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‘A queimada’: la España que arde

Fuentes: Rebelión

A ningún ojo atento que deambule por el campo se le escapa la intuición, o quizá ligera sospecha, de que la mayoría de bosques de la península ibérica han sido esquilmados y sustituidos por zonas de sacrificio para la actividad industrial.

Los monocultivos forestales que tanto abundan a nuestro alrededor no son verdaderos bosques, cualquiera que se extravíe en las tenebrosas fauces de un ocalital puede dar fe de ello: no hay biodiversidad, ni pájaros ni jabalíes, ni alimento para ellos, ni vida en el suelo. Son desiertos verdes donde la tierra se desangra y enferma por generaciones; digámoslo bien claro: son un ecocidio causado por acciones humanas. En Galicia se calcula que hay más de 187 millones de eucaliptos, cubriendo un área de 174 mil hectáreas, seguido por Andalucía (156 mil), Extremadura (60 mil) y las comunidades del norte como Asturias o Cantabria, por lo que los efectos de su presencia son más que significativos. Esta especie fue introducida a mediados del s.XIX por la población más adinerada con fines ornamentales, si bien pronto se apercibió su capacidad de empleo forestal. Un siglo después, las repoblaciones franquistas de los montes ibéricos desplazarían la vegetación primigenia para masificar el uso y la rentabilidad del eucalipto a través de la industria de la celulosa, que llevaron a Galicia a ser uno de los principales exportadores de pasta de papel. De la mano de la ENCE (Energía Nacional de Celulosa) y la PFE (Patrimonio Forestal del Estado), el dictador Francisco Franco expropió montes y prados comunales a la población local, a lo que siguió la tala sistemática de los bosques y las frondosas de vegetación autóctonas para destinarlos al cultivo de eucalipto y de pino. 

He aquí la raíz del “terrorismo medioambiental” que cada año deriva en incendios masivos a lo largo de todo el norte peninsular, pues el uso del fuego en los ecosistemas mediterráneos, por ejemplo, es muy común para abrir pastos, y mucha gente del campo quema la tierra y los rastrojos constantemente sin provocar esta clase de fuegos. No obstante, antes la tierra se encontraba parcelada y diferenciada con ganado y distintos tipos de vegetación, mientras que ahora los pinos y los eucaliptos, especies alóctonas y pirófitas (que son inflamables y acidifican el suelo), forman un continuum de masa de explotación forestal a través de paisajes enteros, allende el horizonte. En este contexto, cualquier accidente imprevisto como un rayo, una chispa de un cable de alta tensión, un cigarrillo arrojado al linde del camino o un accidente automovilístico podrían ocasionar rápidamente incendios terroríficos y muy difíciles de contener, más aún de extinguir. A día de hoy, pululan afirmaciones de que existe una mayor concentración de eucaliptos en Galicia que en su tierra de origen, Australia. La especie ocupa ya más de 760 mil hectáreas en todo el territorio ibérico, donde si incluimos a Portugal se localiza el 53% de la superficie mundial ocupada por el Eucalyptus globulus, superando las plantaciones de India, China y Brasil. 

Podemos decir que en Galicia existe toda una industria del fuego, como afirman las palabras del biólogo Xabier Vázquez Pumariño, o una gran mafia de explotación forestal sostenida entre distintos actores político-económicos que ostentan la gestión privada y estatal del monte, donde en la actualidad prevalece el Plan de Desarrollo Regional del Partido Popular y los intereses de muchas empresas como ENCE Energía y Celulosa, junto a acciones bancarias y subcontratas de reforestación de eucalipto, con viveros y maquinarias para cultivar, junto a la implicación de los colectivos de extinción de incendios. Se purgan inmensas ganancias por la plantación y el mantenimiento de dichas especies, los propietarios sacan un dinero por cortarlas y si se extiende un fuego también habrá beneficios, porque se cobra por su vigilancia y extinción, mientras que después se vuelven a contratar a los servicios de reforestación de pino y eucalipto, en un círculo vicioso donde la proliferación de incendios no supone más que una pérfida ramificación del negocio forestal. No es que los incendios favorezcan la expansión invasora del eucalipto, si no que en estas circunstancias la economía aplaude a los pirómanos con las orejas, les tiende un mechero a la mano y obtiene tranquilamente su plusvalía, replantando estos monocultivos anti-forestales. 

