«Crear una nueva sociedad en que los hombres puedan satisfacer sus necesidades materiales y espirituales, sin que ello signifique la explotación de otros hombres. (…) Que asegure a cada familia derechos, seguridades, libertades y esperanzas. (…) Una sociedad capaz de progreso continuado en lo material, en lo técnico y en lo científico. Y también capaz […]
«Crear una nueva sociedad en que los hombres puedan satisfacer sus necesidades materiales y espirituales, sin que ello signifique la explotación de otros hombres. (…) Que asegure a cada familia derechos, seguridades, libertades y esperanzas. (…) Una sociedad capaz de progreso continuado en lo material, en lo técnico y en lo científico. Y también capaz de asegurar a sus intelectuales y artistas las condiciones para expresar en sus obras un verdadero renacer cultural».
Salvador Allende
En un artículo de Alfonso Sastre, titulado «Salvador Allende o la revolución más imposible» -que todo admirador de la figura del líder chileno debiera tener la oportunidad de leer-, este intelectual español recuerda cómo formó parte, a inicio de los ’70, de una tribu expedicionaria llamada Operación Verdad, compuesta por escritores, críticos, poetas y artistas europeos, invitada por el gobierno de la Unidad Popular para comprobar, in situ, la realidad social de la nación suramericana, sumamente distorsionada por el imperialismo.
Sastre y todos los visitantes quedaron cautivados con Chile y la personalidad carismática de su anfitrión, pero también, al menos en su caso, con el exceso de confianza de Salvador en la institución castrense, de donde provendría a la larga, en contubernio directo con Washington, el golpe artero que lo conduciría a su inmolación el 11 de septiembre de 1973 y a la entronización de la dictadura militar más sangrienta que recuerda la historia del subcontinente.
Sastre define el idealismo de la Unidad Popular en términos de «ingenuidad política». Cuenta en su texto cómo fue a un concierto de Víctor Jara, repleto de militares de rostro adusto en medio de la risueña gente que cantaba. Al preguntarle a un dirigente del partido de Allende, este le respondió que era para que se familiarizaran entre unos y otros.
El agudo pensador reflexionó entonces, y escribió luego: «¡Dios mío, cuánta ingenuidad!, pensé yo para mis adentros. ¡Pero ello formaba parte de la estrategia de una nueva vía -la «vía chilena»- al socialismo!, que era por fin una vía pacífica! Ello hacía que yo acallara temerosamente mi funesto presagio. Porque, ¡si fuera así, cuánta belleza! -pensaba-. ¡Si tuvieran razón mis amigos chilenos!».
Pero, continúa a seguidas Sastre: «La respuesta de la realidad fue demasiado cruel. La última imagen de Salvador Allende, con un casco de acero en la cabeza y un fusil en la mano – ¿aquel que le había regalado Fidel Castro, y que más que un regalo yo lo entendí como una advertencia y un consejo?- echó definitivamente por tierra toda ilusión de un proceso revolucionario desarmado y pacífico. Para que un proceso así fuera posible, la democracia tendría que ser verdad, y no un sistema armado hasta los dientes y que no tolera que el mundo pueda cambiar de base, como proclamaba aquel gran himno que es La Internacional».
El gobierno que en mil días había revolucionado de una manera pacífica el país, que transformaba de manera paulatina los pilares sobre los que debía fundamentarse un nuevo régimen de producción y una nueva entidad sociopolítica, que era querido por el pueblo trabajador a despecho de la burguesía alta más interesada en otros aires de menos cambio y más capital, se fue a pique por el sedicioso golpe de Estado encabezado por el traidor Augusto Pinochet.
