La formidable movilización estudiantil que ha ido tomando cuerpo desde hace dos meses, llegando a alcanzar ya en las últimas semanas una dimensión a todas luces extraordinaria, ha logrado poner una vez más sobre el tapete de la discusión pública la cuestión del lucro en la educación. Y lo ha hecho con particular fuerza y […]
La formidable movilización estudiantil que ha ido tomando cuerpo desde hace dos meses, llegando a alcanzar ya en las últimas semanas una dimensión a todas luces extraordinaria, ha logrado poner una vez más sobre el tapete de la discusión pública la cuestión del lucro en la educación. Y lo ha hecho con particular fuerza y claridad al levantar la demanda de una educación pública gratuita, de amplia cobertura y elevados estándares de calidad.
Dada la amenaza que dicha reivindicación supone no solo para los intereses de quienes hoy profitan directamente de la educación, sino también para el conjunto de los poderes fácticos que dominan la economía del país, no es de extrañar que, desde sus páginas editoriales y desde la mayor parte de las columnas de sus comentaristas, el duopolio periodístico que controla la prensa haya iniciado una sostenida campaña en defensa del lucro.
Sin embargo, por más ingenio que se intente desplegar, los buenos argumentos escasean cuando lo que se defiende es una mala causa. De allí que la propaganda a favor del lucro solo busque confundir las mentes, proyectando astutamente una imagen de aparente coherencia en base a razonamientos falaces o carentes de pertinencia y escamoteando sistemáticamente el problema de fondo que aquí se debate.
Así, por ejemplo, lo más corriente es que se invoque ciertas ideas de sentido común para hacer aparecer al lucro como una recompensa socialmente legítima. Se dice, por ejemplo, que todos tienen derecho a recibir una remuneración por su trabajo, que nadie está dispuesto a trabajar gratis, lo que siendo algo más o menos obvio, solo revela la gran confusión y pobreza de ideas de quienes esgrimen dicho razonamiento.
Un poco más centrado resulta argumentar que se tiene derecho a obtener una ganancia por el dinero invertido en un «emprendimiento», es decir, en una actividad de negocios. En este marco, hay quienes, queriendo ir más lejos, sostienen la necesidad de distinguir entre ganancia legítima y ganancia excesiva, circunscribiendo así el problema del lucro, como algo socialmente perverso y condenable, a lo segundo.
Pero aún en este caso no se está dando en el blanco, puesto que lo que interesa discutir no es la legitimidad de la ganancia en general, en un emprendimiento particular cualquiera, sino conveniencia social de articular y promover un determinado modelo de educación, que reconoce e incorpora de manera creciente, como uno de sus pilares fundamentales, iniciativas particulares motivadas por el afán de lucro.
Y para resultar provechoso, este debate sobre la conveniencia social de un determinado sistema educativo, ha de partir de una premisa común: el reconocimiento de la educación como un bien público, vale decir de interés fundamental para la propia sociedad, y que por tanto es necesario alcanzar asegurando los mayores estándares de calidad y equidad posibles y, simultáneamente, a los menores costos posibles.
A contrapelo de los reconocimientos formales, presentes incluso en nuestra propia legislación, la defensa del lucro en la educación parte por cuestionar dicha premisa. Así se reconoce abiertamente en una columna publicada por el diario El Mercurio en su edición del 26 de junio a propósito del actual debate sobre la educación superior:
« La educación superior tiene mucho de bien privado, es decir, beneficia a quien se apropia de él, y en consecuencia es legítimo cobrar por su uso. El reconocimiento a esta premisa destruyó hace mucho la idea de educación gratis. Además, el Estado chileno, por sí solo, es incapaz de abordar la tremenda tarea de cerrar la brecha de inequidad que significa que todavía tres de cada cinco jóvenes de los sectores más pobres no pueden acceder a la educación superior. Así, es imperioso el concurso de instituciones privadas y el cobro de aranceles de matrícula para aumentar la oferta, allegar recursos y ampliar la cobertura.»