La usurpación de los bosques por los acumuladores de capital ha generado una industria de la desertificación en el estado español. El término “desierto verde” nació en Brasil a finales de los 60 para designar a los monocultivos de especies destinadas a la producción de celulosa, subrayando así las nefastas consecuencias para los ecosistemas mismos donde se asienten estos procesos de industrialización. La hacinamiento excesivo de cualquier sustancia u organismo en un medio supone una acción contaminante; y en este sentido, los eucaliptos llaman a la piromanía, exigen la quema, piden el fuego como ritual de purificación. Pero el problema no radica en el carácter “invasor” de la planta, que inútilmente declaran culpable, pues como ya declaró José Manuel Lago, de la Coordinadora Ecoloxista de Asturies: “los males del eucalipto no son imputables a este árbol, si no a unas deficientes técnicas de planificación, repoblación, silvicultura y explotación, es decir, al ser humano. Y a unas afirmaciones sobre la industria sobre su alta rentabilidad que, con el tiempo, se han demostrado falsas”. En los procesos de monocultivo forestal se reducen a escombros los nichos ecológicos de diversas especies animales y vegetales que habitaban de antemano los territorios colonizados, a la vez que se destruye la estructura del suelo, erosionándolo con descensos en la materia orgánica disponible y una degradación progresiva que costará décadas reparar, tras extracciones intensivas de recursos que impiden la reposición de nutrientes y la regeneración de la biodiversidad. 

También es observable la vulnerabilidad de estos monocultivos a las plagas y los patógenos, como el nematodo de la madera del pino, hongos como el Fusarium circinatum o insectos como la procesionaria. Dado que no hay vectores de dispersión ni otras barreras vegetales que contengan a los patógenos, estas infecciones se extienden con una velocidad mortífera, acabando con casi todos los especímenes, por lo que podemos imaginar un futuro donde abunden grandes áreas de tierra ácida y yerma, sin apenas fauna ni flora capaz de habitarlo. Son muchas las demandas y análisis críticos de los colectivos ecologistas, quienes diseñan propuestas de acción para hacer frente al crecimiento de los desiertos verdes, como podría ser la prohibición directa de la replantación de eucalipto, fijando un límite de ocupación en el territorio según criterios científicos y cuidando por la regeneración forestal de áreas des-industrializadas. Habría que eliminar los remanentes de los espacios protegidos con vegetación autóctona, impedir el desarrollo de transgénicos y reducir el desperdicio energético y la dependencia de la sociedad respecto al consumo de papel. No obstante, la labor de recuperación de la fertilidad del suelo será más que ardua y la mejor renovación posible en este contexto seguirá alimentando, en primer lugar, la tala y la quema de áreas infectadas por la desertificación verde para después re-capacitar lentamente los suelos acidificados hacia una rizosfera saludable. 

Qué ironía cuando los árboles no nos dejan ver el bosque. A diferencia de los cultivos forestales, los bosques son sistemas orgánicos muy complejos, que llevan evolucionando desde hace unos 400 millones de años; constituyen espacios colonizados por el reino vegetal donde predominan los árboles y los arbustos con el resto de flora acompañante, junto a otros seres vivos como animales, hongos, insectos y microorganismos. Dependiendo del área geográfica, del clima, del tipo de suelo y de otros factores adaptativos, los organismos que lo habitan difieren mucho entre sí, pero todos ellos desarrollan sus vidas y comunidades a través de la capacidad nutricia del bosque, de su actancia en red, estableciendo interrelaciones y ciclos tróficos que perduran en el tiempo, auto-abasteciéndose sin intervención humana y, a su vez, transformando colectivamente los factores energéticos y físico-químicos del entorno. Es evidente que los bosques regulan el ciclo del agua reteniendo y filtrando la lluvia, lo cual amortigua la pérdida de suelo por erosión, pero también influyen decisivamente en el clima: en las zonas continentales más de la mitad de humedad en el aire proviene del agua bombeada por las raíces y transpirada por el follaje, equilibrando la temperatura, produciendo oxígeno y depurando el ambiente. Los ecosistemas necesitan biodiversidad para desenvolverse con salud, mientras que la tala indiscriminada y la usurpación de los bosques autóctonos con especies foráneas de monocultivo intensivo transforma el soporte vital de cualquier medio ambiente en un desierto. 

