáculos y dificultades derivados de su condición de perdedores aun, y no únicamente en ese ámbito, del denominado proceso de transición democrática, un aspecto que trataré de recuperar más adelante.

La cuestión de las responsabilidades compartidas -una leyenda carente de fundamento por hallarse confrontada de pleno con todas las informaciones disponibles y empíricamente demostrables- forma parte de un mal planteamiento expuesto, como tal, a producir malas respuestas. No costaría mucho valorarla, en todo caso, como un componente más del problema de cuya solución pretende ser factor indispensable; entre otras razones porque resulta en exceso deudora de la ilusoria -insostenible- equidistancia de la cual, ayer como hoy, suelen hacer ostentación personas que, desde una indudable honestidad, no dejan de llorar la desaparición de un mirífico -històricamente inexistente- «oasis catalán» por causa de los extremismos de todo color.

No obstante, los hechos, como decía un viejo revolucionario ruso, poseen la cabeza muy dura: son lo que son. Y los hechos nos conducen siempre a una verdad situada justo en el extremo opuesto de aquel por el cual aboga Fradera: la responsabilidad criminal del 17 de julio corresponde, de manera exclusiva e inequívoca, al fascismo (para ir rápidos). Esta verdad, suficientemente documentada, pulveriza a mi ver qualquier intento de cicatrizar las heridas mediante dosis homeopáticas de bálsamos inapropiados.

Por cuanto acabo de apuntar, estimaría beneficioso excluir del debate prescripciones demasiado asociadas a un esquema interpretativo que se alimenta a menudo -si bien, ni que decirse tiene, con recorrido y finalidad distintos a los advertibles en un determinado sector de la historiografía reaccionaria- de una idéntica percepción del pasado, país extraño, como dice David Lowenthal (6), en este caso supuestamente habitado por gentes mancomunadas en el deseo de arruinar la paz civil. En este sentido, la evocación que hace el historiador del celebre grabado de Goya, aquel donde aparecen dos hombres destrozándose mutuamente a garrotazos, expresa de forma muy elocuente la idea -connotadísima de implicaciones heterónomas- de una indiferenciación en el ejercicio de la barbarie más suicida. Por cierto, acaso convenga señalar de manera accesoria que tal idea, de indudable raíz ahistórica, no resulta consistente -de hecho, lo contradice- en relación al empeño con el que Fradera trata de levantarse contra el mito «de un país desgraciado, siempre igual a sí mismo» (p.299).

III

Regreso al proceso de transición. Desde mi punto de vista, en el texto se desconsidera la ingente cantidad de problemas que los sectores hegemónicos en toda la secuencia transitiva pudieron -subrayo el término: pudieron– dejar sin resolución satisfactoria, al menos respecto a las expectativas generades al inicio de la misma. No pocas de las aprensiones de Fradera, tratando de avanzar con cautela por un camino que intuye repleto de espinas, guardan estrecha relación con las cuestiones que la dinámica de la transición evacuó rápidamente con la inestimable ayuda de la mayor parte de unas izquierdas dispuestas a venderse el alma, bajo cobertura de «realismo», ante qualquier ofrecimiento de Mefistófeles.

Entre tales cuestiones, la del carácter monárquico del nuevo régimen fue de una importancia de primera magnitud, y ello por las consecuencias deletéreas que acabaría teniendo sobre la posibilidad efectiva de edificar una auténtica concepción democrática de la vida pública. Por otra parte, y desde su misma salida, el régimen «democrático» comenzaría a diseñar una propedéutica del miedo destinada no solamente a promover el conformismo, de incidencia tan decisiva, como advierte Walter Benjamin, en la ocultación del mundo en que se vive (7), sino también a cortar de cuajo cualquier asomo de continuidad con la cultura política republicana, en especial la más ligada a la construcción de realidad alternativa por parte de los sectores populares. Los vencidos de la Guerra Civil, sometidos durante décades a las tropelías del franquismo, habrían de comprender bien pronto que en no pocos aspectos también iban a serlo, como he apuntado antes, de una democracia restaurada sobre fundamentos cimentados con la amnesia colectiva.

Solicitar a las víctimas que «acepten la pluralidad de experiencias y de puntos de vista» (p.304), constituye, me parece, una petición escasamente ecuánime; sarcástica, incluso, si se considera toda la eternidad durante la cual los derrotados en la defensa de un régimen político que asegurava la libre manifestación de unas y de otros, no tuvieron más opción que la de desayunarse, día tras día, con la indigesta papilla del exclusivo punto de vista servido -plato único- por los vencedores. Debe señalarse que la papilla apenas sería cuestionada institucionalmente por el primer gobierno democrático de la monarquía restaurada; los que vendrían inmediatamente después tampoco se esforzaron mucho al respecto, cierto, formados como estaban por socialdemócratas que acababan de descubrir las ventajas de acudir a Canosa con la mente despejada de «las telarañas sociales del marxismo» (p.301), así como la fórmula más oportuna para asegurar su permanencia en el poder; es probable que la hallaran en las páginas de La miseria del historicismo, de Sir Karl Popper: «Una vez que nos damos cuenta (…) de que no podemos traer el cielo a la tierra, sino sólo mejorar las cosas un poco, también vemos que sólo podemos mejorarlas poco a poco.» (8). Más adelante, y dentro de la misma lógica, vendría toda la broma del «De entrada, no», operación cargada de indefectibles consecuencias políticas y morales desastrosas, como Manuel Sacristán advirtió de forma premonitoria en un artículo escrito en caliente donde se señalaba todo cuanto debía señalarse sobre el asunto (9). ¿Hemos de valorar esta masa de hechos como un producto de la casualidad y sin relación demostrable con el proceso de transición?. Si así fuera, preciso será convenir que Franz Kafka, una vez más, dio muestras de alta lucidez al escribir que las casualidades siempre suelen estar a favor de los señores (10).

Creo que Fradera no sopesa de manera satisfactoria la incidencia que han podido tener tales cuestiones sobre el actual proceso de recuperación de la memoria. El ánimo panglosiano que lo lleva a enfatizar cuanto contribuya a redondear la imagen de una nación moderna y «perfectamente homologable» al resto de «países del entorno europeo» (p.302), le obliga a dejar de lado cualquier realidad susceptible de enturbiarla. El silencio clamoroso respecto a la voracidad mediante la que la Iglesia católica continúa presionando a la sociedad española, una hybris que enlaza directamente con el inicio del post-franquismo, resulta en tal sentido muy significativo (los pasos digresivos donde se condena el anti-clericalismo històrico de las izquierdas no rompe en absoluto el aludido mutismo). Y como eso, tantas y tantas otras taras originadas en el más inmediato pasado, ahora silenciadas porque podrían resultar demasiado molestas para la «prioridad ideológica» del momento actual, prioridad consistente en «elaborar una política y una cultura de transformación a la altura del presente, a la altura de la posición económica y social en la que el país se sitúa» (p.309). El resto es «nostalgia» o, tratándose de «ciertos medios académicos y de opinión», producto «de las frustraciones del presente» (p.302), punto de vista, este último, que comparto, pero no con la misma orientación; al fin y al cabo, las frustraciones de hoy no podrían desligarse de un pasado del cual son, de alguna manera, el «delante», para decirlo parafraseando a Óscar Wilde. De nuevo, la perspectiva adoptada depende en exceso de presupuestos dudosos vehiculados en el lenguaje de lo políticamente correcto.

Porque el hecho es que «la voluntad de conexión entre el presente de la democracia española y la memoria de la República y del antifranquismo (que) hoy es una exigencia de la izquierda y de ciertas formaciones nacionalistas en algunas regiones españolas» (p.303) casa con evidente dificultad con el enunciado, efectuado unos pasos antes, de una pretendida realidad incuestionable: la de que «el fundamento de la democracia actual no es tanto el pasado anterior a la Guerra Civil (…) como la compleja operación que condujo al proceso de cambio político (p.294), enunciado de significación mayor que imposibilita, creo, construir cualquier puente de enlace entre los obstáculos con los que ha tropezado hasta justamente hoy mismo la referida voluntad, por un lado, y el proceso de transición, por otro, un aspecto cuya relevancia el historiador hubiera podido advertir de haber situado el análisis de aquél en un terreno menos laudatorio, es decir, en un terreno menos deudor de la interpretación canónica -ideología en estado puro- más ámpliamente divulgada.

