Las elecciones del 4 de septiembre de 1970 le otorgaron la victoria a Salvador Allende. Su figura habita en la conciencia de Chile porque su pensamiento y su práctica son a la vez legado y desafío. ¿Reformista o revolucionario? ¿Decidido o vacilante? ¿Realista o temerario? En los últimos cincuenta años, Allende ha sido sometido a un agudo escrutinio. La mañana del día de su derrocamiento, el 11 de septiembre de 1973, tenía previsto anunciar un plebiscito para cambiar la Constitución y dar una salida política a la crisis que atravesaba el país. El recuerdo de Allende y de los triunfos populares trae a la memoria y a los tiempos actuales las enseñanzas de la historia.
El legado allendista ha tenido una vida áspera. Desde su inicio la dictadura intentó exterminar a sus herederos, desplegó una odiosa campaña contra la memoria de Allende y quiso convertir a su gobierno en sinónimo de arbitrariedad, falencia económica, escasez, desorden, ilegalidad. La Unidad Popular fue presentada como un proyecto monstruoso. Luego vino la sordina de la post dictadura, para evitar la discordia entre los miembros de la Concertación que sustentaban puntos de vista diferentes sobre el significado del gobierno popular. Cuando en 2008 se cumplió el centenario del nacimiento de Allende algunos homenajes subrayaron sus rasgos de soñador, de hombre bien intencionado, leal, corajudo. Había un subtexto que pocos se atrevían a insinuar de modo explícito: quizá le había faltado realismo, a lo mejor había sido víctima del torbellino de una época alborotada, escenario de proyectos revolucionarios insensatos que prohijaban expectativas imposibles de alcanzar. El pasado no es un proyecto y es un error craso pretender calcarlo como molde del porvenir. El futuro debe ser inventado con audacia y riesgo. Sin embargo, hay una nostalgia que sí es preciso reivindicar hoy: la remembranza de la acción política que no renuncia a mirar un horizonte y que posee el temple necesario para querer cambiar una sociedad tan injusta como la chilena. Por eso los debates sobre lo que significó la Unidad Popular, cuáles fueron sus reales posibilidades de victoria y cómo fue su gobierno, permanecerán abiertos, como ocurre con acontecimientos históricos complejos que dejan huella en la memoria colectiva. Se trata de un hecho estelar en el que hay claves para explicarse el último medio siglo chileno y latinoamericano y también para imaginar el futuro.
Tres miradas de Allende
Allende héroe, o socialista de carne y hueso, o líder de un proyecto de izquierda. Tres miradas posibles. La primera ha cristalizado en plenitud y ha traspasado las fronteras de Chile y de la izquierda chilena. La segunda, el Allende militante, descubre a un hombre persistente, incansable batallador por un proyecto socialista y por su propio liderazgo, activo en muchas contiendas internas en las que, a veces, fue derrotado. Quiso y respetó a su partido más allá de sus discrepancias, en ocasiones severas. Junto a él hubo otros notables dirigentes, si bien ninguno contribuyó tanto a desarrollar un movimiento de la amplitud y fortaleza que tuvo el “allendismo”. Para Allende la contienda política era también una pugna por el poder pero, antes que nada, era una contienda de ideas. Sus discrepancias con otros líderes en los años cuarenta, su desafiliación del Partido Socialista Popular en 1951 o sus confrontaciones internas en las décadas siguientes, tenían que ver con planteamientos políticos. Bajo su liderazgo emergió el gran movimiento en el que confluyeron organizaciones sociales y partidistas, militantes y ciudadanos sin partido, constituyendo una amalgama poderosa y original. El tercer Allende, el jefe de un proyecto revolucionario –“por sus fines”, hubiera dicho su contemporáneo, el principal ideólogo del socialismo chileno, Eugenio González– y no violento en sus medios, ha generado interpretaciones y debates. No es extraño. A diferencia de Ernesto Guevara, que convergió con un tiempo en que nada era considerado imposible –los años sesenta–, Allende estaba lejos de ser una figura “sesentista”. Inserto en las instituciones, formal cuando se requería, informal hasta el límite de lo permitido, se desenvolvió en el Parlamento, en los grandes actos democráticos y populares o en el debate político nacional, no en los territorios que en esa época muchos latinoamericanos priorizaban para su lucha: las sierras, los campos, los subterráneos de las urbes, los sitios recónditos de los suburbios pobres de nuestras ciudades capitales. Las armas de Allende eran su voz, su presencia, el trasluz de su mensaje, la capacidad de sacudir y conquistar conciencias, el estímulo que entregaba a las organizaciones populares. Eran la huelga, la protesta o la toma de terrenos que apoyaba.
