Por estos días y desde hace más de dos meses, el aire que se respira en Medellín llegó a niveles tóxicos históricos por cuenta de los gases acumulados en la atmósfera que no parecen irse pronto y que seguirán siendo una constante si no se cambian modelos de vida y de transporte en particular. La […]
Por estos días y desde hace más de dos meses, el aire que se respira en Medellín llegó a niveles tóxicos históricos por cuenta de los gases acumulados en la atmósfera que no parecen irse pronto y que seguirán siendo una constante si no se cambian modelos de vida y de transporte en particular.
La actual situación es el resultado de la actividad humana que ha basado su modelo de desarrollo capitalista en combustibles derivados del petróleo y que tiene unas particularidades propias en el Valle de Aburrá.
Por un lado, al encontrarse un asentamiento humano de más de tres millones de personas en un valle alto y cerrado, se dificulta el escape de gases a la atmósfera, permaneciendo éstos más tiempo del que tardaría en otro lugar más abierto. Además el Fenómeno del Niño, que en la región andina colombiana se expresa en fuertes sequías, ha causado varias veces el proceso de inversión térmica, que habitualmente se presenta también en las mañanas soleadas en Bogotá, lo cual se traduce en la imposibilidad de que el aire ascienda, dejando una capa de smog cerca del suelo.
En adición a las condiciones físicas de la ciudad de Medellín, hay algunos comportamientos sociales que han incidido en los actuales niveles de contaminación aérea que se evidencia principalmente en el uso masivo de la motocicleta.
Si bien la capital de Antioquia ha sido modelo en Colombia en la implementación de un transporte multimodal confluente hacia el metro, basado en energía eléctrica, y que incluye sistemas como el metrocable que tampoco emite gases, tiene errores en su desarrollo pues solo funciona entre periferia-centro-periferia dejando desarticuladas zonas periféricas entre sí, lo que se evidencia en la no existencia de una conectividad en el occidente de la ciudad. Ir de un barrio a otro en transporte público no es posible sin pasar por el centro, lo que implica pagar varios pasajes de bus o tomar taxi, lo cual estimula el uso del carro particular y la moto, especialmente esta última pues sale más rentable que tomar bus.
Y es que el precio del pasajes de bus es de los más caros del país, $1900 a $2000, entre otras cosas porque las empresas de transporte deben pagar «vacuna» a las bandas paramilitares que controlan los barrios y que ya está tan naturalizado que cuando hay paro de buses no es por el hecho de estar obligados a pagarla sino porque los paramilitares «se exceden» en la suma. Esta práctica se volvió normal desde hace muchos años, tanto así que este «gasto» hace parte de las cuentas de la mayoría del comercio de la ciudad, especialmente en el centro.
Este comportamiento cultural de carácter mafioso tiene un ingrediente adicional: la motocicleta no es solo un medio de transporte sino un símbolo de estatus heredado de los años 80s y 90s en plena guerra entre narcotraficantes. Entre mayor cilindraje tenga la moto, mayor «respeto» genera. Es por eso que a cualquier hora del día y la noche se escuchan estruendosos motores en todo el Valle de Aburrá, sea porque un joven está de conquista o porque una banda está dando una «vuelta». Es común que en parques, andenes y calles, adolescentes que a veces no llegan a los 13 años estén alardeando de sus virtudes como conductores, jugando a rodar sobre una rueda o «chicaneando» su juguete nuevo.
Por otro lado el modelo de ciudad que se ha impuesto en los últimos años, es profundamente excluyente, obligando a las personas de menos recursos a vivir en lo alto de las montañas, dejando la parte plana a sectores más pudientes que pueden pagar los altos precios de la tierra. Ejemplo de ello es el barrio Naranjal, el cual tradicionalmente fue de familias humildes dedicadas principalmente a la mecánica automotriz, que fue desalojado de manera obligada para dar paso a viviendas estrato 5 y 6. Esto implica que los recorridos que deben hacer los habitantes sean cada vez mayores pues la relación capital-trabajo se aleja cada vez más en el hábitat pero que necesariamente debe convivir en el mismo espacio de producción y prestación de servicios.
Por último, el sector con mayores niveles de contaminación de la ciudad, El Poblado, es precisamente el que tiene mayor densidad de población pues el arribismo social llevó a que todo el que tenga cierto nivel de ingresos quiera vivir allá, así los trancones sean insoportables, pues el estatus social en este caso está mediado por la posesión y uso del carro particular. Cada día se construyen más edificios en esta zona, sin dejar espacio para vías y mucho menos para zonas verdes pues el interés del capital es la ganancia y no el bienestar de la población.
Es imperativo tomar medidas para transformar patrones de comportamiento y las medidas urgentes que asumió la alcaldía en parte aportan, aunque considero que deben ser aún más radicales. Es de saludar la medida de 27 horas sin carros ni motos entre las 15 horas del sábado 2 y las 18 horas del domingo 3 de abril. Acción, entre otras medidas tomadas, necesaria pero no suficiente pues lo que se requiere es un cambio de paradigma que se aborde desde lo político, lo institucional y lo cultural para poder vivir bien no solo en Medellín sino en el país. Esto pasa por el decrecimiento económico pues el capitalismo como modelo de desarrollo está destruyendo el planeta a pasos agigantados y puede ser muy tarde cuando se haga algo para revertir el daño.
La actual situación de Medellín debe ser tenida en cuenta muy seriamente en Bogotá pues el sistema de transporte basado en buses diésel de Transmilenio es el peor que pudo implementarse. Urge el metro subterráneo, el metrocable en barrios con pendiente y vehículos eléctricos, elementos que obivamente no están en la cabeza de Peñalosa pues sus intereses particulares incluyen buses contaminantes y la destrucción de la reserva Van der Hammen. Hay que actuar para detener tan nefastas políticas.
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