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Algunas ideas sagradas en la sociedad consumista-capitalista

Fuentes: Rebelión

Quienes sean asiduos lectores de esta web de noticias y opiniones alternativas de izquierdas, podrán recordar, en fechas recientes, la aparición de una serie de artículos, firmados por mí mismo, en los cuales hablo de la actual sociedad consumista-capitalista en términos de una sociedad de carácter religioso[1]. El consumismo-capitalismo, nueva religión de masas del siglo […]

Quienes sean asiduos lectores de esta web de noticias y opiniones alternativas de izquierdas, podrán recordar, en fechas recientes, la aparición de una serie de artículos, firmados por mí mismo, en los cuales hablo de la actual sociedad consumista-capitalista en términos de una sociedad de carácter religioso[1]. El consumismo-capitalismo, nueva religión de masas del siglo XXI, habría venido a sustituir, según este análisis, y desde una perspectiva funcional, a los antiguos modelos religiosos fundamentados en una relación causal con lo sobrenatural (el Dios o los Dioses). Una sociedad, por tanto, que, al igual que ocurriera en las antiguas sociedades religiosas, tiene en última instancia una fundamentación sagrada, es decir, una fundamentación divino-simbólica, incuestionable y absoluta, a partir de la cual se consigue anclar el funcionamiento mismo de la sociedad, así como las relaciones sociales, políticas y económicas que dentro de ella desarrollan los individuos que la habitan. Lo sagrado, lo sacralizado, a pesar de que durante siglos fue patrimonio exclusivo de lo sobrenatural (Dios o similares), en una definición científicamente ampliada a través de la antropología y sus estudios históricos comparativos, debe ser entendido como un fenómeno cultural -construido socialmente- que puede ir, en consecuencia, más allá de esta correlación de factores, incluso llegando a desvincularse por completo de dicha asociación con lo sobrenatural[2]. Tomaremos como base la definición que el Antropólogo y profesor de la Universidad de Sevilla Isidoro Moreno[3] nos proporciona:

 

«el ámbito de lo sagrado es el ámbito de los absolutos sociales, aquel cuyos contenidos se autolegitiman sin cuestionamiento racional posible, (…) aquello que funciona como núcleo de la integración social y elemento central de la legitimación de la sociedad misma (…) Lo sagrado es, así, el núcleo duro que estructura la sociedad y moviliza emocionalmente a los individuos hacia objetivos determinados, que son percibidos como los centrales a conseguir, y respecto a los que la vida cotidiana cobra un sentido, a pesar de sus incoherencias y aparentes absurdos».

 

Lo sagrado sería así el fundamento último que sustenta el funcionamiento de una sociedad determinada, el referente primero y final del cual se hacen emanar los principios fundamentales sobre los que se ancla el desarrollo de las relaciones sociales, económicas, políticas y morales de una colectividad social específica, y de cuyos rayos de luz celestial se nutren la cultura, las leyes y los valores sociales para su existencia y funcionamiento dentro de esa determinada sociedad. Que en una determinada sociedad el elemento sacro represente un conjunto de referencias a elementos sobrenaturales no implica que deje de ser, desde una perspectiva científica, una construcción social. De hecho, incluso entre las principales religiones tradicionales la palabra de Dios ha sido revelada al hombre a través de sus profetas, quienes en última instancia la predican, la sistematizan y la esparcen por el mundo, construyendo así socialmente el ámbito de lo sagrado, aunque para ello se parta desde las supuestamente originarias palabras de Dios. Pero, en cualquier caso, no es Dios mismo quien acaba por determinar su cualidad de elemento sacro, sino que son los hombres quienes, en última instancia, hacen de la palabra de Dios el centro y referencia de sus vidas y de Dios mismo la fuente de la que emanan sus creencias, sus valores y sus leyes morales y jurídicas (Se podría dar el caso en que Dios mismo hablase a un hombre, y que, sin embargo, cuando éste tratase de llevar su palabra al resto de sus congéneres, fuese tomado por loco y su predicación tomada a cachondeo).

Así lo sagrado, sea cual fuere su formato, es siempre una construcción social que responde a los códigos simbólicos de la cultura humana, independientemente de que sea o no verdadera la existencia última del elemento simbólico que se use para tal sacralización. Dios podría existir o no existir, pero su sacralización jamás podría haberse llevado a cabo sin la intermediación del hombre, sin la necesidad de un proceso de construcción social en el cual el hombre hace de su figura y de su palabra verdades absolutas, hasta situarlas en la base misma del funcionamiento de la sociedad. Es importante resaltar este hecho ya que, como en toda construcción social que se tercie, la sacralización de una determinada figura no está libre de intereses y finalidades de un cariz mundano, o, dicho en otras palabras, no puede estar jamás libre de la relación establecida, en el marco de una determinada sociedad, entre sus clases sociales, entre los detentadores de los medios de producción y los suministradores de la fuerza de trabajo, entre los privilegiados y los excluidos, entre los explotadores y los explotados. Lo sagrado, guste o no, no puede quedar nunca al margen de la lucha de clases. Más aun, me atrevería a decir que es precisamente la lucha de clases el factor clave que en cada momento histórico determina la existencia concreta de lo sagrado.

