“Somos las voces vivientes de los que están ausentes”
Hay una herida abierta en el corazón de muchas madres que aún esperan a sus hijos. Es innegable que el dolor sigue latente después de 20 años. Históricamente, Colombia ha sido un país profundamente marcado por la violencia estructural y las agudas divisiones de clase, donde el aparato estatal y sus instituciones coercitivas han operado como instrumento de opresión al servicio de las élites dominantes. Instituciones que, en principio, debían garantizar el orden y la seguridad de la población, en un momento de la historia nacional quedaron manchados por una de las expresiones más brutales de la violencia de estado: los denominados “falsos positivos”. Bajo la lógica de una política de seguridad que priorizó los resultados cuantitativos y la legitimación de la guerra contrainsurgente, miembros de las fuerzas militares asesinaron brutalmente a miles de civiles inocentes, en su mayoría jóvenes campesinos y pobres, trabajadores que, según sus madres, sólo querían “sacar su familia adelante”, pero que fueron reducidos a cifras. Vidas enteras se quedaron en resultados y medallas de honor. Fueron más de 6402.

Fuente: Portal Mal Hablao Medio
El pasado jueves 6 de noviembre tuve la oportunidad de estar presente en el acto de memoria colectiva y solicitud de perdón en el que 107 comparecientes, quienes integraron siete unidades militares, expresaron públicamente a las víctimas y la ciudadanía su solicitud de perdón y manifestaron el reconocimiento de responsabilidad por el asesinato de 58 víctimas presentadas falsamente como bajas en combate en el Meta y Guaviare.
¿Dónde están?
Una interrogante que sigue presente en el corazón de cada madre y víctima del conflicto. Con una presentación teatral por el colectivo de mujeres buscadoras del Meta, se le dio apertura a este espacio, una obra que llegó a lo más profundo de mi ser y desató un llanto incontrolable en muchas de las personas que estábamos allí. Arrebatarle su hijo a una madre debería ser considerado el acto más cruel, pero en Colombia de alguna manera hemos normalizado el deshumanizar a las personas y convertir sus cuerpos en simples cifras. Se le arrebata importancia a su vida porque, pasan a ser uno más en la larga y dolorosa lista de desaparecidos en este país.
Me permití pensar en mi abuela con cada fragmento que escuchaba de la obra. La vi reflejada en un momento específico cuando una madre y su hijo bailaban la clásica canción “faltan cinco pa’las doce’’, mientras la madre se alejaba simbólicamente de su hijo por alguna fuerza externa lentamente y, a su vez le decía “no hijo, no te vayas, te amo hijo”. Mi abuela, aunque no es víctima del caso que hoy estamos hablando, si es víctima por desaparición forzada, aún hoy a sus 69 años y después de 20 años, sigue esperando poder volver a abrazar a su hijo desaparecido. Espera saber qué le pasó, quién se lo llevó. Guarda la esperanza de encontrarlo con vida, aunque a estas alturas lo único que espera es tan siquiera saber dónde están enterrados sus restos. Desde que tengo memoria me ha contado su historia; es una forma de trascender en el tiempo, guardar al menos su recuerdo, aunque a esta fecha dice que poco a poco se le va olvidando como era el rostro de su hijo. Vivo con el miedo de que algún día falte y se vaya sin saber la verdad y sin saber el paradero de su hijo. Pero esta es, lamentablemente la situación no solo de ella, sino de muchas madres en el país. Algunas cuantas ya partieron y se fueron sin saber nada de sus hijos, madres que quizá no encontrarán la luz para su alma porque en vida no pudieron canalizar todo ese dolor que guardan en su interior. Es imposible no sentir conmoción ante estos espacios en donde las emociones son más intensas. El dolor de madre es el dolor más profundo que se puede sentir. En el momento de la presentación cultural, de manera mucho más intensa de lo que lo pude sentir yo, lo sintieron ellas. El dolor es muy grande y la obra es cruda, pero la realidad es aún más cruda, porque ellas lo vivieron y porqué están aquí resistiendo por amor.

