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A propósito de un tópico sobre la justicia

Fuentes: Rebelión

Es frecuente escuchar la expresión hay que respetar las decisiones judiciales puesta en boca de representantes de los poderes públicos, así como de portavoces de grupos de variados intereses e incluso de destacados personajes forjadores de opinión. Sin embargo la mayoría de la ciudadanía, se encoge de hombros y no entra en el tema porque […]

Es frecuente escuchar la expresión hay que respetar las decisiones judiciales puesta en boca de representantes de los poderes públicos, así como de portavoces de grupos de variados intereses e incluso de destacados personajes forjadores de opinión. Sin embargo la mayoría de la ciudadanía, se encoge de hombros y no entra en el tema porque lo considera obvio. La cantinela se repite continuadamente, pese a que se trata de algo tan evidente, objetivamente considerado, que carecería de sentido repetir. Ya que si no se respetaran las decisiones judiciales el Estado de Derecho no solamente haría aguas, sino que entraría en fase de liquidación. Sin embargo se insiste en lo mismo una y otra vez, aprovechando cualquier ocasión para ello. Lo que se plantea es el motivo de semejante insistencia. O bien se tienen dudas sobre el funcionamiento real del sistema o con ello se quiere encubrir algo .

La cuestión es que si se entrega el tema de la justicia, en el marco del llamado Estado de Derecho , a una institución neutral y asistida de racionalidad, para evitar, por ejemplo, el sentimentalismo pasional o el espíritu de venganza que anida en la mente de los individuos, pronunciarse sobre su normal funcionamiento, puesto que se habla de respeto , o reiterar lo que ya es sobradamente conocido, carecería de interés. No obstante, tal expresión pudiera ser una forma más o menos elegante de discrepar, aunque se trate de aparentar lo contrario, para venir a decir que se han hecho las cosas mal o que no estaría de más que el declarante ocasional aportara su justicia porque lo haría mejor, aunque dejando claro que la justicia hay que respetarla por aquello del principio constitucional de la división de poderes . Por tanto, en el fondo de la mentada expresión se aprecia la idea de no respetar, pero hay que respetar, porque la resolución ha sido dictada por quien tiene poder para ello. Y más allá, en el fondo de la mente del declarante, puede ser que todo obedezca al simple ejercicio del derecho al pataleo , p orque no le ha gustado el pronunciamiento de la justicia. Por tanto, la citada expresión no sería sincera ni menos aún ingenua, ya que respondería a una actitud crítica encubierta. Esta última puede llegar a ser constructiva, aunque tome caminos laberínticos, y más si se plantea en términos de racionalidad y en un panorama de libertad. En tales términos es posible hacer crítica fundada de la justicia sin acudir a subterfugios que no amparan el sentido crítico, sino el resentimiento personal . Tal vez apartando la apariencia de las buenas formas se puede encontrar esa discrepancia producto del resquemor personal o grupal que a veces late para con la justicia y las decisiones judiciales. El hecho es que se respeten o no se respeten las decisiones judiciales firmes, se critiquen abierta o encubiertamente, queda intacta la acción de la justicia, asistida por el poder que otorga el aparato del Estado a sus instituciones; mientras que el resto solo son pamplinas.

Cuando la parte personal de las propias instituciones estatales se ven afectadas en contra de sus intereses por las decisiones judiciales, sus representantes a veces sueltan a la opinión pública aquel estribillo y lo hacen en tono de resentimiento mal disimulado; por contra, si les viene bien, lo pronuncian con plena convicción. La primera puede ser una forma de desahogarse cuando han fallado todos los subterfugios para obtener una resolución favorable e incluso puede intuirse que el personaje, puesto que no puede enfrentarse a la función de la justicia, ataca implícitamente a su representante personal -el juez- en el caso concreto. La estrategia a seguir pudiera ser que como no se puede ir en contra de los cimientos del Estado de Derecho, se descargue el sentimiento de contrariedad sobre el juzgador, reclamando solapadamente venganza personal. De manera que hay que respetar las decisiones judiciales, pero no las de ese juez que ha fallado en contra de determinados intereses. Es decir, que hay que acogerlas con el máximo respeto si resultan favorables a aquellos, en caso contrario se pierde el respeto descargando el asunto en el terreno de lo personal, aunque tratando de dejar a salvo la institución de la justicia, que sin embargo acusa el embate. Claro está que en este caso, si la institución a la que representa el discrepante cuenta con el monopolio de la ley , basta con cambiar la norma soporte de la resolución para en lo sucesivo orientar la justicia a la medida de los intereses del ejerciente del poder.