En realidad, el hablar de la educación superior como bien privado es algo completamente equivocado. Es evidente que todo bien beneficia a quien «se apropia de él», sea éste público o privado. Sólo los que van a una plaza se benefician de ella, no los que no van, y lo mismo sucede con todos los demás bienes públicos. Por lo tanto la justificación de su carácter de tales no es esa, no es el beneficio que aportan a quienes hacen uso de ellos, sino la de su conveniencia social.
Por otra parte, como todos saben, el desconocimiento del carácter de bien público de la educación superior en Chile no ha sido en modo alguno el producto de algún consenso social, de una ejercitación libre de la soberanía popular, sino de una decisión completamente discrecional, de un acto de pura y simple imposición ejecutado en la época negra de la dictadura. Además, como veremos luego, el problema no es si hay o no que pagar por un determinado bien sino cómo y quién lo paga.
En cuanto a la capacidad o incapacidad de acción del Estado para abordar la solución del problema es algo que solo depende de los recursos que la sociedad esté dispuesta a poner a su disposición para el cumplimiento de los objetivos comunes que se proponga alcanzar, y por lo tanto de la voluntad política que prevalezca en ella en un momento determinado.
Por lo tanto, si dejamos de lado el insostenible cuestionamiento del carácter de bien público de la educación superior, el debate queda automáticamente restringido a consideraciones relativas a la conveniencia o inconveniencia social de permitir en este ámbito el despliegue de iniciativas con fines de lucro. ¿Contribuyen ellas a la solución de los problemas que actualmente aquejan a la educación superior? Y, en tal caso ¿constituyen la mejor manera de hacerlo?
Los principales argumentos que suelen esgrimirse a favor del lucro en la educación superior son que: 1) sin el aporte de los privados no sería posible alcanzar los niveles de cobertura requeridos; 2) la competencia permite mejorar la calidad ya que el mercado genera una selección natural; 3) es suficiente con que el Estado regule y supervise el cumplimiento de las normas y estándares de calidad; 4) los demandantes tienen derecho a elegir el tipo de educación que desean.
El primero de tales argumentos resulta fácil de rebatir apelando simplemente a la evidencia empírica al respecto: si bien en Chile se ha expandido significativamente la cobertura en las últimas décadas hasta alcanzar el actual 42% entre jóvenes de 18 a 24 años, este ha sido un fenómeno de alcance universal, con niveles de cobertura en muchos casos mayor que la chilena en base a sistemas de educación superior provista por el Estado.
En efecto, en los países de la OCDE la cobertura promedio es de 65% y, según datos de la UNESCO, en Argentina es hoy de 58%, en Venezuela de 76% y en Cuba de 87%. Además, habría que añadir que la expansión de la oferta privada de educación superior no ha sido en Chile una tendencia de desarrollo espontáneo, sino más bien creada y estimulada ex profeso por las políticas implementadas desde el Estado.
El segundo argumento, referido a las supuestas virtudes de la competencia, tampoco es avalado por la evidencia nacional e internacional. Basta observar los pobrísimos resultados alcanzados aquí mismo en Chile, tras treinta años de políticas privatizadoras y de estímulo a la competencia, y contrastarlos con los obtenidos por los países que lideran los niveles de logro en el mundo, todos los cuales cuentan con sistemas educativos fuertemente liderados por el Estado.
Por lo demás, la competencia en materia educativa tiene connotaciones que difieren en mucho a la que se desarrolla en mercados relacionados con otro tipo de bienes. En efecto, el demandante se enfrenta aquí a un «mercado» bastante opaco, marcado por fuertes asimetrías de información, y que, por el solo efecto de selección derivado del monto de los aranceles, genera altos niveles de segmentación en la calidad del servicio que se ofrece.
En la columna de El Mercurio antes aludida se afirma, a propósito de la competencia: « Para que la inversión sea rentable en el largo plazo, es decir, para alguien que pretende ser actor permanente en esta industria, se debe ofrecer educación de calidad o arriesgar la pérdida de respaldo y el colapso del negocio. Lo que sí es efectivo es que el lucro debe ser transparentado mediante una ley que reconozca su existencia como tal, como sucede en otros países y desde luego en nuestra educación escolar.»
Qué el lucro obedece a un cierto criterio de racionalidad económica es algo que no requiere demostración, pero que solo podría tener algún sentido con respecto a la oferta orientada a atender la demanda de los sectores de altos ingresos, es decir a un servicio capaz de autofinanciarse. Ello porque, desde el punto de vista del interés social, lo que realmente importa no es la suerte individual de tal o cual empresario, sino la de los estudiantes que tienen derecho a recibir una educación de calidad.
Por lo tanto el problema que interesa dilucidad es otro: 1) en qué medida el interés individual de un capitalista, cuyo objetivo primordial es rentabilizar su inversión, coincide o es congruente con el interés social que se busca servir y, por lo tanto, aun cuando lo fuera, 2) si desde este último punto de vista, es decir desde el punto de vista del interés social, que es el que importa enfatizar, la incorporación de agentes privados movidos por el afán de lucro resulta ser la mejor manera de abordarlo.
Como todos sabemos, las expectativas de ganancia de una inversión, más aún si ella tiene lugar en un medio competitivo, exigen ampliar tanto como resulte posible la brecha entre ingresos y gastos, esforzándose permanentemente maximizar los primeros y minimizar los segundos. Y si, como ocurre con el actual sistema de educación superior, la principal fuente de ingreso son los aranceles que pagan los estudiantes, el desafío consiste en lograr captar y retener el mayor número de estudiantes posible.
No puede resultar extraño entonces que en este medio se incurra en ingentes gastos en publicidad y que esté constantemente presente la tentación de relajar los niveles de exigencia académica si ellos conllevan la amenaza de perder una parte de los «clientes». La experiencia indica que las barreras éticas no suelen ser suficientes para contrarrestar las acciones detonadas por el afán de lucro. Pero he aquí que, pagando mínimamente tributo a esta realidad, el columnista de El Mercurio sostenga que, en el ámbito de la educación y dadas las profundas asimetrías de información allí existentes:
«Un error en la elección no es equivalente a equivocarse en un supermercado; aquí se paga caro: hipotecar proyectos de vida laboral. Por ello, los sistemas exitosos han incorporado la acreditación de calidad como otro refuerzo para instalar una línea base que evite que inescrupulosos defrauden la fe pública. Y esto último puede ocurrir en instituciones privadas, con o sin fines de lucro, y también en estatales. La mala calidad no es monopolio de nadie.»
Este es, sin duda, un claro reconocimiento de los problemas y riesgos que conlleva la iniciativa privada en su inevitablemente conflictiva y tensa relación con la fe pública, plasmada en este caso en la calidad del servicio educativo. De allí que invoque la necesidad de que el Estado vele por la salvaguarda del interés social. Por otro lado, es indudable que «la mala calidad no es monopolio de nadie», pero aquí hay también mucho paño que cortar: ¿Qué debemos entender por buena o mala calidad en la educación superior?
No obstante, reconocida esa relación conflictiva que existe entre el afán de lucro, que mueve a elevar los aranceles y reducir los costos, y la calidad de la educación, la pregunta que cae por su propio peso es si, en lugar de limitarse a regular y supervisar, ¿no sería mucho mejor que el Estado se preocupara de asegurar directamente los estándares de calidad requeridos, actuando como proveedor del servicio y no meramente como guardián del interés social frente a los insaciables apetitos de los agentes privados?
