Para que el fútbol sea fútbol se necesitan ciertos principios fundamentales. Hay partidos que se juegan sin uniformes o sin camiseta. Algunos sin árbitro, incluso (en el barrio nadie quiere ese papel). Pero las faltas hay que cobrarlas obligatoriamente, por ejemplo, porque si no es fácil que estalle la pelea. De los principios todos son […]
Para que el fútbol sea fútbol se necesitan ciertos principios fundamentales. Hay partidos que se juegan sin uniformes o sin camiseta. Algunos sin árbitro, incluso (en el barrio nadie quiere ese papel). Pero las faltas hay que cobrarlas obligatoriamente, por ejemplo, porque si no es fácil que estalle la pelea. De los principios todos son responsables, incluso las barras, porque se supone que todos quieren que se juegue fútbol. El proceso de paz entre las FARC y el gobierno, aunque no sigue las reglas de un partido, también tiene sus principios básicos, y de esos terminamos siendo responsables todos los que estamos jugando a vivir en este país, incluyendo a los perdidos.
A mi juicio, más allá del papel, el proceso de La Habana ha demostrado tener como principios los siguientes: la terminación del conflicto es diferente a la construcción de la paz; las víctimas son el centro y la razón de ser del proceso; lo que pasa en la mesa de negociación no se determina por lo que pasa en Colombia con las confrontaciones y nada está acordado hasta que todo esté acordado. Como en el fútbol, la naturaleza de la disputa hace que los principios sean dinámicos, y que por ello entren en contradicción, lo cual es parte del juego, de sus potencialidades y dificultades. Pero lo que ocurre hoy con el proceso de paz, la crisis de la que se está hablando en todos lados, es producto de la crisis de esos principios, de manera que debemos analizarlos.
A mi modo de ver, las cosas se pusieron más difíciles durante la discusión del punto sobre los derechos de las víctimas. Que las víctimas sean el centro del proceso significa que de lo ocurrido con las víctimas depende la legitimidad del proceso mismo, y por ahí derecho, la legitimidad del modelo transicional que incluye el asunto de la justicia de manera interdependiente con el asunto de la participación política. A falta de claridad sobre el régimen de responsabilidades, por cuenta de todos los años en que la justicia en Colombia ha sido utilizada como arma contrainsurgente (y porque las instancias internacionales de justicia también se han construido políticamente, sin neutralidad), se acordó la creación de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas. Pero ante sus resultados, que constataron responsabilidades ya conocidas sobre las FARC, pero también verdades negadas sobre la responsabilidad del Estado, la respuesta del gobierno fue la ruptura del principio de que las víctimas eran el centro: se hicieron los locos, y comenzaron a presionar los tiempos, obtusos ante la apertura a que les obliga darle legitimidad a otras versiones distintas a las que han abonado la hegemonía de la tesis sobre el conflicto armado interno y las manzanas podridas.
La declaratoria del cese al fuego unilateral de las FARC, a mi parecer, fue una jugada de presión al gobierno que no cumplía con el principio de no determinar la mesa con lo que ocurriera en las confrontaciones. Sin embargo, era una jugada legítima y necesaria, porque el mencionado principio se enfrentaba al posicionamiento del repudio al sufrimiento humano a partir de la discusión sobre el punto de las víctimas. Las FARC pusieron el case, y el gobierno, en contra del espíritu del principio, temió enfrentar sus propias contradicciones, por lo que terminó en una actitud ambigua, declarando el cese de bombardeos, pero continuando las hostilidades que llevaron a la ruptura del cese unilateral.
Rotos los principios, caldeados los ánimos, las FARC están jugando con la tesis de la afectación de la confianza inversionista, y el gobierno con la afectación de la confianza de la opinión pública, sin que ninguna de los dos partes tenga legitimidad para reclamarse como adalid del medio ambiente, porque mientras las FARC atacaron el oleoducto Transandino, el gobierno ejecuta todo un plan de desarrollo que resultará en una catástrofe planetaria, sin temor a exagerar. En este punto, las víctimas humanas y los daños medioambientales se han convertido en la pelota misma, lo que no significa otra cosa que la imposición de la lógica de la guerra, por encima de la lógica de la paz.
En esta hora, me parece, hay que defender el partido mismo, haciendo prevalecer la política y la democracia sobre el chantaje de los que no quieren la paz, y superando la lógica de la guerra. Esto resulta siendo la tarea más difícil para cualquier bando y para cualquier barra. Así, por ejemplo, para que la pelota siga jugando, los liberales que comandan el proceso actual tienen que actuar de una manera distinta a como lo han hecho, dejando de conceder a la extrema derecha el método del silencio y del uso mediático del miedo cada vez que se les anuncia la posibilidad de que la verdad les obligue a los cambios, que es lo que ha estado pasando. Las propuestas como las de Claudia López y Antonio Navarro, que sólo arrancan aplausos coyunturales, deberían cambiarse por iniciativas de convergencia serias, en las que tiene que jugar todo el espectro político y social de lucha por la paz, que se mantiene jodido por el sectarismo. No podemos perder de vista que este proceso necesita culminar en la terminación del conflicto sabiendo que la construcción de la paz es otra cosa, lo que implica que hay que cambiar el motor de la esperanza por la certeza pesimista de que si se rompieran las negociaciones, como ha dicho el senador Iván Cepeda, estaríamos ante una tragedia nacional.
Sé que he hablado como árbitro. Así es que no temo a que me lluevan los madrazos.