Fuente: Portal Mal Hablao Medio
¿Quién dio la orden?
Una interrogante que no solo resuena en el recinto y en el corazón de las víctimas, sino que también está presente en toda la sociedad colombiana. Más que una acusación, esta se convierte en una pregunta estructural. No se trata solo de identificar al responsable material o al mando militar, sino de descubrir las formas invisibles de poder que operan detrás del mandato. Esa orden no necesariamente se pronuncia; puede estar inscrita en la lógica institucional que premia la muerte, en los incentivos burocráticos que reducen la vida humana a un indicador de eficiencia, en la ideología de la seguridad que valora más presentar las bajas enemigas que la dignidad del pueblo. Esa estructura del mando, donde obedecer es más importante que pensar, convierte a la violencia en un acto administrativo. El periodo del gobierno de Álvaro Uribe representa el momento en que esa estructura alcanzó su máxima expresión. La política de Seguridad Democrática, al establecer la noción de “enemigo interno” como fundamento del orden social, amplió el margen para que la violencia estatal se legitimara. Las instituciones militares no actuaron al margen del Estado, sino como su prolongación más fiel. La pregunta “¿quién dio la orden?” interroga así no solo a un presidente o a un general, sino a un Estado que hizo de la guerra un principio de organización y de las muertes un instrumento de control social y defensa del capital. Lo que surge no es la desviación de algunos hombres armados, sino la reproducción de una estructura de dominación, una estructura que se alimenta del miedo, de la desigualdad y de la exclusión. La violencia no aparece como anomalía, sino como lenguaje normalizado del poder. El campesino, el joven pobre, el marginado urbano son los cuerpos sobre los que se ejerce la pedagogía del control; quienes más sufren la violencia son, paradójicamente, quienes menos cuentan en la estructura social. El Estado aquí actúa como un aparato al servicio de la clase dominante, administrando la vida y la muerte según los intereses de acumulación y de control territorial. La violencia institucional no es un error, sino una función, cada muerto presentado como guerrillero fue parte de un engranaje que sostiene la legitimidad del régimen. La guerra se vuelve así una forma de producción simbólica que produce miedo, obediencia, orden y cohesión en torno al poder. No se mata solo a los inocentes, sino también la posibilidad de imaginar un país distinto.
Las orquídeas blancas
Las palabras se entrecortan, la culpa pesa. Los comparecientes se paraban en la tarima uno a uno para expresar sus palabras de arrepentimiento frente a las víctimas, muchos temblaban, se les cortaba la voz y otros daban la espalda para llorar. Verlos allí reconociendo su culpa fue un choque entre lo humano y lo institucional. Muchos expresaron que no querían hacerlo, que el peso de obedecer los llevó a cometer tales actos. Pero, aun así, con cada palabra se sentía un acto de verdad, una verdad que durante mucho tiempo se intentó ocultar. El perdón es fundamental para la construcción de un país en paz. Reconocer lo que pasó, reconocer nuestra propia historia es permitir que no se vuelva a repetir, sanar la herida y no abrirla más. Pero ¿cómo le explicas a una madre que su hijo murió a causa de personas que finalmente cumplieron órdenes y que, aunque hoy pidan perdón sigue siendo una verdad a medias? Es un paso importante para poder hacer esa catarsis, pero sigue existiendo un vacío.
Es conmovedor ver los rostros de los militares arrepentidos. para las víctimas es aún más difícil; muchas no aceptaron el perdón, porque más allá de todo saben que hay muchas faltas. Otras lo aceptaron con recelo. Pero ni el perdón, ni el arrepentimiento hará que su hijo, su hermano, su esposo y cada una de esas muertes vuelvan a la vida.

Fuente: Portal Mal Hablao Medio
Las orquídeas son un símbolo de identidad nacional. Como acto simbólico, al pedir perdón le hicieron entrega de estas a las víctimas. Es como si a través de ese acto intentarán devolver algo de dignidad a las vidas que fueron arrebatadas. Eran flores que, más que belleza, llevaban el peso del perdón y la esperanza. Pedir perdón nunca va a borrar lo que pasó; no es una absolución, pero sí una forma de abrir caminos. Es una forma de transformar nuestra historia en un país marcado por la violencia. Estos actos de reconocimiento no son vacíos, son intentos por reconstruir el tejido social, por recordar que esas estadísticas en realidad tienen nombre, un rostro, una vida truncada y una madre que lo espera.
Mientras las orquídeas sigan floreciendo en la memoria colectiva, habrá esperanza de que el dolor no se repita. Pero para que florezcan, el país debe mirar de frente las raíces podridas de su historia. Aunque estos actos de memoria y perdón son importantes, no es suficiente. Hay que desmontar las estructuras de poder que permitieron la muerte y la impunidad. No fueron simples errores individuales, sino el resultado de una política de estado que convirtió la vida en mercancía y de los cuales los cuerpos de los pobres, los campesinos y los jóvenes se volvieron sacrificables.
La verdadera reconciliación no se construye sobre la negación, sino sobre la verdad; no sobre el silencio de las víctimas, sino sobre su voz, su resistencia y su dignidad. La paz dejará de ser un discurso cuando se acompaña de justicia social, memoria viva, igualdad y una ruptura radical con las lógicas del poder que ven la vida como un costo necesario.
Las orquídeas que hoy son ofrecidas como símbolo de perdón, deben convertirse en semillas de resistencia popular y emancipación, capaces de florecer contra la impunidad entre las ruinas del dolor y convertir la memoria en tierra fértil para la justicia social y la esperanza.
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