 

En este contexto, el consumismo-capitalismo no es ninguna excepción, todo lo contrario, es más bien la exaltación simbólica de esta dinámica dialéctica de la sociedad, de esta batalla entre clases sociales, que se abre o se cierra, según la eficacia y el poder que el elemento sagrado tenga para con el proceso de alienación de las clases explotadas. Resulta pues que en esta nueva sociedad religiosa se ha pasado de la preponderancia de la exaltación de Dios como factor de éxito para el desarrollo de los privilegios de las clases dominantes, a la preponderancia de la alienación de los ciudadanos en torno a una serie de ideas y conceptos que, aunque ajenos de toda referencia a lo sobrenatural, han sido igualmente sacralizados, y que acaban por determinar en última instancia el funcionamiento de la sociedad, así como el papel que dentro de ella juegan cada una de las diferentes clases sociales existentes, siempre al servicio, sabiéndolo o no, de los intereses de las clases burguesas dominantes, especialmente de los intereses de los detentadores de la propiedad del capital financiero internacional (que a su vez son poseedores del control de los grandes mercados y dueños de los medios de comunicación de masas).

De entre estas ideas sacralizadas, que son varias y de diverso tipo, resaltaré, por su importancia evidente, aquellas que están directamente relacionadas con aquello que Marx llamase la infraestructura, es decir, con la estructura económica que determina el funcionamiento de la sociedad, y de la cual brotan los elementos estructurales y superestructurales. Estas ideas sagradas, a mi juicio, serían las siguientes: a) la propiedad privada y el dinero, b) los modos de producción capitalistas, la racionalidad económica y las leyes del mercado, c) el consumo. Todos estos conceptos han sido elevados al grado de absoluto por el actual modelo socio-económico imperante, y dotados de un carácter sagrado que los colocan en el centro mismo de nuestras vidas, en tanto que éstas están determinadas por un proceso de aprendizaje cultural que las convierte en incuestionables.

 