Líder de un proyecto
Allende concibió una expresión política mayor que la suma de los dos grandes partidos marxistas, menos sectaria, más abarcadora. Suscribió también, sin excesivas especulaciones teóricas, un camino hacia la victoria: el arduo enfrentamiento democrático, el recurso al sufragio universal, la movilización social, la lucha de masas. En cuatro candidaturas presidenciales recorrió entero un país en que no existían los medios audiovisuales o computacionales de hoy. Construyó hegemonía de izquierda y la revalidó todos los días. Desarrolló su batalla con partidos sólidos, el Socialista y el Comunista (más tarde también con radicales y grupos de origen cristiano), en momentos promisorios para las batallas sociales y en un contexto internacional caracterizado por el enfrentamiento entre dos grandes potencias y un hemisferio sur rebelde, en proceso de descolonización o de contienda por un desarrollo con justicia social. La visión de Allende demostró que podía convivir con el espíritu de aquellos años y logró momentos sorprendentes de síntesis: su apoyo y especial relación con la Revolución Cubana y sus líderes, su interés por el proceso chino, su adhesión a la lucha vietnamita, su fraternal comprensión y aliento a los movimientos revolucionarios armados que surgieron en América Latina y en Chile, su diálogo siempre polémico pero respetuoso con la izquierda extraparlamentaria que criticaba a su gobierno y a la Unidad Popular. Allende fue líder de un proyecto que, por primera vez en la historia de Chile, se propuso cambiar de veras el signo del poder. El fin de esa experiencia tiene directa relación con la profundidad del proyecto allendista y su alcance transformador. Son estos elementos los que explican la reacción de las clases dominantes y del imperialismo, y motivan la cruel secuela del golpe militar. Nuestras autocríticas, válidas y necesarias, no pueden olvidar este hecho: estuvimos siempre sometidos al acoso de enemigos que usaban cualquier medio para impedir el éxito del proyecto que encabezó Allende. ¿Qué dotó a ese proyecto de tanta potencialidad? El allendismo se instaló en la contraposición entre reforma y revolución. Quizás sí el magnetismo del proyecto fue buscar una síntesis. Ni reformista ni revolucionario a secas, Salvador Allende fue más bien un “reformador revolucionario” que pensó que la agregación de reformas radicales, en diversos ámbitos y realizadas de modo más o menos simultáneo, significarían una mutación cualitativa a una categoría de cambio social que era una auténtica revolución. La vida política de Allende estuvo cruzada por las tensiones inherentes a los proyectos de largo alcance. Teoría y práctica tuvieron un complejo encuentro durante muchos años de largas campañas electorales y constantes debates. El pragmatismo obligado del gobernante debió medirse con el idealismo del revolucionario que quiere cambiar la sociedad y dio lugar a cruciales momentos para la vida política y social chilena. Medios y fines se relacionaron en permanente tensión cuando los esquemas ideales se confrontaron con la problemática realidad. Sin amedrentarse por el desafío, Allende buscó sintetizar reforma y revolución, libertad e igualdad, democracia y socialismo.
* Economista, ex candidato presidencial.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur