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Alejo Carpentier

Fuentes: La Voz de Galicia

ALLÁ por enero les informé de que en este 2004 se celebraría el centenario del nacimiento de Alejo Carpentier, y además les prometí que volvería a escribir sobre él. Se me fue el santo al cielo, que regresó el otro día cuando leí en estas columnas la crónica que le dedicó Ignacio Ramonet, y no […]

ALLÁ por enero les informé de que en este 2004 se celebraría el centenario del nacimiento de Alejo Carpentier, y además les prometí que volvería a escribir sobre él. Se me fue el santo al cielo, que regresó el otro día cuando leí en estas columnas la crónica que le dedicó Ignacio Ramonet, y no me queda otra más que cumplir la palabra.

Empezaré por el final, como su cuento Viaje a la semilla . Me llamó Lilia tal día a eso de las diez de la mañana para decirme que Alejo acababa de fallecer. Se me heló la sangre; no sólo porque perdía a un gran escritor y amigo, sino que también se había producido esa madrugada un misterio, una comunicación ultraterrena difícil de aceptar.

Desde hacía años, Lilia y Alejo nos convidaban a cenar en su casa a Jorge Enrique Adoum, Xavier Valls, Antonio Saura, a mi mujer y a mí. En los últimos tiempos a nosotros ya no nos invitaban. Yo estaba desconcertado, imaginando que cualquier palabra o acto mío, lo hubiese molestado. Y ese día, a eso de las siete de la mañana, me despierto con un sueño fresco que le cuento a mi mujer: estábamos en el cine ella y yo cuando de pronto Felisa me advierte de que Lilia y Alejo estaban detrás de nosotros. Nos hicimos los bobos, pero Alejo nos vino a saludar y nos dijo que nos pusiéramos con ellos. Vimos la película juntos. Se lo cuento a mi mujer, me voy al trabajo, y según llego me llama Lilia anunciándome la funesta noticia. Fui rápido a su domicilio y me encontré con que ya bajaban a Alejo en un plástico blanco para llevárselo a Cuba. Tras contarle a Lilia lo que soñara, me dijo que desde hacía meses habían dejado de recibir a los amigos, pues Alejo no estaba bien y le costaba mucho trabajo hablar.

Le debo mucho a Carpentier. Su amistad en primer lugar. Hemos pasado vacaciones juntos en Cuenca, en cuya provincia visitamos Minglanilla, de amargos recuerdo para Alejo cuando se detuvo allí de paso para Madrid con los intelectuales republicanos. Él le regaló a mi hijo Manu, traído de Cuba, el primer instrumento de percusión que tuvo, y a mí me regalaba partituras de piano a cuatro manos, que tocábamos juntos.

En los finales de los sesenta colaboraba yo en La Voz de Galicia y en la revista Triunfo . Joven y engreído, me había considerado capaz de entrevistarme con Carpentier. El ejercía de ministro-consejero en la Embajada de Cuba en París. Me presenté en su despacho de la rue de la Faissanderie, planteé las preguntas, me contesta, y tras apagar la grabadora le digo, como acostumbro con todos mis entrevistados: «Le enviaré el texto antes de publicarlo». «No, se lo mandaré yo a usted», me contestó, arrastrando con firmeza las erres indomables que tenía. La semana siguiente recibí una larga entrevista, firmada por mí, que, en puridad, poco contenía de lo que habíamos hablado. Salió en La Voz y en portada de Triunfo con una foto espléndida, obra de Antonio Gálvez, y un titular rotundo, merecido: «Alejo Carpentier: una literatura inmensa». Gustó mucho, hasta el punto de que Manuel Cerezales, a la sazón amigo y director de Novelas y Cuentos, me pidió que ampliase mis conversaciones con el escritor cubano hasta completar un libro, que él publicaría. El libro salió, primero en Argos Vergara, y luego en Alianza Editorial, que dirigía Freixanes.