El término «sacrificio», aplicado al campo económico, adquiere connotaciones extrañas. Significa, ante todo, restricción general para vastas franjas sociales, aunque se exima de este ritual al sujeto que lo exige: no sólo ni en primer lugar, los gobiernos nacionales, sino fundamentalmente, un capital financiero global incapaz de autorregularse, esto es, de poner un límite a […]
El término «sacrificio», aplicado al campo económico, adquiere connotaciones extrañas. Significa, ante todo, restricción general para vastas franjas sociales, aunque se exima de este ritual al sujeto que lo exige: no sólo ni en primer lugar, los gobiernos nacionales, sino fundamentalmente, un capital financiero global incapaz de autorregularse, esto es, de poner un límite a su disposición intrínsecamente predadora. Sacrificarse es, sin más, aceptar de forma resignada la economía de la carencia, incluso si simultáneamente se salva con ingentes fondos públicos a la banca privada, partícipe del saqueo sistémico a cientos de millones de ciudadanos a nivel mundial. La transferencia billonaria de recursos administrados por los estados al sistema financiero es la contraparte del «sacrificio» exigido a las clases populares y medias, visible no sólo en la destrucción del empleo y en la marginación de categorías cada vez más extensas de la población, sino también en la liquidación de un modelo de estado socialdemócrata que, históricamente, no mostró la más mínima disposición a enfrentar la tendencia estructuralmente devastadora del capitalismo.
A cambio, ese modelo de bienestar presumió de poder garantizar unas prestaciones públicas colectivas y unas condiciones sociales de vida mínimamente satisfactorias para una ciudadanía territorialmente restringida. Que la contraparte de ese «bienestar cercado» sea, una vez más, el «sacrificio» de otras poblaciones, esto es, el expolio de países periféricos enteros, sometidos a una dinámica internacional radicalmente desigual e injusta, formó parte del costo asumido por esas formas restringidas de democracia caracterizadas por su menosprecio absoluto hacia las libertades de otras comunidades nacionales. La operación centrífuga del capitalismo, sin embargo, no se detiene en ninguna frontera nacional. El sacrificio de los otros nunca importó demasiado entre sus agentes, mucho menos ante el desplome de alternativas históricas que pretendieron esgrimir lo diferente (aunque a nivel macro no se tratara sino de variantes estatales de un sistema económico similar). Puestos en la lógica de la reproducción ampliada del capital, ¿qué «racionalidad» interna conduciría a detenerse ante las fronteras de los países centrales, cuando los estados nacionales se muestran francamente sumisos a sus imperativos, dispuestos a sacrificar masas ingentes de población y a ofrendar todo lo que está a su alcance para financiar el agujero negro del sistema financiero? ¿En nombre de qué ética descontextualizada alguien podría suponer que estos poderes económico-financieros desistirían de acumular ganancias millonarias, transfiriendo sus pasivos (incluyendo los «activos tóxicos») a las arcas del estado, mientras son «inyectados» con dinero público? ¿Qué ingenuidad haría suponer que esos agentes concentrados podrían renunciar al negocio extraordinario del sector público -incluyendo la salud, la educación, las pensiones, el transporte férreo, entre otros-, presionando mediante diferentes mecanismos (bursátiles, crediticios, corporativos) a los estados, redefinidos como garantes de la rentabilidad privada? En síntesis, ¿por qué habrían de auto-sacrificarse cuando pueden exigir, mediante la intervención política del estado, que sean sacrificados los otros?
Desde esa perspectiva inmanente, no es cuestión de ética o de racionalidad. Es cuestión de poder. La limitación, por tanto, no puede provenir de una exigencia interna a la actual configuración económica, del mismo modo que tampoco puede provenir de la actual forma de estado, subordinado a tales imperativos económicos. Incluso si supusiéramos la posibilidad de una forma de estado radicalmente diferente, la actual coyuntura histórica conjura esa posibilidad. En la economía política del capitalismo, la posibilidad de una formación estatal que no se conforme con una política de bienestar está severamente restringida, aunque eso no conduce necesariamente a desistir de las luchas contra esas restricciones. Ante esas condiciones políticas y económicas, es razonable un replanteamiento estratégico de las luchas sociales emancipatorias: tanto el desplazamiento a la arena ideológica y cultural como el apoyo activo a movimientos político-sociales que desbordan una dinámica institucional incapaz de dar respuesta satisfactoria a las demandas colectivas. Nada de eso constituye una fuga ni una claudicación de una voluntad de cambio histórico; más bien, forma parte de un replanteo sobre los modos de producirlo.
Transformar el mundo sin elaborar una interpretación crítica del mismo -tal como un cierto pragmatismo inmediatista pretende- es un contrasentido. Pasar por alto la «política del sacrificio» -y toda la retórica heroica que se despliega a su alrededor- que desde los discursos hegemónicos se plantea forma parte habitual de las desatenciones de una cierta izquierda tradicional -las mismas que en nombre de la «acción inmediata» nos privan de elucidar nuestras herramientas intelectuales y políticas-. Incluso cuando la exigencia del «sacrificio» es transpuesta al terreno económico (en tanto compensación de unos consumos presuntamente «suntuosos» que le precedieron sobre la base del endeudamiento sostenido), mantiene sus connotaciones religiosas, aunque pierda el carácter sagrado al que estaba asociado.
Tracemos mejor la comparación. Sacrificar(se) es un acto de fe, mediante el cual, a través de una ofrenda a los dioses, se obtiene su favor. Aunque participa en una economía del intercambio, está marcado por una asimetría fundamental: la donación del sacrificio no se basa en el cálculo de un rédito, sino en la creencia infinita en un Otro al que acepto someterme incondicionalmente. Que el Otro atienda nuestras súplicas es una consecuencia segunda con respecto a esta incondicionalidad de la entrega que la estructura del sacrificio presupone. La desigualdad radical entre el sujeto sacrificial que dona desinteresadamente un bien preciado y un gran Otro que sanciona el acto es ineludible.
La analogía en cuestión es sugerente. La exigencia del sacrificio no puede significar, incluso si fuera una posibilidad reprimida por el propio discurso político que la formula, más que la rendición incondicional al mercado como autoridad (divinizada), para lo cual no cabe más que una sucesión de gestos -recortes, privatizaciones, reformas, salvatajes- que la confirmen. Sin embargo, puesto que esa rendición no puede afirmarse de una sola vez -la incondicionalidad supone una continua ratificación del compromiso-, la política del sacrificio necesita cada vez adoptar nuevas medidas que reafirmen su entrega a este Sujeto, a cambio de evitar un castigo por su parte (llámese «intervención» «cesación de pagos» o «rescate»). La antropomorfización del mercado (no por azar se habla de su «nerviosismo», su «incertidumbre», su «intranquilidad» o su «temor») es síntoma de esta relación instituida entre un sujeto sacrificial y un Sujeto absoluto que sanciona la incondicionalidad del acto. Por poner el caso español: la destrucción incontenible de empleo y la precarización del mercado laboral, el aumento exponencial de la pobreza y la marginalidad, la exclusión de ciertos colectivos del acceso a la sanidad pública, la obstrucción de ciertas clases a la educación terciaria y universitaria, las crecientes restricciones en el acceso a las prestaciones sociales, la estigmatización de las minorías, la amnistía fiscal a los grandes evasores y el blindaje de impunidad a los principales responsables de la crisis forman parte de esta cadena que, estrictamente, necesita nuevos eslabones que ratifiquen la sumisión de la voluntad a los designios inescrutables de este dios neoliberal que encarna en el «Mercado».
Podría objetarse la semejanza alegando -como hace Agamben (1)- la no-sacrificabilidad del «homo-sacer», del «sujeto sagrado». Pero ¿en qué sentido sustantivo podría considerarse a una ciudadanía pauperizada y declarada superflua como «sagrada»? A la inversa, ¿en qué sentido podría sustraerse a esa ciudadanía de segunda mano como no sacrificable? Aunque el autor insista, con rigor etimológico, en que el estado de excepción ejecuta (más que sacrifica) al «homo-sacer», su planteamiento no permite reparar en la resemantización que produce el discurso neoconservador de este significante. La retórica del sacrificio presenta la contingencia como necesidad, esto es, representa la decisión como fatalidad: aquello que de forma inevitable hay que hacer, a riesgo de un mal infinitamente mayor. Puesto que dentro de esa perspectiva no hay alternativas viables, la única posibilidad concreta es la que ya está en marcha. No habría, en esta interpretación, ninguna decisión (aunque, desde luego, no se trata más que de una falacia para legitimar la decisión adoptada). Con ello, se reintroduce una matriz trágica en la actualidad, incluso si esa reintroducción no fuera más que una farsa justificatoria o una pantomima en la que el «espíritu trágico» es usado para ocultar la propia incompetencia para tomar mejores decisiones. Lo que la posición de Agamben no contempla de forma suficiente (gobernada como está por lo que Laclau llama «etimologismo» [2]) es la producción social de sentido contemporánea en el devenir de ciertos términos centrales en la palestra política. A mi entender, tal es el caso del concepto de «sacrificio»: el neoconservadurismo lo recupera para justificar unas políticas que no dudan en rendirse incondicionalmente al mercado financiero, arremeter sin sombra de duda contra las clases sociales mayoritarias y consolidar un estado de excepción regido a fuerza de decretos, institucionalización de irregularidades en todos los órdenes de actuación e intensificación de políticas represivas y criminalizadoras dirigidas hacia grupos y movimientos que no aceptan ser «objetos sacrificables» (instaurando una persecución ideológica sin precedentes desde el franquismo [3]).