Empezaremos con el análisis del concepto «propiedad privada». Sobra decir que la propiedad privada es actualmente el eje central en torno al cual se organiza toda la sociedad capitalista. De tal modo esto es así que, podemos decir sin miedo a equivocarnos, este concepto tiene, tanto en el ámbito de lo simbólico como en el ámbito de lo legislativo, categoría de certero axioma que no necesita demostrarse ni contradecirse, y como tal es recogido por la legislación de todo estado capitalista, que, siguiendo a Locke, directamente reconoce este modo de propiedad como un derecho inalienable del ser humano. Es por ello, tal vez, que este concepto deba ser reconocido como el elemento más sagrado de todos aquellos cuantos componen la estructura simbólica del capitalismo (entendiendo ahora el término «sagrado» a la manera tradicional). Como todo lo sagrado, es inviolable, so pena de estar cometiendo un sacrilegio contra los valores más arraigados en la mentalidad colectiva, que te puede costar muy caro. Las leyes directamente protegen este derecho, pero, más aún, aquellas personas que se atreven a cuestionarlo (ya sea desde posiciones políticas o religiosas), son directamente señalados por los mecanismos de control del sistema como elementos subversivos y enemigos de la sociedad. Para los defensores del capitalismo no hay mayor enemigo que aquel que pone en tela de juicio el sagrado derecho del hombre a la propiedad privada. Directamente, a través del código simbólico que nos rige se identifica la propiedad privada con la libertad, de tal manera que el respeto a la propiedad privada conllevaría asociado el respeto a la libertad, así como su violación implicaría consecuentemente coartar la libertad. Algunos defensores del capitalismo incluso han tratado de vincular este derecho con los fundamentos religiosos propios de sociedades pasadas. El derecho a la propiedad privada, nos dicen estos sujetos, deriva de la propia naturaleza de las cosas, por lo tanto del mismo Dios, autor de la naturaleza (esto se demostraría en el hecho de que dos de los Diez Mandamientos garantizan este derecho: «No robar» y «No codiciar los bienes ajenos»). Aunque, a decir verdad, han sido las teorías de Locke las que mayor repercusión han tenido en la defensa y justificación de la existencia de este derecho sagrado a la propiedad privada. Locke estima que la propiedad privada existe en el estado de naturaleza, que es anterior a la sociedad civil. La propiedad privada no sólo beneficia al propietario privadamente, sino a todos los hombres. Según Locke, es el hombre «industrioso y razonable» -y no la naturaleza- quien está en el origen de casi todo lo que tiene valor. Por consiguiente, la propiedad privada es natural y bienhechora, no sólo para el propietario, sino para el conjunto de la humanidad: «El que se apropia de una tierra mediante su trabajo no disminuye sino que aumenta los recursos comunes del género humano»[4]. La propiedad privada debe ser, por tanto, un derecho natural tan primitivo como el derecho a la vida, a la libertad, a la salud o a la integridad. A raíz de estos planteamientos, y en vinculación directa con la mentalidad del tener frente al ser que nos rige, se hace creer a la población, a través de los códigos simbólicos establecidos como dominantes, que la supresión de la propiedad privada conmovería no sólo la actividad económica de la sociedad, sino la propia calidad de vida del individuo. Para ello se transmite la idea de que el ensueño de adquirir propiedad es lo que suaviza y hace más llevadero la difícil labor de la vida diaria del sujeto medio. Es, en consecuencia, lo que hace capaz al hombre, no sólo de atender a las necesidades del momento, sino también de proveerse para el porvenir, para los días de la vejez, y reunir fondos para él y para su familia, unos fondos que le han de permitir vivir cómodamente en el futuro. Este deseo subjetivo sería así lo que le impulsa al individuo constantemente a trabajar, siendo a su vez lo que le dota de virtudes de cara al resto de sus conciudadanos. Por tanto, una vez esta mentalidad tiene arraigo entre la población, se llega al caso en que de cuestionarse este derecho se estaría cuestionando con ello el valor mismo de la vida del hombre. Si el hombre ya no adquiere valor en su ser, sino que tal valor es dependiente de su tener, la propiedad privada se convierte con ello en objeto de culto para el individuo, un culto que va más allá del mero hecho de poseer el objeto o la propiedad de un algo. El sujeto percibe sus posesiones como los más intrínsecamente suyo, como el fruto más directo de su trabajo, como la recompensa primera y final por todo el esfuerzo realizado en el desempeño de su labor. La propiedad privada sería así algo más que una cuestión material, se convertiría ya en una cuestión espiritual, en tanto que de ella depende el valor de la persona (ya saben, «tanto tienes, tanto vales»). También con ello, el culto a la propiedad privada se convierte en el motor central de la sociedad, ya que no sólo condiciona el valor del hombre, sino que determina su papel dentro del entramado sociológico. A mayor posesión de propiedades, mayor valor tendrá el sujeto en cuestión dentro del entramado político y económico de la sociedad. Esa es la mentalidad que se establece como hegemónica a través del sistema socio-político-simbólico reinante. Además, en nuestra actual sociedad la propiedad privada se manifiesta a través de la posesión de bienes, pero también -y podríamos decir que como elemento principal- a través la posesión de dinero. Es el dinero, en última instancia, el auténtico motor de la propiedad privada. El dinero se constituye de facto en la mayor y más tangible expresión de la propiedad privada.

El culto por el «tener» se convierte ante todo en un culto al dinero. Es el dinero lo que determina, más que las posesiones materiales en sí mismas, el valor del hombre. La mentalidad reinante pasa a ser de esta manera una lucha por acumular cada vez más dinero, que no sólo te permitirá adquirir mayores propiedades, sino que también hará posible tu ascenso de estatus dentro de la escala social del mundo capitalista. Con dinero se compra la riqueza, se adquieren las propiedades. El dinero se endiosa por doquier, se erige en auténtico referente de culto para los individuos de la sociedad. Se eleva el valor abstracto del dinero al nivel de un Dios todopoderoso («todo lo puede el dinero»), acabando por convertir a las personas en simples vasallos de un Dios que, como tantos otros, nosotros mismos hemos inventado. El dinero es la máxima expresión del capitalismo, es, por ello, el arma más efectiva en torno a la cual las clases dominantes han erigido su modelo de sociedad, tanto en el ámbito del modelo socio-económico propuesto, como en el ámbito del patrón «ideal» de individuo que se ha gestado. El dinero es el verdadero elemento fetiche de la sociedad capitalista, el auténtico símbolo de la nueva sacro-religiosidad dominante. Dentro del panteón de los Dioses del capitalismo, es el dinero, junto a su Diosa consorte -la propiedad privada-, el más poderoso de todos ellos (el Zeus – y la Hera- de la nueva religión consumista-capitalista). Esto es lo que se ha consagrado en la mentalidad que las personas adquieren en su proceso de socialización, mediante la interiorización que estos individuos hacen de los valores sagrados que emanan del código simbólico reinante. A través de este proceso de interiorización se ha creado el convencimiento en la población de que el dinero es el único valor, que lo puede todo, y, por tanto, que es lo que hay que conseguir rápidamente y en fabulosas proporciones, pues ello será garantía de una vida de éxito («el dinero da la felicidad»), así como hará aumentar el valor mismo de la persona (con dinero los sujetos pasan a ser «gente de bien»). Tanto es esto así que, caso de tener que escoger un símbolo que representase a la nueva sociedad consumista-capitalista al modo en como la cruz lo hacía con la sociedad cristiana de la Edad Media, sin duda el símbolo que escogería para tal efecto sería el símbolo del dólar ($). Luego sobre él, si quieren, ya podríamos implantar la cara del tío Sam o la figura de algunos de los más recientes profetas del capitalismo, pero, sin duda, el símbolo del dólar es el verdadero icono religioso de nuestros días.

El culto al dinero, la reverencia a la propiedad privada, en definitiva, la deificación del objeto material y consumista -cualquiera que sea-, es, seguramente, donde mejor se puede vislumbrar el teísmo que venimos denunciando como omnipresente en nuestra actual sociedad occidental capitalista, en tanto que la reverencia al poderoso (al que tiene dinero o tiene el poder económico, social, político o militar) es la forma de culto por antonomasia, la forma de culto que más y mejor ejemplifica en todas y cada una de las sociedades habidas y por haber la esencia religiosa de la misma. Como digo, dinero y propiedad privada representan para nuestro ámbito de lo sagrado consumista-capitalista, lo que Zeus y Hera representaban en el ámbito de lo sagrado de la sociedad Griega Clásica. Cualquiera que tenga duda sobre el carácter religioso de nuestra actual sociedad, simplemente que reflexione sobre el papel que juegan dinero y propiedad privada dentro de la misma, las connotaciones simbólicas que van asociadas a estos elementos dentro de la mentalidad colectiva que nos rige y nos dirige, y a partir de ahí que trate de sacar sus propias conclusiones, en relación con una analogía comparativa con los valores sagrados que han regido otras sociedades religiosas precedentes (el amor a Dios o el seguimiento de los valores morales propuestos por los textos sagrados). En todo caso decir, antes de continuar, que al hablar de propiedad privada es conveniente saber diferenciar la propiedad privada de los medios de producción y la propiedad privada de los bienes de uso personal. Mientras que la primera nos parece aberrante, la segunda nos parece totalmente legítima, siempre y cuando haya sido obtenida a través de medios legítimos, y no como consecuencia de la explotación o el robo a otros seres humanos.

Por otro lado, aunque estrechamente relacionado con lo anterior, nuestra actual sociedad ha sacralizado también el modo de producción capitalista, planteándolo como único modelo viable para la creación eficiente de riqueza, frente a los obsoletos modelos dados en otras etapas anteriores de la evolución social, o a los utópicos y fracasados modelos presentados como alternativos a éste por las ideologías políticas de izquierdas[5]. Este modo de producción capitalista que ha sido sacralizado, está basado en la propiedad privada de los medios de producción, aunque el trabajador es jurídicamente libre. En este contexto, la fuerza de trabajo es la única propiedad que posee el trabajador. El trabajo genera una plusvalía que no revierte sobre el salario del trabajador, sino que es apropiada por el capitalista, generando capital. Sus características esenciales y universales (es decir, comunes a todos los países) y también específicas (por tratarse de un modo de producción diferente a otros) fueron analizadas por Marx en su obra «El Capital». A través de este nuevo modo de producción, el capitalismo transformó la producción mercantil simple en producción mercantil capitalista. Así, el objeto del capitalismo, en base a la relación establecida entre propiedad privada de los medios de producción y trabajo asalariado, es producir mercancías destinadas al mercado[6]. Las ventajas de este nuevo modo de producción fueron esencialmente la reducción del tiempo de tra­bajo mediante la especialización del obrero y la co­ordinación en forma de «cadena productiva». Esta baja del tiempo laboral permitió elevar la productividad, pero a su vez el correcto funcionamiento del ciclo económico se hacía más dependiente del funcionamiento del mercado, en tanto que la producción estaba destinada ahora al consumo y no a la satisfacción de las necesidades básicas del propio trabajador-productor. Surge así la necesidad de racionalizar todo el proceso productivo[7], es decir, la necesidad de aplicar la planificación racional de los recursos a utilizar desde el momento mismo de la elaboración de los productos, al momento de la absorción de estos por el mercado y sus consumidores. El trabajo mismo se convierte en una mercancía inmersa en una dinámica de mercado, regulada por las leyes propias del mismo[8]. Consecuentemente a esta nueva situación, el culto a la eficiencia económica se convierte así en otro elemento fundamental en el desarrollo del capitalismo que, junto con las leyes del mercado, ha de regir el nuevo espíritu de la época a través de su integración en el nuevo código simbólico-sagrado que ha de legitimar el funcionamiento y controlar el devenir de la sociedad occidental capitalista. Dicho de otra manera, modo de producción capitalista, eficiencia económica y leyes del mercado pasan a ser elementos indispensables en el proceso de construcción del nuevo modelo de lo sagrado que ha de servir como elemento central de la nueva sociedad puesta al servicio de los intereses de las clases burguesas dominantes. A raíz de esto, la noción de producción eficiente como aquella que reproduce eficientemente las fuentes de la riqueza producida -ser humano y naturaleza-, es negada en el capitalismo y sustituida por aquella que entiende producir más ganancias con menos costos, a partir de la cual se garantiza una creciente generación de riqueza que debe acabar por repercutir en beneficio no sólo de los poseedores de los medios de producción, sino, como hemos dicho, en el global de la sociedad. Tal es la percepción que los ciudadanos interiorizan del funcionamiento general de la economía capitalista y sus leyes asociadas. El modo de producción capitalista no sólo genera beneficios para los poseedores de los medios de producción, sino que, a través de la acción de estos, lo hace también para el conjunto de la sociedad, independientemente de la clase social a la cual pertenezca el individuo.

El capitalismo se convierte así en una nueva utopía (pues promete un crecimiento ilimitado de la riqueza hasta alcanzar el grado de benefactor para el global de la población), pero una utopía que tiene un alto costo -por usar su propia terminología-, social, político y ambiental, al transformarse la racionalidad que lo fundamenta en un modelo de racionalidad instrumental, donde el valor de las acciones se obtiene a través de un proceso de optimización entre los objetivos propuestos y los medios posibles, donde el fin prevalece sobre los medios, y donde los medios no son más que recursos puestos al servicio de los fines[9]. Dentro de este marco de racionalidad instrumental, excelentemente analizado por algunos autores de la Escuela de Frankfurt, todo es válido para el capitalismo en su afán por ser cada vez más eficiente en la producción y generación de riqueza (dicho de otro modo, en la producción y generación de beneficios económicos, políticos y sociales para los poseedores de los medios de producción). Desde la explotación ilimitada de los recursos de la naturaleza, a la manipulación de las consciencia de los trabajadores, todo es válido si tiene como fin la eficiencia económica. Ese es el precio que se ha de pagar de manera generalizada por aceptar como modo de vida la utopía propuesta por el sistema consumista-capitalista y esos son, en última instancia, sus resultados más visibles, que están conduciendo a la humanidad a una situación de crisis global jamás vista antes en la historia, y que se puede saber en un momento dado como comenzó, pero que, desde luego, no podemos saber como acabará, aunque las expectativas, desgraciadamente, no son para nada halagüeñas (la actual situación de los alimentos en el mundo puede servir como ejemplo perfecto de esto que digo). Así, como afirma Bourdieu[10], «vemos cómo la utopía neoliberal tiende a encarnarse en la realidad en una suerte de máquina infernal, cuya necesidad se impone incluso sobre los gobernantes. Como el marxismo en un tiempo anterior, con el que en este aspecto tiene mucho en común, esta utopía evoca la creencia poderosa -la fe del libre comercio- no solo entre quienes viven de ella, como los financistas, los dueños y gerentes de grandes corporaciones, etc., sino también entre aquellos que, como altos funcionarios gubernamentales y políticos, derivan su justificación viviendo de ella. Ellos santifican el poder de los mercados en nombre de la eficiencia económica, que requiere de la eliminación de barreras administrativas y políticas capaces de obstaculizar a los dueños del capital en su procura de la maximización del lucro individual, que se ha vuelto un modelo de racionalidad. Quieren bancos centrales independientes. Y predican la subordinación de los estados nacionales a los requerimientos de la libertad económica para los mercados, la prohibición de los déficits y la inflación, la privatización general de los servicios públicos y la reducción de los gastos públicos y sociales».

Pero, como no podía ser de otro modo, este tipo de sociedad no puede funcionar sin una eficiente sacralización del consumo. Sacralización del consumo no como el acto en sí mismo de consumir, sino mediante la idealización simbólica de tal acto, que alcanza el grado de un modo de vida. Así, lo que en origen es una necesidad puramente económica del sistema, es convertido en un ritual con unas connotaciones simbólicas e ideológicas capaces de movilizar y aglutinar el sentimiento de las masas, sus deseos y necesidades, sus aspiraciones y finalidades. La llamada sociedad de consumo apareció como consecuencia de la producción en masa de bienes, que reveló que era más fácil fabricar los productos que venderlos, por lo que el esfuerzo empresarial se desplazó hacia su comercialización. Este cambio en la mentalidad de los capitalistas nos es presentado por la profesora de la Universidad de Jaén Ana Carrasco Rosa de la siguiente manera: «Concretamente, fue partir de la Segunda Guerra Mundial, en la década de los 50, cuando la producción cobró una gran importancia, contribuyendo a aumentar las necesidades; entre otras causas, porque las exigencias del propio desarrollo capitalista condujeron a una situación en la que la demanda del consumidor debía ser a la vez estimulada y orientada, en un mercado en constante expansión y transformación cualitativas internas, como consecuencia del cambio estructural del primitivo capitalismo de producción en el que podemos llamar neocapitalismo de consumo. En la sociedad postindustrial, el crecimiento económico se vincula, sobre todo, a la necesidad de conquistar nuevos mercados (lo que otorga especialísima importancia a la publicidad). Es una sociedad que necesita más consumidores que trabajadores, de donde deriva también la ascendente importancia de las industrias del ocio, que explotan el creciente tiempo libre de los ciudadanos. Desde esta óptica mercantil y despersonalizada, los sujetos tienden a dejar de ser vistos como individuos, para pasar a ser meras funciones sociales, tanto a efectos de su utilización como a efectos estadísticos, con finalidad política (electoral) o comercial (consumo)». [11]