La sorprendente benevolencia acrítica mostrada por Fradera en relación al proceso de transición la estimo inherente al objetivo de otorgar mayor verosimilitud a un planteamiento de tabula rasa con el pasado que se apoya en una inconsistente interpretación de los hechos. Ejemplo suplementario de ello puede ser la apelación a «las limitaciones impuestas por una situación todavía muy incierta» (p303), que obligó a los antifranquistas a descartar «responsablemente» acciones penales contra funcionarios y altos cargos de la dictadura, junto a la correlativa presentación de las dos amnistías (1976 y 1977, por consiguiente pre-constitucionales, detalle omitido en el texto) como realidad que «corto de raíz la posibilidad de una política activa de revisión judicial de las responsabilidades políticas pasadas» (p.295). Las dos amnistías, encaminadas a «fortalecer la paz civil» (p.303) constituirían, pues, piezas en modo alguno secundarias de una insólita creación política ex/cum nihilo.

IV

A tan peculiar análisis de la etapa de transición, contemplada como basamento del régimen político actual, fortalecido ulteriormente, según el autor, por la salutífera respuesta social a raíz del 23-F (dejémoslo estar), sigue un conjunto de reflexiones destinado a definir, con un carácter normativo teñido a veces de tonalidades admonitorias, el papel a desempeñar por cada uno de los actores sobre un escenario reivindicativo de la «memoria histórica» deseablemente liberado de las confusiones que, observa un impaciente Fradera, lo envuelven en el presente: al Estado es preciso pedirle que culmine la reparación a los damnificados, así como que proceda a la definitiva retirada de los símbolos públicos franquistas todavía existentes en no pocos lugares del país y cuya visión resulta «ofensiva para muchos españoles» (p.303); a las víctimas, la aceptación de los «puntos de vista de los otros» (p.304). Y a los «profesionales de la memoria», es decir, a los historiadores…¿qué debe pedírseles?

Es en este apartado donde se hacen más advertibles algunas tensiones de convivencia entre el Fradera ciudadano y el Fradera historiador. A la comprensible solicitud del primero, necesitado de poder acceder a referentes del pasado que favorezcan en el presente la asumción de valores genuinamente democráticos («justicia», «igualdad», «verdad», «derecho»…), valores que el conocimiento histórico puede dotar de espesor significativo (11), opone el segundo los principios insorteables de la profesión: «objetividad» y «frialdad hermenéutica» (p.304); pero, sobre todo, le recuerda que los historiadores han de proteger los objetivos de su trabajo del ruido envolvente y del peligro que representaría que tales objetivos fuesen establecidos «desde el exterior de los ámbitos disciplinarios concernidos, a través del patrocinio estatal o de las agrupaciones políticas y culturales involucradas» (ib.). Ya ha quedado anotado: en los escenarios de la recuperación de la memoria, los papeles están pre-asignados; el del ciudadano es el de contribuir al «establecimiento de criterios de verdad moral (p.305), algo que no puede pretender hacer nunca el historiador, salvo que desfallezca en la defensa de principios y requisitos deontológicos, por definición intangibles. Supuesta incompatibilidad, por tanto, entre deseos poco coincidentes.

Cierto es que en el texto se reconoce, si bien con colores un tanto desmayados, la virtualidad positiva del ligamen existente entre investigación historiográfica y demanda social de conocimiento histórico. Incluso se admite que un ligamen semejante ha podido generar aportaciones de indudable solidez e interés en el decurso de los años recientes. Al mismo tiempo, sin embargo, y con aprensión característica, no se nos deja nunca de alertar sobre el peligro que entraña convertir «el implacable escrutinio de la interrogación histórica» en un «simulacro» (p.305), sobre todo si el historiador se muestra sensible a la coyuntura social y política. Por lo que respecta al proceso de recuperación de la memoria, se nos advierte igualmente que «ni la historia es un tribunal ni los historiadores pueden, sin costes, convertir la disciplina en la palestra de causas perdidas» (p.301), contundente frase, sobrecargada -dicho sea de paso- de implicaciones enormes (12). La abusiva extensión que van alcanzando las presentes notas aconseja, no obstante, dejar de lado su examen.

V

Estimo en verdad sorprendente que Fradera, uno de los escasos historiadores catalanes que en el propio trabajo utiliza con frecuencia – en ocasiones brillantemente- la mirada comparativa, por lo común asentada en un amplio registro bibliográfico, haya de recurrir a una fugaz -en parte extravagante- alusión a la denominada Historikerstreit (la «querella de historiadores» desarrollada hace ya algunos años en Alemania) con el fin de expresar su temor a que pueda darse eventualmente una «inquietante reproducción hispánica» de la misma (p.296). Sorprendente, digo, dado que tiene a disposición referentes mucho más cercanos a los desgarros civiles padecidos por la sociedad española (Italia, Francia…). A pesar de las inmensas distancias que los separan del caso español, tenerlos presentes acaso posibilitaría encauzar de forma menos aprensiva el debate sobre la relación entre el proceso de anamnesis y la evolución experimentada por el trabajo historiográfico cuando éste se ve impulsado también por requerimientos surgidos de una demanda social inevitablemente confundida con la reclamación de viejas deudas silenciadas. Me detendré un poco en ese extremo.

Inevitablemente, apunto. Si por unos instantes dirigimos la mirada hacia la evolución que, por ejemplo, han experimentado en Francia los estudios sobre su pasado próximo, resulta fácil darse cuenta de la notoria incidencia que han tenido las sucesivas y cambiantes circunstancias políticas, sociales y culturales en el trabajo de revisión (a todo nivel: temático, metodológico, interpretativo…) realizado por los historiadores especializados en el período. El conocimiento histórico de determinados episodios trágicos acaecidos en el país vecino (Segunda Guerra Mundial, Ocupación, Vichy, la Resistencia, la deportación masiva de judíos, más adelante Argelia…), también ha estado repleto de silencios, distorsiones y lagunas informativas que los profesionales de la memoria prosiguen tratando de romper, reconducir y colmar. Y debe señalarse asimismo que sin temor a que la investigación (archivos, testimonios orales) pueda incluso afectar, como así ha ocurrido en algunos casos, a altas magistraturas del Estado surgido en la post-guerra y de las cuales se ha llegado a demostrar finalmente complicidades de mayor o menor gravedad con el Tercer Reich durante el período llamado de Colaboración.

Obviamente, la sociedad francesa no ha tenido que soportar una larga dictadura como la franquista; posee una tradición de cultura política democrática de cuyo reflejo puede ser muestra -una entre muchísimas- la rotulación de estaciones de «metro» y de calles con el nombre de resistentes comunistas fusilados por el ocupante nazi (Guy Môquet, Pierre Georges, llamado «Colonel Fabien»…). Sin embargo, dicha cultura también ha debido hacer frente, insisto, a la correosa existencia de leyendas, tabús y silencios cuyo desmontaje y revisión se prolonga prácticamente hasta nuestros días. Un ejemplo significativo entre los varios posibles: hasta el año 1999 en la Asamblea Nacional no fue posible utilizar la expresión «guerra de Argelia» (13).

La trayectoria del estudio histórico de los acontecimientos aludidos no ha podido, pues, liberarse tampoco de presiones coyunturales. Se trata de una realidad susceptible de ser ilustrada de forma suplementaria y con algo más de detalle recurriendo a una etapa tan emblemática como la del régimen de Vichy, cuyo recuerdo, pese al tiempo transcurrido, remueve de forma todavía considerable la conciencia de no pocos franceses. Henry Rousso (14) ha establecido las sucesivas fases a través de las cuales se ha ido consolidando una indagación en permanente -casi funcional- dependencia respecto a necesidades, requerimientos, pulsiones y objetivos procedentes a menudo del «exterior de los ámbitos disciplinarios concernidos» -un «exterior» del cual forman parte los medios de comunicación- así como, justamente, «a través del patrocinio estatal o de les agrupaciones políticas y culturales involucradas», aspecto que tanto escándalo despierta en Fradera. En la fase actual, señala Rousso, el trabajo historiográfico sobre «la Francia de los años negros» (15) no puede dejar de reflejar las hasta hace bien pocos años inéditas dimensiones de judicialización e internacionalización alcanzadas por el objeto de estudio, dimensiones que comportan la obligación de plantear nuevos interrogantes desde los ámbitos propios de las ciencias sociales y que, como el resto de factores exógenos, no necesariamente han de rebajar la exigencia de rigor en las mismas ni empobrecer su contenido, muy al contrario. En resumen, creo conveniente para el actual debate considerar las posibiliades ofrecidas por experiencias de parecida orientación, exentas, no obstante, de aprensiones inmoderadas ante los posibles «costes» de un eventual ligamen historiográfico entre pasado y presente.