Pero el columnista de El Mercurio ni siquiera se plantea esta pregunta, prefiriendo cerrar los ojos ante la realidad que exhibe actualmente el sistema de educación superior. Se allí que no tenga empacho en sostener que:
«Las universidades con sentido de lo público son aquellas que crean el ambiente para el cultivo del saber, son un espacio de diálogo y reflexión y ponen el conocimiento al servicio de la sociedad. Ello no es exclusividad de las universidades estatales, ni siquiera de las tradicionales.»
Pareciera que quien afirma esto viviera en otro planeta ya que, precisamente, la inherente incapacidad de la mayor parte de las universidades privadas para constituirse en un efectivo «espacio de diálogo y reflexión» constituye, precisamente, uno de sus rasgos más característicos. Basta observar cómo se generan sus autoridades, el tipo de investigación que realizan y el sesgo marcadamente profesionalizante que buscan imprimir a la formación superior, para no hablar del carácter confesional de algunas de ellas.
Lo cierto es que la demanda de regulación y supervisión conlleva costos adicionales a aquellos que ya le imponen al sistema las expectativas de ganancia de los agentes privados y la necesidad de autofinanciamiento de los planteles públicos, encareciéndolo de manera significativa. Así, lo más paradójico es que hoy tenemos en Chile una educación superior que es, comparativamente, cara y de mala calidad.
La guinda de la torta la coloca el hecho de que, en términos relativos, los mayores costos los deben soportar, a vista y paciencia de los poderes públicos, las familias económicamente más vulnerables. Es decir, el sistema de educación superior opera sistemáticamente en el sentido de consolidar, y no de mitigar, las aberrantes condiciones de desigualdad social hoy día imperantes en Chile.
En efecto, en lugar de ofrecer a través de sus propias instituciones una educación gratuita, de amplia cobertura y elevados estándares de calidad, el Estado se limita a otorgar muy focalizadamente cierto número de becas y a promover para el resto de los estudiantes más pobres un endeudamiento con la banca privada en condiciones extremadamente onerosas, tanto para los estudiantes como para el propio Fisco.
El argumento favorito en este caso es que, en palabras del columnista de El Mercurio ya citado: «Un sistema de subsidios públicos … no debe hacer diferencias, cuando el financiamiento beneficia a los estudiantes con créditos o becas; ellos deben tener la libertad de decidir dónde estudiar y a quién transferir el aporte fiscal.» Como de costumbre, aparentando favorecer a los más desposeídos, se justifican así políticas que contribuyen a mantener una profunda desigualdad social.
El deber de hacer un buen uso de los dineros fiscales, amparados en los criterios técnicos pertinentes, y más aún de transferirlos a objeto de asegurar el mejor aprovechamiento posible de ellos, no es de los particulares sino de los propios poderes públicos. Estos no pueden lavarse las manos y escudarse de la responsabilidad que les cabe en los ciudadanos y en un aparente interés por salvaguardar sus derechos.
Más aún si, como en este caso, dada la naturaleza del bien demandado y de los fuertes condicionamientos externos que acompañan su oferta (por ejemplo las restricciones presupuestarias y trabas burocráticas que debilitan el desarrollo de las universidades del Estado, el impacto inevitable de una publicidad millonaria, los atractivos ofertones realizados por las instituciones privadas para captar estudiantes-clientes, etc.), el usuario no está en reales condiciones de hacer una buena elección.
Todo el actual sistema de «financiamiento estudiantil» de la educación superior es claramente fraudulento, pero no por conllevar alguna dosis de subsidio sino exactamente por lo contrario: por presentar como «ayudas» lo que en rigor está llamado a constituir un pesado fardo de endeudamiento. En otros términos, por no subsidiar los estudios en la medida necesaria, entregando a los estudiantes, sobre todo a los más vulnerables, atados de pies y manos a las voraces fauces de la banca.
El tema del financiamiento es el más álgido de todos porque es el que más claramente revela el propósito perseguido con la imposición del modelo de educación superior imperante actualmente en Chile. Si se ha buscado privatizarlo, endosando su costo a las familias a fin de reducir significativamente el compromiso financiero del Estado, ha sido para permitir con ello una importante reducción de la carga impositiva de las empresas y las familias de altos ingresos.