Pese a que su frontalidad en los enfoques alguien pudiera juzgarla como ríspida, al parecer no se equivocó Sastre al valorar el status quo chileno, como tampoco al enjuiciar los modos de obrar y pensar de su revolucionaria, pero aun falta de madurar, clase dirigente. Un ejemplo clásico de lo anterior: Allende, en los comienzos del golpe del 11 de septiembre, estaba preocupado por la suerte de su amigo Pinochet, que -creía aun- iba a ser muerto en la revuelta por los conjurados, como ha sido evidenciado en testimonios y documentales, y nos recuerda Sastre en el referido texto. No podía imaginarse todavía para ese momento que su «amigo» era el Judas de turno en este pasaje de la historia, el que echó tanques, aviones y bestias asesinas de uniforme sobre La Moneda.
Más tarde, luego de comprender ya con claridad la situación real, su claridad visionaria -esa que acompaña a los grandes hasta en los últimos momentos-, también le permitió en tan difíciles instantes adelantarse a su tiempo, otear en el horizonte político futuro de Latinoamérica y asegurar: «Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor».
Las circunstancias históricas del momento apuntan a darle la razón al legendario Presidente inmolado en el palacio presidencial de La Moneda, con la aureola de cambios y esperanzas que colorea a América con el verde de la esperanza de una realidad de verdadera democracia popular, la cual cada día tiende a expandirse.
Allende, una figura política de larga trayectoria
Nacido en Valparaíso, el 26 de junio de 1908, quien desde bien temprano mostró inquietudes políticas y comenzó a manifestar esos proverbiales amor patrio, interés por la equidad y la justicia social, dignidad y solidaridad que lo distinguieron a lo largo de su vida y su carrera política.
El historiador y periodista Mario Amorós, autor del valioso libro Compañero Presidente. Salvador Allende, una vida por la democracia y el socialismo, plantea que su participación en la fundación -en 1933- del Partido Socialista, del cual pronto sería uno de sus principales dirigentes, fue el primer hito que enrumbó su trayectoria.
Recuerda Amorós que en 1937, con solo 29 años, fue elegido diputado y después dirigió en Valparaíso la campaña del radical Pedro Aguirre Cerda, vencedor como candidato del Frente Popular en las históricas elecciones presidenciales de 1938, que quebraron una hegemonía oligárquica cuyas raíces se hundían en la colonia. Como diputado y desde octubre de 1939 hasta 1941 como ministro de Salubridad de Aguirre Cerda, defendió varios proyectos para mejorar las precarias condiciones de vida de las grandes mayorías.
En 1945 -refiere el historiador- logró un escaño en el Senado por las provincias australes, hasta entonces un feudo conservador, y confirmó su prestigio en la política nacional. En 1948 criticó la persecución del Partido Comunista impulsada por el gobierno de González Videla y defendió que los principios socialistas estaban impregnados de un profundo humanismo y entrelazados, de manera inseparable, con los derechos humanos y las libertades ciudadanas.
Y añade que, en 1951, cuando la mayor parte del socialismo decidió respaldar la candidatura presidencial del ex dictador Ibáñez, con un proyecto populista que podía evocar al peronismo, impulsó su candidatura para las elecciones presidenciales de 1952 con el apoyo de un sector minoritario de los socialistas y del Partido Comunista desde la clandestinidad, en una coalición que se denominó Frente del Pueblo. Aunque apenas obtuvo 51 mil 975 votos, a partir de entonces se convirtió en el adalid de la unidad de la izquierda, que se concretó con la creación del Frente de Acción Popular en 1956 y la reunificación del socialismo en 1957. En las elecciones de 1958, en la que venció el derechista Jorge Alessandri, se quedó a apenas 33 mil votos de La Moneda: había nacido el «allendismo», un movimiento popular que se formó en torno a sus propuestas de transformación del país y que rebasaba las fronteras de los Partidos Socialista y Comunista.
En 1964 -finaliza el historiador- con una gigantesca campaña del terror financiada por la CIA y el apoyo de la derecha, el democratacristiano Eduardo Frei le derrotó, pero en 1970 la Unidad Popular alcanzó la anhelada victoria y logró derrotar las maniobras de Washington y de la derecha para impedir su elección como Presidente por el Congreso Nacional tras su apretado triunfo del 4 de septiembre.