Podemos afirmar, por tanto, que la sociedad de consumo de masas es producto del capitalismo industrial y de servicios que en su afán por maximizar beneficios trata de hacer llegar sus productos a una parte de la población lo más amplia posible. Pero esta nueva perspectiva del sistema económico vigente sólo es realmente viable si el consumo traspasa los límites de lo puramente racional, hasta convertirse en un elemento de connotaciones emotivas, que no sólo sirva para abastecer de productos a los consumidores, sino que a través de él los haga sentirse de alguna manera miembros de la propia sociedad, mediante el cual poder interiorizar tal sentimiento de pertenencia, así como toda una serie de componentes simbólicos que les sirvan para posicionarse de una manera más individualizada dentro de la misma. El consumo se ha de convertir así en un ritual social, un ritual cargado de connotaciones simbólicas, que no sólo determina el papel del individuo dentro de la escala social, sino, lo que es más importante, re-direcciona el funcionamiento mismo de la sociedad. Es por esta causa, al igual que con los elementos anteriormente mencionados, que se produce la necesidad de sacralizar el consumo mediante su integración en el nuevo modelo de lo sagrado que ha de regir el funcionamiento social, para con ello poder garantizar la adhesión irracional de los individuos de la sociedad a este nuevo modelo de sociedad consumista. Sólo mediante la existencia de tal adhesión emocional de los ciudadanos al consumo es factible el desarrollo de este modelo de sociedad que nace tras la segunda guerra mundial, y que actualmente abarca a todo el marco de países capitalistas existentes en el mundo. El consumo se convierte en un nuevo eje del orden social y sirve para moldear la conducta de los ciudadanos a través de un complejo sistema simbólico que abarca prácticamente todos los ámbitos y edades de la vida del sujeto. Para Baudrillard[, por ejemplo, «el consumo genera un sistema de prestigios e identidades que distorsionan las necesidades reales, anuncian la dominación del sujeto por el objeto y conllevan el peligro de conducir a una sociedad habitada por autómatas ignorantes de su interioridad y sus expectativas más genuinas». Sin embargo, a pesar de esta advertencia profética de Baudrillard, la sacralización del consumo ha conllevado una percepción bien diferente de este fenómeno entre las masas. Lejos de ser un elemento de alienación, el ritual del consumo es percibido por el sujeto consumista como un acto de libertad (esta percepción sólo es posible en una sociedad, como la nuestra, donde el valor social de sus individuos reside más en el tener que en el ser). De alguna manera se identifica la noción de libertad con la posibilidad de consumir. La libertad es la libertad de comprar lo que se quiera y cuando se quiera, por tanto, cuantas más posibilidades haya de consumo más libre se es.

En una sociedad donde el valor de las personas se sitúa en relación con el tener y no con el ser, el consumo, como fuente del tener (es decir, como modo de adquisición de propiedades y objetos), es percibido como un elemento de libertad, donde a mayor capacidad de consumo, mayor será la libertad del sujeto, pues el caso contrario, es decir, el desear algo y no poder obtenerlo mediante el consumo (bien por falta de recursos económicos, bien por falta de abastecimiento mercantil), es percibido como una coartación de la libertad del individuo en relación con la posibilidad de tener ese algo y, por tanto, en relación con el modelo de valoración predominante, una limitación a la libertad del sujeto para poder añadirle valor a su persona a través de tal adquisición. Cualquier cosa, desde los sentimientos más profundos a las ideas o los pensamientos creativos, pasando evidentemente por cualquier cosa que tenga como base las fuentes naturales de materias primas, e incluso los proyectos ideológicos de corte revolucionario, puede ser convertido en mercancía, puede ser integrado en la dinámica de mercado y transformado en un producto de consumo, y con ello incorporado a la dinámica significativa que tal cosa tiene dentro del marco simbólico general de la sociedad. Además, por otro lado, dentro de esta escenografía religiosa que venimos denunciando, el consumo se ha convertido también en un elemento redentor. En este caso la estrategia consiste básicamente en potenciar los sentimientos de culpabilidad de las personas para, una vez hecho esto, ponerles al alcance de la mano toda una variedad de productos que ayudarán a mitigar tal sentimiento.

