Días atrás, tímidamente, algunos sectores de Izquierda recordaron las Jornadas de Protesta Nacional [JPN] del 2 y 3 de julio de 1986. Para muchos, esas jornadas correspondieron a la última gran intentona para derrocar a la Dictadura Militar que asolaba al país. La oposición evidenciaba fisuras desde el año anterior, marcando el punto más álgido […]
Días atrás, tímidamente, algunos sectores de Izquierda recordaron las Jornadas de Protesta Nacional [JPN] del 2 y 3 de julio de 1986. Para muchos, esas jornadas correspondieron a la última gran intentona para derrocar a la Dictadura Militar que asolaba al país. La oposición evidenciaba fisuras desde el año anterior, marcando el punto más álgido de confluencia entre los opositores al Gobierno en 1985, que será recordado por la Asamblea de la Civilidad que no prosperará en el tiempo.
El «año decisivo», como se conocía a 1986, era el año en que «caería Pinochet». La oposición consideraba que las condiciones de ingobernabilidad, de radicalización de la protesta social y del aislamiento político internacional, conjugaban el escenario perfecto para que la cúpula militar tuviera que dirimir debido al clima insostenible que se iba a generar por las movilizaciones populares.
Para muchos de mis colegas, profesores universitarios y cientistas sociales, estas líneas que me propongo a relatar a continuación, escapan de la rigurosidad del historiador. Por tanto, y aclaro, que este breve escrito no pretende posicionarme desde mi labor disciplinar, por la subjetividad y la carga emocional que significa el tema. Recurro a la memoria, una memoria popular y familiar para reconstruir hechos acaecidos, a una Historia que escasamente está en las páginas asépticas de la historiografía oficial. Historia que la academia se ha desentendido, no ha prestado atención o que simplemente muy pocos se han enterado. Para ser «rigurosos» y no sufrir la defenestración de mis colegas o el llamado de atención de un profesor, es preciso indicar que sobre esta Historia durante años he intentado recoger otros antecedentes, pero muy poco he encontrado.**
Testimonios de vecinos y de padres de amigos acojo en mi memoria desde pequeño y que perduran hasta hoy en día. Esa disputa por la memoria, como señala la historiadora María Angélica Illanes, más latente que nunca, es más cruda de lo que las humanidades se imagina. Para nadie es un misterio que a medida que pasa el tiempo la memoria se esfuma, se difumina entre variados hechos o diluye por la capacidad selectiva subjetiva de las personas por recordar algunos sucesos y olvidar otros. Los criterios son múltiples, pero por el momento no vienen al caso profundizar, pero si es necesario considerar.
‘Felipe’, vecino mío, que en esos años bordeaba los 20 años, sintetiza esos días como las «más bellas jornadas de combate del pueblo», en las cuales fue «un orgulloso protagonista». El partido lo había enviado a la población Santa Laura para realizar acoso antirrepresivo a la Comisaría del lugar. En el marco de los ensayos preinsurrecionales que serían la antesala para desatar la ingobernabilidad.
‘Soledad’ tiene claros recuerdos de esos días, debido que su hermana se encontraba embarazada, y ella contrariando a su familia, acata la orden de su organización y se instala con una célula en la intersección de Los Morros con Lo Martínez, realizando labores de acopio de material para las barricadas.
Mi padre recuerda esos días, al señalar que según lo que se decía era «el ahora o nunca». Él, si bien nunca fue militante partidario ni tuvo participación política en el periodo, rememora esos días cuando yo era un bebe con un poco más de un año, mientras las protestas arreciaban las noches de mi población.
Mi población, la 30 de Mayo, nunca se destacó por su combatividad o por ser históricamente un bolsón de resistencia. Al contrario, por la información oral que he recabado en los alrededores tenía la estampa de «amarilla», e incluso, derechamente ser propinochet. Si bien esta columna no tiene como objetivo realizar una defensa de ella, es necesario aclarar algunos antecedentes para explicar esta etiqueta, como por ejemplo que gran parte de las familias originarias de la población tienen su origen en el ‘Campamento Fe y Esperanza’ y que luego de años de espera por una solución habitacional, fue durante fines de los 70′ que el Estado entregó las casas que actualmente dan origen al barrio. Más aún, las redes clientelares que se tejieron desde la comuna por los funcionarios civiles y militares impuestos por Pinochet, que obtuvieron utilidades personales, se consolidaron durante los 80′. Y por último, señalar que gran parte de las deudas contraídas por los pobladores fueron condonadas en el contexto del Plebiscito del Si y el No en el año 88′.
En aquellos años la comuna El Bosque no existía, era parte de La Cisterna, comuna que junto con otras de la zona sur, se caracterizaba por la combatividad durante las JPN. En las cercanías de mi casa se sitúan históricas poblaciones, por su origen de lucha y de combatividad, tanto por ser tomas de terreno como por su resistencia a la dictadura en los 80′. Santa Elena, Cardenal Fresno, El Sauce, El Almendro (la 19) y la 14 de enero, son algunas de ellas. Algunas de sus calles, como Los Morros, Lo Martínez, Observatorio, San Francisco, eran intransitables durante esos días de lucha.