VI

Comparto con Fradera algunos de los puntos de vista desplegados en su reflexión, en especial el de que «no es posible ninguna revisión seria del pasado histórico sin vocación de totalidad» (p.305), una alusión a las dificultades -y a la «hipocresía» (p.306)- con que han topado los intentos de «revisión del significado histórico de la experiencia de la izquierda española», muy en particular los relacionados con «los comunistas de la Tercera Internacional» (ib.). Me mostraría igualmente de acuerdo, con alguna resreva, en que «la naturaleza de los cambios económicos, sociales y culturales ha dejado sin razón de ser a una buena parte de los lenguajes y de las prácticas de la vieja izquierda» (p.308). Y no tengo dificultad alguna para suscribir en idénticos términos -durísimos- un modelo de gestión del país que refleja, en efecto, «el agotamiento de la Catalunya dual» (p.273: se refiere a la distribución de papeles entre PSC y CDC; la cita corresponde a otro de los escritos de La pàtria dels catalans), valoración extensible -añadiría- a la catástrofe política y social representada por el denominado Tripartito, siempre dispuesto a hacernos olvidar que, como decían los viejos situacionistas, la peor de las resignaciones es aquella que se da a sí misma la coartada de la transformación.

Por el contrario, como he tratado de argumentar a lo largo de estas notas, me parecen recusables algunas de las interpretaciones que figuran en el ensayo. Las considero demasiado ligadas a presupuestos que, contrariamente a proclamadas intenciones, más que favorecer la consolidación del debate en términos claros, lo envuelven en una renovada oscuridad. Disiento asimismo en la contemplación del estudio del pasado como práctica a resguardar cuanto más mejor de los intereses del presente. Tengo la impresión de que tal cosa nunca ha sido posible; sospecho igualmente que tampoco sería demasiado recomendable. Incluso me atreviría a afirmar que buena parte de la mejor historiografía sobre la contemporaneidad ha surgido, y prosigue surgiendo, del trabajo de hombres y de mujeres extremadamente conscientes no tan sólo de las exigencias deontológicas inherentes al propio oficio, sino también de la relación existente -ineliminable en ciencias sociales- entre el hecho histórico y su significación ulterior (16).

En definitiva, en el actual contexto español los historiadores difícilmente pueden encogerse de hombros ante el cumplimiento de una demanda social largamente inatendida por causa de complicidades vergonzosas. Los compromisos adquiridos en su condición de ciudadanos no tienen por qué ir en demérito de los derivados de su condición de profesionales a quienes, en esta precisa «batalla», se solicita que contribuyan a la operación -delicada, nadie lo niega- de transmutar el pasado experimentado en pasado histórico. Creo que esto es perfectamente factible, sobre todo si se ha conseguido responder sin demasiada pusilanimidad a la cuestión planteada por P. Vidal-Naquet en uno de los pasos de sus memorias: «Si la historia no sirve para tomar partido en el presente, podemos preguntarnos de qué sirve» (17).

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NOTAS

(*) Versión castellana, con leves modificaciones, de un texto escrito originariamente en catalán. Hasta la fecha no existe edición castellana del libro de J.M. Fradera. He procedido en todos los casos a traducir los pasos de la edición catalana citados en el texto (indico entre paréntesis el número de página correspondiente).

1 J.M. Fradera, La pàtria dels catalans. Història, política, cultura, Barcelona, La Magrana, 2009

2 Albert Balcells, uno de los protagonistas nada menor del debate, recogió los textos esenciales del mismo en A. Balcells, La Història de Catalunya a debat. Els textos i la polèmica, Barcelona, Curial, 1994. Para la frase de Fradera, La pàtria, p. 287.

3 Enric Ucelay Da Cal, «Descriure el que hauria d´haver existit, o com historiografiar el fracàs particularista català al llarg del segle XX», en J.M. Fradera y E. Ucelay Da Cal (ed.), Notícia nova de Catalunya, Barcelona,CCCB, 2005, p. 256. Para el término «brutalidad», ib.

4 La expresión common decency se debe a G. Orwell. El autor de Homenaje a Catalunya la asocia a la «percepción de que alguna cosa no es justa». G. Orwell, «Charles Dickens», en Ensayos críticos, Buenos Aires, Sur, 1948, pp.74-75. Por su parte, J-C. Michéa ha hecho aportaciones muy interesantes en torno al concepto. J-C. Michéa, Orwell anarchiste tory, s.l., Climats, 2000 

 

5 Quizás no sea casual que Fradera muestre tan agria, de hecho nula, disposición para valorar de manera más amplia y matizada -con resultados no siempre lastrantes para la propia disciplina- el papel «condicionante» ejercido por la conciencia de continuidad en la percepción de valores sociales y políticos ligados a determinados acontecimientos históricos (a determinadas «acciones pasadas»). Para qualquier historiador, en particular para el especializado, como Fradera mismo, en el estudio crítico de los nacionalismos, «conciencia de continuidad» y «percepción» suelen ser, ciertamente, categorías demasiado cargadas de subjetividad y, como tales, rodeadas de peligros que mueven a desconfianza. Sea como fuere, la perspectiva desde la que en el texto se postula de manera explícita una refundación democrática «moderna» y voluntariamente amputada de enlace con el imaginario de transformación social y política (Segunda República, Guerra Civil, lucha antifranquista) que la ha precedido históricamente, comporta desatender cuestiones como la de que aquello que en realidad puede ser valioso para el ciudadano de la polis democrática no es tanto el «hecho histórico» como el lugar que este ocupa en una secuencia interpretativa posibilitadora de una determinada relación con el pasado. No cabe duda de que los sucesivos gobiernos de la democracia restaurada han sido plenamente sabedores de ello a la hora de prefijar el contenido y los límites de la misma. Por lo demás, vale decir también que se trata de un factor igualmente significativo desde el punto de vista del proyecto de emancipación, para el cual, parafraseando a Castoriadis, las pocas semanas de duración de un acontecimiento (la Comuna, la Revolución Húngara del 56, tanto da…), pueden llegar a alcanzar una importancia y una significación de no menor relevancia que «tres mil años de historia del Egipto faraónico» (C. Castoriadis, «La source hongroise», en C.C. Le contenu du socialisme, París, UGE, 1979, p.388). 

 

6 D. Lowenthal, El pasado es un país extraño, Madrid, Akal, 1998 

 

7 W. Benjamin, Escritos autobiográficos, Madrid, Alianza, 1996, p. 23. 

 

8 K.R. Popper, La miseria del historicismo, Madrid, Alianza/Taurus, 1973, p. 89. Los subrayados corresponden al original. 

 

9 M. Sacristán, «La OTAN hacia dentro», Liberación, 2-XII-84. Consultable en M. Sacristán, Pacifismo, ecologismo y política alternativa, Barcelona, Icària, 1987 

 

10 F. Kafka, El Castillo, Madrid, Alianza/Emece, 1971, p. 43. 

 

11 Véase nota 5. 

 

12 Sería interesante contrastar la negativa a «convertir la disciplina en la palestra de causas perdidas» con la perspectiva -que a mi ver la problematiza considerablemente- desde la cual han orientado sus excelentes trabajos no pocos historiadores situados en la estela del marxismo creativo. Fradera alude a ellos muy de pasada, supongo que impulsado por la admiración -que comparto sin reservas- hacia R. Williams. 

 

13 K. Ross, Mai 68 et ses vies ultérieures, Bruselas, Éditions Complexe, 2005, p. 54. 

 

14 H. Rousso, Vichy. L´Événement, la mémoire, l´histoire, París, Gallimard, 1992. El mismo autor ha dado otros estudios sobre el régimen de Vichy. Uno de ellos lleva por elocuente título, Vichy un passé que ne passe pas, París, Fayard, 1994 

 

15 J-P. Azéma y F. Bédarida, La France des années noires, París, Seuil, 1993 

 

16 Véase nota 5. Castoriadis -lo cito una vez más- ha efectuado aportaciones singularmente originales y pertinentes sobre la relación entre verdad y creación social-histórica. Véase, por ej., el contenido general de Sujet et vérité dans le monde social-historique, Seminaires 1986-1987, París, Seuil, 2002 

 

17 P. Vidal-Naquet, Mémoires. Le trouble et la lumière, 1955-1998, París, Seuil/La Découverte, 1998, p. 356.