En síntesis: la retórica del sacrificio (de las masas) se estructura sobre la base de una presunta inexorabilidad trágica (el ajuste infinito), en la que no habría estrictamente decisión, sino una elección predefinida entre aceptar el destino divino (del mercado) o luchar contra él (la catástrofe de la quiebra). Que esa clave de interpretación del presente sea racionalmente débil es claro: esa retórica liquida como tal lo político. En su gramática ideológica, las decisiones no son decisiones, los recortes no son recortes, las alternativas no son alternativas… Aunque no siempre término a término, este tipo de argumentación neoconservadora no cesa de ser repetida como un mantra por los principales gestores del ajuste.
En este punto, cobra fuerza la hipótesis de que el actual bloque dominante hace un uso cínico de lo trágico -incluyendo el sacrificio como su rasgo específico y constitutivo (Benjamin, 1990: 75 [4])- como parte de su retórica de legitimación. Si esto es cierto, en esta nueva acepción económica del sacrificio ya no hay creencia ingenua: saben lo que están haciendo y lo seguirán haciendo. Las ofrendas que elevan no están destinadas tanto a saciar a un «dios salvaje» que estructuralmente seguirá clamando por nuevos sacrificados, sino a mostrar ante todo subordinación a los imperativos de una política europea que da las espaldas a los dramas colectivos que produce un capitalismo absolutamente descontrolado.
Es cierto que una «tragedia» así representada, en última instancia, se convierte en una parodia de aquel espíritu. Pero que el «sacrificio» que imponen a nivel mundial las elites financieras, económicas y políticas a los demás no esté sustentado en una creencia última no impide que se establezca con fuerza de ley, a la par que se auto-eximen de semejante restricción, utilizando el estado no sólo como un formidable instrumento de salvataje, sino como un excelente socio de negocios. Puede que este sacrificio ni siquiera pueda calificarse de «verdadero», en tanto se sustrae del espíritu trágico. Sin embargo, ¿no hay por parte de la política neoconservadora una absoluta fidelidad a este sujeto soberano e inescrutable que llamamos mercado y que exige, cada vez, pruebas de sumisión cada vez más duras? ¿No hay, en este sentido, una economía política del sacrificio que construye la política como un acto incondicional de obediencia, borrando así propiamente lo político, esto es, la acción instituyente, el momento de la decisión? ¿No es el neoconservadurismo otro credo heterónomo, que pone como fundamento de lo social un «mercado» al que habría que rendir pleitesía? ¿No es, para terminar, esa obediencia incondicional -dispuesta al sacrificio- la antesala del fascismo?
Notas:
(1) Agamben, Giorgio (2010): Homo sacer. Pretextos, Valencia. Refiriéndose a la «nuda vida» del homo sacer dice el autor: «(…) la vida a quien cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez insacrificable (…)» (Agamben, 2010: 18). En su argumentación, el homo sacer pertenece a la «zona originaria de indiferencia» (112) en la que su vida está absolutamente expuesta a la muerte sin que eso implique «sacrificio» ni «homicidio».
(2) Remito al respecto a «La democracia devaluada: sobre la política del miedo en España» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=148346) y «La criminalización de la protesta social. La escalada autoritaria en España» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=144938).
(3) Benjamin, Walter (1990): El origen del drama barroco alemán¸Taurus, Madrid.
(4) Laclau, Ernesto (2008): Debates y combates, FCE, Buenos Aires. En su crítica a Agamben, Laclau señala: «(…) la significación depende por completo de un contexto de valor que es estrictamente singular y que ninguna genealogía diacrónica puede captar» (Laclau, 2008: 107).
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