En el caso del grupo de interés , la cuestión no se plantea con tanta elegancia. Simplemente se dice respetar lo favorable a su causa y, para lo desfavorable no duda en faltar a ese principio de respeto y atacarlo. En este ultimo caso no solo se emplean todo tipo de recursos y estrategias procesales para tratar de eliminar lo perjudicial para sus intereses, sino que se acude al arsenal de la publicidad para movilizar a sus fieles y procurar adhesiones populistas. Su efectividad no es discutible, por cuanto con la publicidad no solo se implica de lleno al grupo, a los que le siguen y, a ser posible, al pueblo, sino que además sirve para ganarse a los medios que viven de ella. Se trata de organizar el mayor ruido posible para despertar una conciencia social que, en tal caso, suele ser abiertamente manipulada por intereses particulares en detrimento de los intereses generales. La estrategia publicitaria, dada la dificultad para atacar a la institución de la justicia, es también desacreditar al juzgador, sacando a relucir todo lo que pudiera ser negativo de su vida personal y profesional. Al fondo queda la intención de que desacreditando a quien juzga, se desacredita a la institución a la que representa. Con el arma de la publicidad, a base de enredos, se trata de llegar a la fuente de la justicia y sensibilizar a la sociedad desde procedimientos espurios para que les saque las castañas del fuego a los privilegiados del grupo o a sus protegidos. Acudiendo a una racionalidad de conveniencia o a un sentimentalismo para la ocasión, con lo que se llama justicia se trata de conseguir que los intereses generales asuman los particulares. Pese a todo, al final resulta que, como hay que respetar las decisiones judiciales, el globo acaba por desinflarse con el paso del tiempo.

Queda por hacer referencia a la persona física , a quien no se le oye declarar que hay que respetar las decisiones judiciales, porque no tiene otro remedio que acatarlas, así lo reconoce y no se entretiene en publicitarlo. A menudo el ciudadano común, es decir aquel que, en el reino de la igualdad ante la ley, no es asistido de privilegio alguno -como en el caso de las minoría gobernante y los grupos de interés-, se resigna a la justicia oficial porque carece de instrumental para contestarla, ya que no dispone ni del monopolio de la ley, como el caso de los ejercientes del poder, ni le asiste la publicidad, como en los grupos de interés. Solo le queda la remota posibilidad de que alguien se adhiera a su causa al sentir tocada su sensibilidad y, si la cosa prospera, que uno de esos grupos del incordio lo utilice de pantalla para hacerse publicidad aprovechándose de la acción de la justicia. Lo habitual es que nadie hable de él y en el silencio solamente quede a salvo el simple derecho al pataleo , carente de efectos para la justicia.

El tópico, a menudo producto del desencanto de los selectos , dispuesto para ocultar discrepancias profundas, más que como reconocimiento de lo evidente, como consecuencia de la implementación del Estado de Derecho, en todo caso viene a señalar que, pese a la separación de poderes -en realidad funciones-, le falta algo para completarse. La referencia en este punto parece encontrase no tanto en la institución como en la representación, ya que se suele acudir a una cabeza visible. Por allí ronda el tema del personalismo. Que a través del legislativo, motivado por el ejecutivo o la oposición, se acuda al cambio de ley o que mediante la publicidad se saque a relucir las supuestas injusticias de la justicia viene a decir a la ciudadanía que la justicia puede no ser justa, pero esto solamente se hace para con los privilegiados ocasionales, mientras que los ciudadanos del montón acatan las decisiones judiciales, justas o menos justas, sin rechistar y sin que casi nadie se percate de ello. Parece quererse utilizar el espectáculo mediático para hacer modificaciones al margen del procedimiento, movilizando a la sociedad para cambiar el sentido de la justicia en algún caso concreto. Si en último término el sentido de la justicia es eludir el personalismo para depositarlo en la institución, con el espectáculo de masas se reclama el papel del personalismo publicitario, desviando la cuestión de la generalidad a la particularidad. Lo que la deslegitima por principio y, más aún, porque queda clara la pretensión de manipular a la sociedad acudiendo al sentimentalismo o al propósito de venganza.

Como valor, la idea de justicia es un producto del espíritu de la sociedad en su conjunto y no de cada uno de los individuos que la componen. Pero lejos de ser social la justicia ha pasado a ser legal y se ha descargado en la institución como expresión de racionalidad colectiva. El problema es que si está afectada por el personalismo de sus representantes o si se trata de contaminarla con intereses espurios el propósito fracasa. De ahí la necesidad de una revisión colectiva del asunto al margen de otros intereses institucionales, grupales o individuales, porque aunque la institución siempre está en posesión de la razón en sí misma, no es extensivo tal principio a sus representantes con carácter absoluto. Quien juzga en último término es la sociedad en su conjunto, el problema es que no se la ha dotado de medios directos para ello. Si el modelo de reparto de funciones del Estado de Derecho puede resultar deficiente en algunos supuestos, la sociedad está obligada corregirlo, en cuanto ella es la instancia suprema. Por tanto, la determinación ultima de todo lo estatal está en la sociedad misma, y a tal fin reclama la supervisión efectiva de su funcionamiento vía institucional , más allá de intereses de grupos de cualquier naturaleza, de la democracia de partidos y de todo derecho individual, al objeto de dejar establecido el sentido último de la justicia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.