Si, como hemos dicho, los individuos hacen suyos los intereses del sistema, y este sistema funciona amparado en una determinada imagen de individuo socialmente exitoso, en aquellos casos en que el sujeto perciba que, por su dejación o irresponsabilidad, no ha conseguido mantenerse fiel al espíritu de este individuo socialmente exitoso e idealizado, se sentirá culpable de tal hecho. Así, de la misma manera que el sujeto de la Edad Media se sentía culpable por transgredir las normas morales relatadas por la Iglesia y acudía al confesionario para buscar una redención por sus pecados (que le hacían alejarse del modelo ideal de individuo virtuoso de la época), en nuestra actual sociedad consumista-capitalista el sujeto tratará de acudir al sagrado mercado para encontrar una solución que lo redima de sus pecados y que le permita continuar los más fiel posible al modelo ideal de individuo socialmente exitoso sacralizado a través de la publicidad y los medios de comunicación de masas. Si tus dientes no brillan luminosos a causa de una incorrecta higiene bucal durante los años precedentes, si tienes arrugas a los cuarenta años por no haber cuidado pertinentemente de tu piel en tiempos pasados, si nunca tuviste un buen coche por no haber sido lo suficientemente cuidadoso con el ahorro, si te sobran unos kilitos por no haber hecho el suficiente ejercicio tiempo atrás, si estás preocupado por no contribuir eficientemente al control del deterioro medioambiental del planeta, si tus amigos te consideran un ser solitario y aburrido por no haber sabido gestionar correctamente tu relación en sociedad con ellos, si las personas de tu entorno te ven como un individuo chapado a la antigua por no haber sido capaz de evolucionar con los cambios de los tiempos, en definitiva, si crees que existe algo en ti que no está a la altura de aquello que los demás esperan de ti y te sientes de alguna manera culpable por no haber sabido tomar antes cartas en el asunto -aun cuando pudiste hacerlo de haber querido- no te preocupes; el mercado te ofrecerá algún tipo de producto milagroso con el que poder expiar tu culpa y quedar redimido ante ti mismo y, sobre todo, ante los demás. En el mercado podrás encontrar siempre la solución a todos tus remordimientos (una pasta de dientes blanqueadora, una mascarilla facial rejuvenecedora, alimentación para adelgazar, productos ecológicos que cuiden el medio ambiente, etc.). Tan sólo tienes que detectar que es lo que has hecho mal en el pasado, y buscar la solución redentora que mejor pueda adaptarse a tus necesidades actuales. Esto especialmente válido para cuando el consumidor compra un producto que en sí mismo, en su uso, ya lleva asociado un comportamiento capaz de desarrollar sentimientos de culpabilidad en el sujeto que lo consume (consumo de cigarrillos, de bebidas alcohólicas, de productos contaminantes, etc.). En este caso, según reconoce el que fuera presidente del instituto para la investigación motivacional (una especie de institución norteamericana para el análisis y estudio de la manipulación de las consciencias para vender productos de manera eficiente) Ernest Dichter «cada vez que se vende un producto que proporciona satisfacción al que lo compra… hay que mitigar sus complejos de culpa… ofreciendo absolución. En general, según afirma V. Packard en su libro «las formas ocultas de la propaganda», «Nuestros sentimientos de culpa ofrecían muchas brechas que los manipuladores en profundidad aprovecharon en beneficio de emprendedores comerciantes», a lo que yo añadiría que estos sentimientos de culpa ofrecen también muchas brechas que las clases dominantes han sabido utilizar para mantenernos sumisos y alienados al funcionamiento del sistema, mediante el desplazamiento de la responsabilidad de los males sociales de cada cual a la misma actividad de uno, descontextualizándola de la estructura clasista general y de los modelos casi inalcanzables que se propugnan como exitosos para los sujetos de la sociedad, y dando como única solución a tales males una salida dentro de los límites del mercado y la propia sumisión a los valores inherentes a la sociedad consumista-capitalista. Además, como último apunte sobre este tema del consumo, decir que, a través de este proceso de sacralización, el consumo es convertido también en sí mismo en un elemento de ocio. Para cuando el individuo acude a comprar, previamente se le ha proyectado la idea de que no es tan importante lo que se compra, ni si quiera el acto de comprar en sí mismo, sino el conjunto de sensaciones asociadas a la compra. Comprar produce placer en el sujeto, comprar es un modo de diversión, comprar sirve incluso – para algunas personas- como terapia contra el stress o la ansiedad. Comprar se convierte así también en un elemento de características rituales, siendo por ello el consumir, junto con la transmisión de información que se da a diario a través de los informativos de la televisión, los espacios publicitarios que están repartidos por los diferentes medios y los eventos deportivos, la parte más ritual del nuevo paradigma de sacro-religiosidad consumista-capitalista[18], una parte ritual que es absolutamente necesaria en toda sociedad religiosa que se tercie.

Así, propiedad privada, dinero, modo de producción capitalista, racionalidad económica, leyes de mercado y consumo, constituyen el grueso fundamental del modelo económico que las clases dominantes burguesas han considerado como el más adecuado para la defensa, mantenimiento y desarrollo de sus intereses y privilegios de clase. Por tanto, estas ideas -cargadas de sus respectivas connotaciones simbólicas- se han acabado por constituir, bajo el empuje de la mano burguesa, y apoyados en la propaganda, la publicidad y los medios de comunicación de masas, en el núcleo central de conceptos referenciales sobre el cual estas clases burguesas dominantes han anclado y desarrollado el proceso de gestación y consolidación de un nuevo modelo de lo sagrado de carácter hegemónico para la sociedad, modelo sobre el cual dejar anclado el fundamento de la misma, así como a partir de cual establecer e integrar en sí mismo el modelo de individuo que más eficientemente pueda actuar en relación con los fines y objetivos buscados por las clases dirigentes (un individuo consumista, egoísta, competitivo socialmente, movido por la racionalidad instrumental y vitalmente aburguesado). Y no se atreva usted a cuestionar algunas de estas ideas sacralizadas, porque directamente pasará a ser un proscrito para el sistema, un subversivo y peligroso individuo al cual se le hará caer encima todo el poderoso peso de la presión social y la indiferencia de sus conciudadanos, sus burlas y sus sornas, y, por si esto no fuese suficiente, ándese con ojo con la ley, pues, aunque parezca lo contrario a primera vista, el consumismo-capitalismo también tiene su propia inquisición: los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, los tribunales de orden público y los parlamentos burgueses que legislan según el gusto del jefe supremo, que para algo financia sus campañas.

Notas:
[1] Consumismo-Capitalismo, la nueva religión de masas del siglo XXI (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68583) y La ilusión de la libertad en el Consumismo-Capitalismo: Libres de derecho, esclavos de hecho (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68697)

[2] Isidoro Moreno, ¿Proceso de secularización o pluralidad de sacralidades en el mundo contemporáneo?, en A, Nesti (ed.) Potenza e impotenza Della memoria. Tibergraph, Roma, 1998.

[3] Ibid. Pag. 174, 175.

[4] J. Locke. Ensayo sobre el gobierno civil. Prometeo. Buenos Aires. 2005

[5] Según Fukuyama: «En contra de lo que dice Marx, el tipo de sociedad que permite al hombre producir y consumir la mayor cantidad de productos sobre la base más igualitaria no es una sociedad comunista, si no una sociedad capitalista» (F. Fukuyama, El fin de la historia, pag. 193)

[6] «Marx, en ‘El Capital’, analiza al principio la relación más sencilla, corriente, fun­damental, masiva y común, que se encuentra mi­les de millones de veces en la sociedad burguesa: el intercambio de mercancías» explica Vladimir I. Lenin en «En torno a la cuestión de la dialéctica» (http://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1910s/1915dial.htm )

 

[7] Para Schumpeter, «la actitud racional penetra en el espíritu humano ante todo a causa de la necesidad económica, y yo no vacilo en decir que toda lógica se deriva del modelo de la decisión económica» (J.A. Schumpeter, Capitalismo, Socialismo y Democracia, pag, 170).

 

[8] Actualmente en todas las sociedades capitalistas se acepta sin ningún tabú la expresión «mercado de trabajo», que denota esta relación entre propietarios de los medios de producción y poseedores de la fuerza del trabajo, según la cual el trabajador vende su fuerza de trabajo al poseedor de los medios de producción, que éste paga a través de un salario y que utiliza como una inversión para sacar un posterior beneficio económico en el devenir del proceso productivo.

 

[9] La racionalidad instrumental es, por tanto, una aplicación de la razón de índole funcional, pues configura los medios que permiten conseguir unos fines razonables en una coyuntura determinada.

 

[10] Pierre Bourdieu, La esencia del neoliberalismo, Publicado en «Le Monde» en Diciembre de 1998, y traducido al castellano por Roberto Hernández Montoya: http://www.analitica.com/bitblio/bourdieu/neoliberalismo.asp

 

[11]Ana Carrasco Rosa: «La sociedad de consumo: origen y características» en Contribuciones a la Economía, enero 2007. Texto completo en http://www.eumed.net/ce/