Pero otro de los grandes problemas de fondo, sin lugar a dudas, está en el abandono del campo, en la España vaciada tras un flujo migratorio de miles de personas hacia las ciudades. Una circunstancia que sólo se ha intensificado desde mediados de siglo pasado, sobre todo porque las circunstancias de vida en los pueblos durante la posguerra franquista, con expropiaciones constantes y las vías de subsistencia debilitadas, fueron tan arduas que la demanda de fuerza de trabajo en las ciudades propició la búsqueda de mejores oportunidades entre los campesinos. Los inmensos ocalitales y el resto de desiertos verdes, que también proliferan invisiblemente gracias al abandono de prados y haciendas, son una herida abierta para la agricultura, la vida aldeana y las redes sintrópicas de los ecosistemas, una deuda intergeneracional que malversa la calidad de vida en el medio rural e impide la recursividad de sus materias primas. A la par que marchan los camiones madereros uno tras otro por la autopista, estamos vendiendo el futuro de los que están por venir, les robamos las condiciones de posibilidad de calidad de vida a aquellos que todavía no han nacido. No podemos aproximarnos a la crudeza de este problema desde una perspectiva ecomodernista o neoliberal, desde una mirada estrictamente urbana que evalúe la naturaleza como un instrumento a expoliar, si no que es necesario sofisticar la sabiduría de los conocimientos tradicionales sobre la tierra, transformando nuestra mirada para concebirnos como otro animal en el conjunto de la biosfera, en medio de la trama de la vida terrestre, donde los recursos materiales y el resto de seres vivos forman parte de una red interdependiente sin la cual no podríamos existir. 

España arde sin tregua. El verano de 2022 alcanzó un clímax letal: las llamas arrasaron más de 310 mil hectáreas forestales, con más de 56 focos que superaron las 500 hectáreas, liberando a la atmósfera en torno a 12 millones de toneladas de CO2. Debido a los efectos del cambio climático, las olas de calor y las sequías serán eventos cada vez más frecuentes, por lo que la virulencia de los incendios podría elevarse a la enésima potencia. Donde la tierra esté enferma, el calor extremo terminará por rematarla, y los fenómenos de lluvias torrenciales que concurren después suelen ocasionar escorrentías e inundaciones porque el suelo agrietado y compactado no puede absorber ni retener tales cantidades de agua. Una vez amainen las irregulares batidas de frío ártico, los expertos en meteorología prevén que en 2023 cobrará fuerza el fenómeno del Niño, relacionado con el calentamiento del océano Pacífico, cuyo exceso de energía afectará a los termómetros a escala global, acercándonos a la peligrosa cifra de 1,5 grados de calentamiento climático respecto a fechas pre-industriales. Las estaciones nunca volverán a ser las mismas, la floración ya se está atrasando o se adelantando respecto a la fase larvaria de algunos insectos, y la Sexta Extinción Masiva sigue su curso irrefrenable; mientras tanto, la quema prevalecerá como un gesto litúrgico de auto-inmolación, España seguirá ardiendo irresponsablemente, entre todos seguiremos alimentando el desierto. Necesitamos diagnósticos claros de la situación que no se contenten con señalar culpables, si no que propongan alternativas viables y formas de capacitación social para transformar nuestro modus vivendi. Como en tantas otras cuestiones, se nos acaba el tiempo y los medios de comunicación nos invitan siempre a mirar hacia otro lado: si no disipamos el conjuro de la industria y respondemos conjuntamente al ecocidio de los desiertos verdes, pronto será imposible dar media vuelta en nuestro camino de auto-destrucción hacia una tierra baldía. 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.