Pero uno de los aspectos que quiero resaltar, a partir de estos comentarios y recuerdos con los cuales crecí, es un cuestionamiento que desde hace unos días me embarga. Una interrogante sobre esas familias, que a pesar de ese ambiente de efervescencia social, no tomaron parte de manera activa en las protestas. Ese sector mayoritario e inmensamente superior que más allá de mostrar su descontento con la Dictadura -en el ámbito privado,- no ir a trabajar o no enviar a sus hijos al colegio, no fue protagonista de los mecanismos de lucha franca y abierta. ¿Será que existía un importante sector popular que no comprendía o no tenía «conciencia» de la coyuntura que vivenciaba? ¿Sucedía que algunas personas no estaban de acuerdo con la estrategia insurreccional para derrocar a Pinochet? Entonces, ellos, políticamente tendrían certeza de las fuerzas políticas intervinientes y de la «correlación de fuerzas en la lucha de clases» y preferían no posicionarse en una propuesta inviable. ¿Son sencillamente amarillos, reformistas en el sentido soberbio? O, desde un polo gnoseológico comprensivo, ¿Se puede considerar que ellos fueron engañados por las artimañas desmovilizadoras de la socioaldemocracia y del Departamento de Estado usamericano?
Las marcas de la represión en los sujetos pueden ser físicas o sicológicas, eso está claro. La Dictadura no sólo se sostuvo por la fuerza, o mejor dicho, por el monopolio de las armas que significa los militares, también desplegó otras formas de violencia que no necesariamente tienen que ver con la violencia armada.
Variadas y horribles formas de represión se hicieron sentir, por sobre todo, contra los más humildes, incontables datos y relatos han quedado de ello. Los pobres fuimos victimas de una «guerra imaginada» por los militares. La guerra psicológica fue una de las formas predilectas de la Dictadura para humillar, amedrentar y mantener a raya a los pobladores. Ejemplo clásico de ello, fue una estrategia de guerra psicológica conocida como ¡ahí vienen!, enfocado en la zona sur de Santiago, decenas de poblaciones ubicadas entre Santa Rosa y Gran Avenida, lo que hoy corresponde a El Bosque, La Pintana, San Ramón, La Cisterna, y San Bernardo; vivían con el alma en un hilo debido a que agentes del Estado circularon el rumor de que cada población iba a ser atacada por su población vecina. Por esta situación nuestros padres, abuelos y vecinos se desvelaban armados con lo que tuvieran a mano, en las esquinas haciendo rondas, a la luz de una fogata y muy atento a cualquier movimiento extraño. Sin duda el miedo a que nuestros hogares iban a ser destruidos, robados, quemados, y de que nuestros padres iban a ser asesinados y nuestras madres violadas, eran susurros de agentes represivos al oído de los pobres para desarticular las protestas que se gestaban en su seno.
Mi padre rememora como esos días, junto con vecinos, hacía guardia y se mantenía en estado de alerta ante la amenaza. Situado en la esquina del pasaje con palos y fierros, le llegaban rumores que ¡ahí venían‘, «que ya estaban en la población vecina», «que los de la Santa Elena venían con palos y hachas para saquear las casa».
En esos mismos días, en la Santa Elena, padres de amigos me indican que les decían que la gente de El Sauce se aproximaba para robar. La paranoia rondaba por todos lados, la inseguridad y el miedo se generalizaban, pero en concreto, nadie sabía quién venía.
Lo mismo sucedía en otras poblaciones, en El Sauce se decía que la gente de la Guatemala y de la Santa Elena se dirigía hacia allá, que ya estaban saqueando locales comerciales y que proseguirían con los hogares. Lo mismo se rumoreaba en la 4 de Septiembre sobre la Santa Laura -y viceversa-, como en El Esfuerzo sobre La Valparaíso.
La acción en una guerra de dividir no es nueva, incluso legitima, pero en una «guerra inventada», contra un enemigo invisible y un pueblo desarmado, no es otra cosa que cobardía. Al dividirnos con nuestros vecinos se neutralizaba el germen de solidaridad y apoyo mutuo que se podía forjar entre los explotados.
Mis hermanas, si bien no recuerdan con precisión las fechas, rememoran como durante noches nuestro padre «realizaba rondas con vecinos» y nuestra madre «tenía preparado el bolso por cualquier cosa», y ellas, en vilo, con sueño y cansadas, en el living de la casa, vestidas, cuidaban y me mantenían en un chal en el sillón, a la espera de alguna señal, para huir en caso que fuese necesario.
Seguramente el miedo y la inseguridad de los padres fueron transmitidos a los niños, como mis hermanas, que poco y nada comprendían lo que pasaba.
Así, mientras ‘Felipe’ y ‘Soledad’ se aprestaban para jugarse la vida la noche que «nos conduciría al socialismo», muchas familias aterradas y perturbadas por el rumor del ¡ahí vienen!, se preocupaban de proteger los pocos bienes que poseían y la vida de sus seres queridos, de las «hordas» que asechaban las poblaciones y que supuestamente eran pobladores de barrios vecinos.
Evidentemente no puedo reducir la pasividad o desmovilización generalizada por el despliegue de una táctica sicológica, pero claramente, fue uno de los muchos mecanismos que se utilizó para inhibir la acción colectiva de los pobladores. El miedo paraliza y deja secuelas, así como una tortura o la prisión. ¿Quién dice que esas estrategias corrosivas de las relaciones horizontales populares no continúan gestándose? ¿Quién dice que esas estrategias de control social no se despliegan en la actualidad a través de los medios de comunicación masivos? Superar esa desconfianza en el otro es quizás el paso previo para cualquier intento de generar un espacio de sociabilidad que pueda proyectarse concretamente en el tiempo.
Al parecer, esas dificultades con que nos encontramos diariamente permiten señalar con juicio que no somos herederos de una Dictadura. Ese siniestro régimen es más real y concreto de lo que se cree. Vivenciamos en la cotidianidad al régimen militar, sufriendo y resistiendo en nuestros cuerpos, hogares y poblaciones.
José Antonio Palma. Replica LumpenCrew. Magister (c) en Historia.
*Los nombres de los testimonios fueron modificados.
** Un texto que entrega importantes testimonios de estos hechos es el libro » Tortura en poblaciones del Gran Santiago (1973-1990) » de la Corporación José Domingo Cañas. 2005.