En efecto, el financiamiento público de la educación conlleva necesariamente, por vía tributaria, una redistribución progresiva del ingreso. Los más pobres no pueden pagar una educación de calidad. Por lo tanto, ella sólo puede proveérsela, en su carácter de bien público, el Estado, obteniendo el financiamiento necesario de aquellos que efectivamente pueden aportarlo: las grandes empresas y las familias más acaudaladas. Posteriormente, por la misma vía tributaria, el Estado podrá recuperar lo invertido.
Pero en el esquema de una educación pública gratuita de amplia cobertura y elevados estándares de calidad, en sintonía con las necesidades del desarrollo económico del país y de una cultura democrática, no hay cabida para el pesado fardo de lucro, fraude y especulación que actualmente deben sobrellevar los estudiantes y familias más pobres, desprotegidos en sus derechos y completamente a merced de los grandes poderes que los esquilman.
En este contexto solo puede sonar a una broma cruel la propuesta anunciada por el ex ministro Bitar en el sentido de subsidiar el interés del Crédito con Aval del Estado (CAE) a objeto de hacer converger su carga para el deudor con la tasa de interés que grava el Fondo Solidario de Crédito Universitario. Es decir, un nuevo subsidio que, escudándose de nuevo en los estudiantes más pobres, se pretende entregar a la banca.
Queda meridianamente claro que para gente como Bitar, lo mismo que para las actuales autoridades de gobierno, resulta indeseable un sistema de financiamiento solidario que de real satisfacción a las demandas ciudadanas en materia de educación, salud, vivienda y seguridad social. El margen de lo posible parece estar para ellos ya claramente definido por el rayado de cacha que, al servicio del gran capital, dejó establecido la dictadura.
Se hace preciso entonces cambiar el eje de la discusión y centrar la mirada en lo que, desde el punto de vista de los intereses del país, realmente importa. La discusión actual gira en torno al sistema de educación superior que puede asegurar en mayor y mejor medida el suministro de un buen servicio educativo en términos de c alidad, equidad y costos. Y lo que la experiencia de los últimos treinta años ha permitido constatar hasta la saciedad es que el sistema actualmente existente no lo hace.
Sobre la calidad del servicio educativo inciden negativamente aspectos tales como la extrema desigualdad social imperante en el país, la segregación que se desarrolla en el propio sistema educativo, las pésimas condiciones laborales del profesorado, el debilitamiento del espíritu científico frente a la arremetida de variadas formas de oscurantismo, el debilitamiento de la formación valórica ciudadana indispensable para el desarrollo de una cultura democrática y, en consonancia con ello, del compromiso docente e investigativo con los grandes problemas que actualmente encara el desarrollo del país y del mundo.
Sobre el logro de mayores niveles de equidad inciden negativamente el modo de financiamiento imperante, tanto para las instituciones privadas como públicas, principalmente centrado en el esfuerzo del demandante directo del servicio educativo y no, como ocurre en la inmensa mayoría de los países, en la sociedad en su conjunto. A ello se agrega el hecho de que las expectativas de ganancias privadas inevitablemente elevan el costo del servicio (vía aranceles, intereses, etc.), desviando además parte importante de los recursos hacia gastos prescindibles como son, por ejemplo, los de publicidad.
Son estos los problemas que resulta imperativo resolver, junto con la democratización de las estructuras de poder existentes en las universidades. Para ello no basta con limitarse a parchar un sistema de educación superior irremediablemente perverso, concebido, de espaldas al país, principalmente como un lucrativo negocio y no como una necesidad social que ésta tiene el deber de satisfacer de manera solidaria. En esta gran batalla que se libra hoy en el país ¿logrará prevalecer como principio fundante del sistema educativo chileno el afán de lucro de unos pocos o el derecho a la educación de la inmensa mayoría?
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