Allende fue expresión de una perspectiva y un pensamiento político de avanzada; y uno de los primeros impulsores regionales del concepto de solidaridad, pues de manera continuada la preconizó en relación con las causas de Cuba y de Vietnam.
Su talante humanista y su concepción revolucionaria en cuanto ente transformador de la realidad social y política del continente, lo convirtieron en una figura no solo respetada, sino muy querida por su pueblo y las personas progresistas del planeta, pese a ser tan enlodada su memoria por las visiones reaccionarias que en el mundo son.
Amigo de Cuba, de Fidel y el Che
Admirador de la Revolución, simpatizante del postulado revolucionario de Fidel Castro, mantuvo estrechos lazos con Cuba.
En uno de sus últimos discursos, en 1972, lo refrenda para la historia:
«(…) Soy amigo de Cuba, soy amigo, hace diez años, de Fidel Castro; fui amigo del comandante Ernesto Che Guevara. Me regaló el segundo ejemplar de su libro Guerra de guerrillas; el primero se lo dio a Fidel. Yo estaba en Cuba cuando salió, y en la dedicatoria que me puso dice lo siguiente: ‘A Salvador Allende, que por otros medios trata de obtener lo mismo’. Si el comandante Guevara firmaba una dedicatoria de esta manera, es porque era un hombre de espíritu amplio que comprendía que cada pueblo tiene su propia realidad, que no hay recetas para hacer revoluciones. Y por lo demás, los teóricos del marxismo -y yo declaro que soy aprendiz tan solo; pero no niego que soy marxista- también trazan con claridad los caminos que pueden recorrerse frente a lo que es cada sociedad, cada país.»
Explicando las características de su acercamiento al marxismo, había dicho antes: «No soy un gran teórico marxista, pero creo en los fundamentos esenciales, en los pilares de esa doctrina, en el materialismo histórico, en la lucha de clases… pienso que el marxismo no es una receta para hacer revoluciones; el marxismo es un método para interpretar la historia. Creo que los marxistas tienen que aplicar sus conceptos a la interpretación de sus doctrinas, a la realidad y conforme a la realidad de su país».
Los últimos instantes del Presidente
Danilo Bartulín, amigo y médico personal de Allende, su confidente político y miembro de la dirección del Grupo de Amigos Personales (GAP), quien viviera los últimos instantes de Allende, reconstruyó recientemente en una entrevista el asalto golpista.
Describió así la valentía y los actos del Presidente antes del epílogo definitivo: «Allende, con el casco puesto, estaba tranquilo, muy sereno, pero decepcionado. Los edecanes militares de La Moneda le dijeron: ‘Mire, todas las Fuerzas Armadas están en el golpe, así que renuncie’. Él les responde: ‘Ustedes pónganse a disposición de sus mandos, que yo me quedaré aquí como Presidente’. Poco antes transmitiría por Radio Magallanes el discurso de la despedida; el pliego de cargos contra la deslealtad castrense, las ambiciones de la oligarquía nacional y su sometimiento a Washington: ‘¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo’ (…)».
Palabra cumplida. Con su muerte y la disolución del gobierno de la Unidad Popular, se quebraba uno de los sueños más hermosos de la América Latina del siglo XX. Supuso, a no dudarlo, un lamentable retroceso histórico; pero es sabido que la historia no marcha en línea recta y tiene sus vueltas momentáneas atrás que luego se superan.
El giro a la izquierda de un segmento considerable del mapa regional, la vocación integracionista y solidaria que acompaña a sus líderes, el deseo de justicia social que se expresa en tan bellos y trascendentes como cotidianos actos de humanidad, constituyen la mejor respuesta, la consecuencia exacta para con el legado de un hombre que ayudó a pensar. Un símbolo de la libertad cuya memoria no pudo hollar jamás la ensangrentada bota de aquellas bestias vestidas de verde.